Read Antes de que los cuelguen Online
Authors: Joe Abercrombie
Glokta se la quedó mirando con gesto torcido.
Ya empiezan las dudas. Los gurkos estrechan el cerco sobre la ciudad. El fin se aproxima y todo el mundo es consciente de ello. Extraña cosa la muerte. En la distancia, todos nos reímos de ella, pero, a medida que se acerca, su aspecto nos parece cada vez peor. Y, cuando está tan cerca que ya casi podemos tocarla, se acaban las risas. Dagoska se halla sumida en el miedo y las dudas no pueden sino crecer. Tarde o temprano alguien intentará entregar la ciudad a los gurkos, aunque sólo sea para salvar su vida o la de sus seres queridos. No sería de extrañar que empezaran por quitar de en medio al molesto Superior que les embarcó en esta locura...
De pronto sintió que le tocaban el hombro y, conteniendo la respiración, se dio la vuelta. Al hacerlo, se le dobló la pierna, se tropezó contra un pilar que había a su espalda y estuvo a punto de pisar a un indígena jadeante que tenía la cara vendada. Detrás de él estaba Vitari, mirándole con expresión ceñuda.
—¡Maldita sea! —Glokta se mordió el labio con los pocos dientes que le quedaban para poder soportar el punzante espasmo de su pierna—. ¿Es que no le han enseñado que no hay que dar sustos a la gente?
—Me han enseñado justo lo contrario. Tengo que hablar con usted.
—Pues hable. Pero ni se le ocurra volver a tocarme.
Vitari echó un vistazo a los heridos.
—Aquí no. A solas.
—Oh, por favor. ¿Tan importante es eso que tiene que decirme que no me lo puede contar en una sala llena de héroes moribundos?
—Se lo diré cuando salgamos fuera.
¿Una cadena tensada alrededor del cuello, por cortesía de su Eminencia? ¿O es que simplemente quiere que charlemos del tiempo?
Glokta se dio cuenta de que se le había dibujado una sonrisa en el rostro.
Estoy deseando averiguarlo
. Hizo una seña a Frost con la mano, y el albino se perdió entre las sombras; luego, sorteando los quejosos heridos que había sembrados por el suelo, siguió a Vitari con paso renqueante hasta alcanzar la puerta del fondo y salir al aire libre. El intenso olor a sudor fue reemplazado por un intenso olor a quemado y a algo más...
Junto a uno de los muros del templo, a la altura del hombro, se amontonaban unos bultos alargados de forma romboidal envueltos en una tela basta de color gris con algunas salpicaduras de sangre pardusca: cadáveres aguardando pacientemente el momento del entierro.
La cosecha de esta mañana. Qué lugar más encantador para sostener una agradable charla. Ni yo mismo lo habría elegido mejor
.
—Bueno, ¿le está divirtiendo el asedio? A mí me resulta un poco ruidoso, pero a su amigo Cosca parece gustarle...
—¿Dónde está Eider?
—¿Cómo? —soltó Glokta tratando de ganar tiempo mientras pensaba una respuesta.
La verdad, no pensé que fuera a descubrirlo tan pronto
.
—Eider. Ya sabe. Esa que vestía como una puta de lujo. El florero del consejo de la ciudad. Esa que trató de vendernos a los gurkos. Su celda está vacía. ¿Por qué?
—Ah, ésa. Está en el mar.
Cierto
. Con cincuenta zancadas de sólidas cadenas alrededor de su cuerpo.
Falso
. Ya que muestra tanto interés, le diré que en este momento su presencia embellece el fondo de la bahía.
Las cejas pelirrojas de Vitari se juntaron formando un gesto de recelo.
—¿Por qué no me ha informado de ello?
—Tengo mejores cosas que hacer que mantenerla a usted informada. Estamos en guerra, por si no se ha dado cuenta —Glokta se dio la vuelta para irse, pero la Practicante lanzó una mano por delante de él y la apoyó en el muro, cerrándole el paso.
