Un travesti ha sido asesinado y su cuerpo aparece con el rostro desfigurado. Quizá otra víctima anónima para el registro de crímenes sin resolver. Pero el comisario veneciano Guido Brunetti, obedeciendo a su infalible instinto, descubre que ese hombre vestido de mujer es Leonardo Mascari, director del Banco de Verona y respetable ciudadano en Venecia. Podría ser un simple caso de doble vida, pero los indicios delatan que hay algo más en esta nueva e intrigante historia de Donna Leon. Su personaje, el comisario Brunetti, considerado por la crítica como «el heredero del Maigret de Simenon» y «el comisario con mayor carisma» de este género literario, encuentra a un abogado del Vaticano y activo miembro de la Lega della Moralità —asociación destinada a perpetuar la fe, la familia y las virtudes morales— en el apartamento de un chapero llamado Crespo. Y poco a poco se enfrenta a una trama en la que están implicados los niveles más altos del mundo financiero, gubernamental y eclesiástico.
Donna Leon
Vestido para la muerte
Saga Comisario Brunetti 3
ePUB v1.0
Creepy17.04.12
Título Original:
The Anonymous Venetian
, 1994
Autor: Donna Leon
[*]
Fecha edición española: 2001
Editorial: Editorial Seix Barral, S.A.
Traducción: Ana María de la Fuente Rodríguez
En memoria de Arleen Auger,
un sol extinto
Ah forse adesso
Sul morir mio delusa
Priva d'ogni speranza e di consiglio
Lagrime di dolor versa dal cigio.
Ah, quizá en este momento,
engañada por mi muerte,
privada de toda esperanza y de consuelo,
lágrimas de dolor sus ojos vierten.
1Mozart, Lucio Sila
El zapato era rojo, rojo como las cabinas telefónicas de Londres o como los coches de bomberos de Nueva York, aunque éstos no fueron los símiles que se le ocurrieron al hombre que vio el zapato. Él pensó en el rojo del Ferrari Testarossa del calendario que colgaba de la pared del cuarto en el que se cambiaban los matarifes y que tenía una rubia desnuda recostada en el capó, muy amartelada con el faro izquierdo. El zapato estaba caído de lado, y la punta rozaba uno de los charcos de petróleo que salpicaban los campos entre los que se levantaba el matadero, envenenándolos con su maldición.
Años atrás, cuando se autorizó la construcción del matadero, Marghera aún no se había convertido en una de las zonas industriales más florecientes (aunque quizá no sea éste el calificativo más apropiado) de Italia, aún no había refinerías de petróleo, ni fábricas de productos químicos instaladas en las hectáreas de tierras pantanosas que se extienden al borde de la laguna, frente a Venecia, la Perla del Adriático. La nave de cemento del matadero, achaparrada y sórdida, estaba rodeada de una alta cerca de tela metálica, colocada, quizá, tiempo atrás, cuando todavía se llevaba a sacrificar el ganado en rebaños, por caminos polvorientos, y su finalidad era la de impedir que los animales se desperdigaran antes de ser conducidos a su destino, a gritos y golpes, por las rampas. Ahora llegaban en camiones que paraban delante de rampas cerradas por un muro a cada lado, y no había escapatoria posible. Desde luego, no habrían puesto la cerca para mantener alejados a los intrusos, porque ¿quién iba a querer acercarse a este edificio? Seguramente, por eso no se reparaban los boquetes que con los años se habían abierto en la tela metálica, por los que de noche entraban perros vagabundos, aullando ansiosos, atraídos por lo que había allí dentro.
Los terrenos que rodeaban el matadero estaban despejados. Las fábricas se mantenían a distancia de la vieja nave de cemento, como si observaran un tabú tan poderoso como la misma sangre. Los edificios permanecían alejados, pero sus emanaciones, sus desperdicios, los fluidos venenosos que se vertían en la tierra no entendían de tabúes, y año tras año iban acercándose al matadero. Un lodo negro bañaba los tallos de la hierba del pantano y una película irisada cubría los charcos, que, por seca que fuera la estación, nunca desaparecían. En el exterior, la naturaleza había sido envenenada, pero lo que horrorizaba a la gente era lo que se hacía en el interior de esa nave.
El zapato, el zapato rojo estaba caído de lado a unos cien metros de la fachada posterior del matadero, al lado de la cerca, por el exterior, a la izquierda de unos matorrales que parecían prosperar gracias al veneno que se filtraba hasta sus raíces. A las once y media de una calurosa mañana de agosto, un hombre fornido, con un delantal de cuero empapado en sangre, abrió la puerta metálica de la fachada posterior del matadero y salió al sol, que caía como plomo derretido. A su espalda, en el aire tórrido, flotaban efluvios pestilentes y quejidos. El sol quemaba, pero por lo menos allí fuera no era tan fuerte el hedor de los excrementos, y los mugidos y balidos que sonaban a su espalda quedaban un poco amortiguados por el zumbido del tráfico, que discurría a un kilómetro de distancia, transportando el aluvión de turistas que se precipitaba hacia Venecia durante el
ferragosto
.
El hombre se enjugó la sangre de la mano en el delantal —tuvo que agacharse para encontrar un trozo seco en una punta— y sacó un paquete de Nazionale del bolsillo de la camisa. Con un encendedor de plástico, encendió un cigarrillo e inhaló ávidamente, sorbiendo el olor y el acre sabor del tabaco barato. Un aullido ronco llegó hasta él por la puerta que tenía a la espalda, lo que le hizo apartarse del edificio. Fue hacia la cerca, en busca de la sombra de las hojas raquíticas de una acacia que, a fuerza de tesón y sufrimientos, había alcanzado una altura de cuatro metros.