—Mantenerme informada a mí y mantener informado a Sult son la misma cosa. Como empecemos a irle cada uno con una historia diferente...
—¿Dónde ha estado usted metida estas últimas semanas? —Glokta soltó una risa mientras señalaba la pila de bultos que había junto al muro—. Es curioso, la verdad. ¡Pero cuanto más se acerca el momento de que los gurkos rompan nuestras defensas y asesinen a todos los seres vivos de Dagoska, menos me importa Su Eminencia! Dígale lo que le venga en gana. Me aburre usted —trató de apartarla para irse, pero el brazo de la Practicante no se movió de su sitio.
—¿Y si en vez de eso le dijera lo que usted quiera que le diga? —le susurró.
Glokta frunció el ceño.
Eso ya no es tan aburrido, ¿La Practicante favorita de Sult, enviada aquí para asegurarse de que no me salgo del camino recto, me propone un trato? ¿Es un truco? ¿Una trampa?
Tenían las caras muy cerca, y Glokta miró a Vitari a los ojos tratando de desentrañar lo que estaba pensando.
¿No hay en ese gesto un leve atisbo de desesperación? ¿Puede ser el motivo algo tan simple como el instinto de supervivencia? Cuando uno ha perdido ese instinto cuesta trabajo recordar lo fuerte que sigue siendo en los demás
. Notó que se le empezaba a dibujar una sonrisa.
Sí, ahora lo veo claro
.
—Pensó que una vez que los traidores estuvieran a buen recaudo la mandaría volver, ¿verdad? Pensó que Sult tendría preparado un precioso barquito para que usted pudiera regresar a casa, ¿no es así? ¡Pero ahora resulta que no hay barcos para nadie y empieza a temerse que su encantador tío se ha olvidado de usted! ¡Empieza a temerse que usted, como todos los demás, no es más que carne fresca para los gurkos!
Vitari entornó los ojos.
—Deje que le cuente un secreto. Al igual que usted, yo no elegí venir aquí, pero hace mucho tiempo que aprendí que cuando Sult te dice que hagas algo, más vale que parezca que lo has hecho. Lo único que me importa es salir con vida de este maldito lugar —se acercó un poco más—. ¿Podemos ayudarnos mutuamente?
¿Podemos? Buena pregunta.
—Muy bien. Supongo que puedo hacer hueco para un nuevo amigo en mi ajetreada vida social. Veré lo que puedo hacer por usted.
—¿Verá lo que puede hacer?
—Eso es lo máximo que va a obtener de mí. Mire, ayudar a la gente no se me da muy bien. Falta de práctica, ¿sabe? —la obsequió con una de sus sonrisas desdentadas, apartó el brazo flácido de Vitari con el bastón, pasó cojeando por delante de la pila de cadáveres y se dirigió hacia la puerta del templo.
—¿Qué le digo a Sult de lo de Eider?
—Dígale la verdad —Glokta volvió la cabeza—. Dígale que está muerta.
Dígale que todos lo estamos.
—¿Dónde estoy? —inquirió Jezal, pero sus mandíbulas se negaron a moverse.
Las ruedas del carromato chirriaban al girar. Todo parecía estar borroso y envuelto en un brillo cegador. La luz y el ruido le taladraban el cráneo.
Intentó tragar saliva, pero no pudo. Intentó levantar la cabeza. Una punzada le atravesó el cuello y el estómago le dio un vuelco.
—¡Socorro! —chilló, pero lo único que salió de sus labios fue un ronco borboteo. ¿Qué había ocurrido? Por encima de él, un cielo hiriente, por debajo, hirientes tablas. Estaba tumbado en un carro, con la cabeza apoyada en un saco áspero, traqueteando y dando botes.
Había habido una pelea, de eso se acordaba. Un combate entre las piedras de la colina. Alguien le había llamado con un grito. Un crujido, una luz cegadora y, luego, sólo dolor. Incluso tratar de pensar le producía dolor. Quiso alzar un brazo para tocarse la cara, pero vio que no podía. Trató de cambiar las piernas de posición para impulsarse con ellas e incorporarse, pero tampoco pudo hacerlo. Movió la boca y sólo consiguió emitir gruñidos y gemidos.
Notaba rara la lengua, parecía ser tres veces más grande de lo normal, como si le hubieran encajado entre las mandíbulas una enorme loncha de jamón que le llenaba la boca impidiéndole casi respirar. El lado derecho de su cara era una máscara de dolor. Con cada sacudida del carro le castañeteaban las mandíbulas y unas punzadas atroces se le transmitían desde los dientes hasta los ojos y desde el cuello hasta las raíces del pelo. Tenía la boca cubierta de vendas y sólo podía respirar por el lado izquierdo, pero hasta el aire que le bajaba por la garganta le producía dolor.
Empezaba a sentir el zarpazo del pánico. Todas las partes de su cuerpo estaban en un grito. Aunque tenía un brazo atado con fuerza sobre el pecho, en un intento de hacer algo, lo que fuera, se agarró débilmente con el otro a uno de los lados del carro con los ojos desorbitados, el corazón latiéndole acelerado y soltando resoplidos por la nariz.
—¡Gugh! —gruñó—. ¡Gurr! —pero cuanto más se esforzaba por hablar, más crecía el dolor, hasta hacerle sentir que se le iba a partir en dos la cara y que el cráneo le iba a reventar.
—Tranquilo —por encima de él apareció un rostro cubierto de cicatrices. Nuevededos. Jezal trató de aferrarse a él con desesperación y el norteño le cogió la mano con su enorme zarpa y la apretó con fuerza—. Tranquilo, venga, escúcheme. Duele, lo sé. Parece insoportable, pero no lo es. Cree que va a morir, pero no es así. Hágame caso, yo he pasado por eso y sé cómo es. A cada minuto que pasa. A cada hora. A cada día, va a mejor.
Sintió en el hombro la otra mano de Nuevededos empujándole suavemente para tumbarle de nuevo en el suelo del carro.
—Basta con que se quede ahí tumbado y ya verá como mejora. ¿Me entiende? Es usted un cabrón con mucha suerte, le ha tocado la tarea más cómoda.
Jezal dejó que sus miembros cayeran por su propio peso. Lo único que tenía que hacer era quedarse ahí tumbado. Apretó la manaza que le tenía agarrado y ésta le devolvió el apretón. Así parecía sentir menos dolor. Seguía siendo terrible, pero podía controlarlo. Su respiración se acompasó. Sus ojos se cerraron.
Un viento cortante barría la gélida llanura, azotando la hierba baja, tirando de la andrajosa zamarra de Jezal, de sus cabellos grasientos, de sus mugrientos vendajes. Pero él no hacía ni caso. ¿Estaba en su mano parar el viento? ¿Estaba en su mano hacer algo con respecto a cualquier cosa?
Sentado con la espalda apoyada en una de las ruedas del carro, se miraba la pierna con los ojos muy abiertos. Dos trozos del asta de una lanza envueltos en trapos se la mantenían sujeta con rígida y dolorosa firmeza. El brazo no estaba mucho mejor: se encontraba embutido entre dos listones de un escudo y atado con fuerza contra su pecho, mientras su pálida mano colgaba fláccida, con los dedos tan entumecidos e inútiles como si fueran salchichas.
Unos remedios lastimosos e improvisados cuyos efectos curativos Jezal no veía por ninguna parte. Habría resultado risible, si no fuera porque él era el paciente. Seguramente no se recuperaría jamás. Era un hombre roto, destruido, desahuciado. ¿Se convertiría en uno de esos tullidos con los que evitaba cruzarse en las calles de Adua? ¿Uno de esos heridos de guerra, sucios y harapientos, que enseñaban a la cara de los transeúntes sus muñones mientras abrían las repulsivas palmas de sus manos para mendigar unas perras; un desagradable recordatorio de que la vida militar tenía un lado oscuro que era mejor relegar al olvido?