De espaldas al edificio, el hombre contempló el bosque de chimeneas que se extendía hacia Mestre. Las que no escupían llamas exhalaban nubes grises y verdosas. Una brisa suave, muy ligera para sentirla en la cara, traía el humo hacia él. Dio otra calada al cigarrillo y miró al suelo. Al andar por estos campos tenías que vigilar dónde ponías el pie. Y entonces vio el zapato, caído al otro lado de la cerca.
Ese zapato era de tela, no de piel. ¿Seda? ¿Raso? Bettino Cola no entendía de estas cosas, pero sabía que su mujer tenía unos zapatos de ese mismo material, que le habían costado más de cien mil liras. Cincuenta corderos o veinte terneras tenía él que sacrificar para ganar ese dinero, y ella lo gastaba en unos zapatos, para ponérselos una sola vez y luego dejarlos en un rincón del armario y no volver ni a mirarlos.
No había en aquel paisaje abominable nada digno de atención, por lo que el hombre se quedó mirando el zapato mientras fumaba. Se fue un poco hacia la izquierda, para verlo desde otro ángulo. Aunque estaba muy cerca de un gran charco de petróleo, parecía descansar en terreno seco. Cola dio otro paso hacia la izquierda, un paso que lo situó bajo los rigores del sol, y exploró el terreno alrededor del zapato, buscando la pareja. Entre la hierba, distinguió una forma ovalada, que parecía una suela, como si también el compañero estuviera caído.
Bettino tiró el cigarrillo y lo aplastó con el pie en la tierra blanda, caminó unos pasos junto a la valla, se agachó y salió por un gran agujero, con precaución, para no arañarse con los oxidados alambres. Una vez fuera, se irguió y retrocedió hasta donde estaba el zapato, mejor dicho, el par de zapatos, que quizá fueran aprovechables.
—
Roba di puttana
—musitó entre dientes, al ver el tacón del primer zapato, más alto que el paquete de cigarrillos que llevaba en el bolsillo. Sólo una puta se pondría algo así. Se agachó a recoger el primer zapato, procurando no tocarlo por fuera, para no mancharlo. Tal como él esperaba, estaba limpio, no había caído en el charco. Dio unos pasos hacia la derecha, volvió a agacharse y asió con dos dedos el tacón del otro zapato, pero no consiguió levantarlo; seguramente estaba enredado entre los tallos. Apoyó una rodilla en tierra, con cuidado, y dio un tirón. El zapato cedió, pero cuando Bettino Cola vio que se había desprendido de un pie, dio un salto atrás y dejó caer el primer zapato en el negro charco del que se había salvado hasta aquel momento.
La policía llegó veinte minutos después: dos coches patrulla azul y blanco de la Squadra Mobile de Mestre. Para entonces, los terrenos de la parte trasera del edificio estaban llenos de trabajadores del matadero que habían salido al sol, movidos por la curiosidad acerca de esa otra clase de sacrificio. Cola, al ver el pie y la pierna a la que estaba unido, había corrido con paso inseguro al despacho del encargado, para decirle que al otro lado de la cerca había una mujer muerta.
Cola era un hombre trabajador y formal, por lo que el encargado llamó a la policía inmediatamente, sin salir a comprobar si le decía la verdad. Otros que habían visto entrar a Cola se acercaron a preguntar qué ocurría, y el encargado, con un gruñido, les ordenó volver al trabajo; los camiones refrigerados esperaban en los andenes de carga, y no se podía estar todo el día de charla porque le hubieran cortado el cuello a una puta.
Esto era una mera suposición, ya que Cola sólo le había hablado del zapato y del pie, pero todos los trabajadores de las fábricas sabían lo que ocurría en aquellos descampados. Si la habían matado allí, probablemente sería una de aquellas desgraciadas pintarrajeadas que al anochecer se apostaban junto a la carretera que unía el polígono industrial con Mestre. A la salida del trabajo, antes de volver a casa, ¿por qué no parar al lado de la carretera y acercarse hasta una manta extendida entre unos arbustos? Era sólo un momento, ellas no te exigían nada, sólo diez mil liras, y ahora había muchas rubias de la Europa oriental, cada vez más, y eran tan pobres que no podían obligarte a que te pusieras eso, como hacían las italianas de
via
Cappuccina, porque, a ver, ¿desde cuándo una puta ha de poder decirle a uno lo que tiene que hacer y lo que tiene que ponerse? Seguramente, ésta lo intentó, se excedió y el hombre la despachó. Quedaban muchas, y todos los meses llegaban más por la frontera.
Los coches de la policía pararon y de cada uno se apeó un agente uniformado. Fueron hacia el edificio, pero no llegaron hasta la puerta, porque el encargado les salió al encuentro. Detrás de él venía Cola, que se sentía importante, porque era el centro de la atención general, aunque también estaba un poco mareado desde que había visto el pie.
—¿Ha llamado usted? —preguntó el primer policía. Tenía la cara redonda y reluciente de sudor y miraba fijamente al encargado a través de unas gafas de sol.
—Sí —respondió el hombre—. En el campo que está detrás del edificio hay una mujer muerta.
—¿La ha visto usted?
—No —respondió el encargado, apartándose a un lado y haciendo una seña a Cola para que se acercase—. La ha encontrado él.
A un movimiento de cabeza del primer policía, el agente del segundo coche sacó una libreta azul del bolsillo de la chaqueta, la abrió, quitó el capuchón al bolígrafo y apoyó éste sobre el papel.
—¿Cómo se llama? —preguntó el primer policía, enfocando ahora al matarife con los cristales oscuros que le protegían los ojos.
—Cola, Bettino.
—¿Dirección?
—¿Qué tiene que ver su dirección? —terció el encargado—. Ahí detrás hay una mujer muerta.