¿Se convertiría en un tullido como, como... —un sudor frío le invadió todo el cuerpo—... Sand dan Glokta? Intentó cambiar la pierna de postura y gimió de dolor. ¿Tendría que pasarse el resto de sus días usando un bastón para andar? ¿Sería un monstruo deforme que todo el mundo procuraría rehuir y evitar? ¿Un ejemplo edificante al que se señala con disimulo y del que se habla en voz baja? ¡Mira, ahí va Jezal dan Luthar! ¡En tiempos fue un hombre muy prometedor, un joven muy apuesto que ganó un Certamen y fue aclamado por las masas! ¿Quién lo habría imaginado? Qué lamentable, qué pena, espera, que viene para acá, vamos a apartarnos...
Y eso que todavía no se había parado a pensar en el aspecto que tendría su cara. Trató de mover la lengua y sintió una punzada atroz que le dibujó en la cara una mueca de dolor. De una cosa estaba seguro: el paisaje interior de su boca le resultaba alarmantemente desconocido. Parecía inclinada, retorcida, como si todo estuviera cambiado de sitio. Notaba en su dentadura un hueco que parecía tener varios kilómetros de ancho. Debajo de los vendajes, sentía un desagradable hormigueo en los labios. Los tendría desgarrados, machacados, rotos. Era un monstruo.
Jezal sintió que una sombra le cruzaba el rostro y alzó la vista escudriñando bajo la intensa luz solar. Era Nuevededos, tendiéndole con su enorme puño un odre de agua.
—Agua —gruñó. Jezal dijo que no con la cabeza, pero el norteño no le hizo caso. Se puso en cuclillas junto a él, quitó el tapón y le tendió el odre—. Tiene que beber. Pero procure no echarse el agua encima.
Jezal agarró el odre con desgana, se lo acercó con cuidado al lado de la boca que estaba en mejor estado y trató de inclinarlo. El pellejo hinchado colgaba fofo en su mano. Bregó unos instantes con él hasta que por fin se dio cuenta de que no había forma de beber con una sola mano. Se dejó caer hacia atrás con los ojos cerrados y soltó un resoplido por la nariz. Estuvo tentado de dar rienda suelta a su frustración haciendo rechinar los dientes, pero, afortunadamente para él, se lo pensó mejor.
—Espere —notó que una mano se deslizaba por detrás de su cuello y le levantaba con firmeza la cabeza.
—¡Gugh! —gruñó furioso. Por un instante se planteó la posibilidad de ofrecer resistencia, pero finalmente relajó el cuerpo y se sometió a la ignominia de dejarse manejar como si fuera un bebé. A fin de cuentas, ¿qué sentido tenía esforzarse por aparentar que no estaba completamente desvalido? Sintió que un chorro de agua tibia y agria le entraba en la boca y trató de tragarlo. Era como tragar cristales rotos. Soltó una tos y escupió fuera el resto. O, para ser más exactos, trató de escupirlo pero el dolor le resultó demasiado intenso. Tuvo que inclinarse hacia delante y dejar que le goteara por la cara; la mayor parte le resbaló por el cuello y se le coló por dentro de su mugrienta camisa. Emitiendo un gruñido, volvió a recostarse y apartó el odre con su mano buena.
Nuevededos se encogió de hombros.
—Vale, pero dentro de un rato tendrá que volver a intentarlo. Hay que beber. ¿Recuerda lo que pasó?
Jezal negó con la cabeza.
—Hubo pelea. Yo y aquí la amiga —dijo señalando a Ferro, que le respondió torciendo el gesto— nos ocupamos de la mayoría, pero, al parecer, hubo tres que consiguieron rodearnos. Usted se enfrentó a dos y se las arregló bastante bien, pero uno se le escapó y le soltó un mazazo en la boca —señaló la cara vendada de Jezal—. Un golpe muy fuerte, no hay más que ver el resultado. Luego se cayó y supongo que le volvió a golpear mientras estaba en el suelo; de ahí lo del brazo y la pierna rotos. La verdad, podría haber sido bastante peor. Yo que usted daría gracias a los muertos de que Quai anduviera por allí.