Durante la década transcurrida desde la construcción del edificio había cambiado la moda, y lo que fuera paradigma de modernidad ahora parecía una caja de
spaghettini
. El cristal relucía, y la franja ajardinada que lo separaba de la calle estaba cuidada con primor, pero no por ello desentonaba menos con los otros edificios, más bajos y modestos, entre los que había sido erigido con tan injustificada confianza.
Brunetti tenía el número del apartamento, y un ascensor con aire acondicionado lo subió velozmente a la séptima planta. Cuando se abrió la puerta, Brunetti salió a un corredor de mármol, también refrigerado. Se dirigió hacia la derecha y tocó el timbre del apartamento D.
Oyó ruido en el interior, pero nadie abrió la puerta. Volvió a llamar. No se repitió el ruido, y la puerta seguía cerrada. Llamó de nuevo, esta vez sin levantar el dedo del pulsador. A través de la puerta se oía el agudo quejido del timbre, al que se unió una voz que gritaba:
—
Basta. Vengo
.
El comisario retiró el dedo y, al cabo de un instante, la puerta se abrió bruscamente y apareció en el vano un hombre alto y corpulento, vestido con pantalón de hilo y lo que parecía un jersey de cachemir de cuello vuelto. Brunetti miró al hombre y vio unos ojos furibundos y una nariz fracturada varias veces, pero al momento acaparó su atención el cuello del jersey. Agosto, la gente se desmayaba de calor en la calle y este hombre llevaba un jersey de cachemir de cuello vuelto. Mirando otra vez a la cara del hombre preguntó:
—¿
Signor
Crespo?
—¿De parte de quién? —preguntó el hombre sin esforzarse por disimular la cólera ni la amenaza.
—El comisario Guido Brunetti —respondió el visitante, mostrando una vez más su carnet. Al igual que Feltrinelli, el hombre apenas tuvo que mirar la cartulina para reconocerla. De pronto, dio un paso hacia Brunetti, quizá con el propósito de hacerle retroceder hacia el descansillo por la fuerza de su sola presencia, pero Brunetti no se movió y el otro retrocedió.
—No está en casa.
Se oyó en una habitación contigua el golpe sordo de un objeto pesado que caía al suelo.
Ahora fue Brunetti quien avanzó, obligando al otro a apartarse de la puerta. Brunetti siguió andando hasta un regio sillón de piel situado al lado de una mesa que sostenía un jarrón de cristal con un gran ramo de gladiolos. El comisario se sentó en el sillón, puso una pierna encima de la otra y dijo:
—Entonces esperaré a que regrese el
signor
Crespo. —Sonrió—. Si no tiene inconveniente,
signor
…
El hombre cerró violentamente la puerta de la escalera, dio media vuelta hacia la que estaba al otro extremo de la habitación y dijo:
—Voy a avisarle.
El hombre desapareció en la otra habitación, cerrando la puerta. Su voz, grave e irritada, sonó a través de la madera. Brunetti oyó entonces otra voz, un tenor que respondía al bajo. Y luego una tercera voz, también de tenor, aunque una octava más aguda que la anterior. La conversación que se mantenía al otro lado de la puerta duró varios minutos, durante los cuales Brunetti se dedicó a inspeccionar la habitación. Todo lo que allí había era nuevo y visiblemente caro, pero Brunetti no se hubiera quedado con nada, ni siquiera con el sofá de piel gris perla, ni la esbelta mesa de caoba que estaba a su lado.
La puerta se abrió y salió el hombre corpulento, seguido de otro diez años más joven y por lo menos tres tallas más pequeño.
—Es él —dijo el del jersey señalando a Brunetti.
El joven llevaba pantalón de algodón azul pálido y camisa de seda blanca con el cuello desabrochado. Cruzó la habitación hacia Brunetti, que se levantó y preguntó:
—¿El
signor
Francesco Crespo?
El otro se había parado delante de Brunetti, y entonces pareció que la presencia de un hombre de la edad y el aspecto de Brunetti le estimulaba el instinto, o la deformación profesional, porque dio un pasito más, y se llevó la mano al pecho, con los dedos abiertos en ademán delicado.
—Sí, ¿qué desea?
Era la más aguda de las dos voces de tenor que Brunetti había oído a través de la puerta, aunque Crespo trataba de imprimirle un tono grave, para hacerla más interesante o más seductora.
Crespo era un poco más bajo que Brunetti y debía de pesar diez kilos menos. Por casualidad o por designio, la tapicería del sofá tenía el mismo tono gris pálido que sus ojos, que destacaban en la cara bronceada. Si, en una mujer, sus facciones hubieran resultado sólo bonitas, en él, por el trazo más anguloso de la cara del varón, eran francamente bellas.
Ahora fue Brunetti quien dio un paso atrás. Oyó que el hombre del jersey reía entre dientes, y se volvió a tomar la carpeta que había dejado en la mesa.
—
Signor
Crespo, me gustaría que mirara un retrato y me dijera si conoce a la persona representada.
—Estaré encantado de mirar todo lo que usted quiera enseñarme —dijo Crespo recalcando el «usted» y desplazando la mano hacia la abertura de la camisa, para acariciarse la garganta.
Brunetti abrió la carpeta y le entregó el retrato que el dibujante había hecho del muerto. Crespo bajó la mirada al papel durante menos de un segundo, miró a Brunetti, sonrió y dijo:
—No tengo ni idea de quién pueda ser.
Tendió el retrato a Brunetti, pero éste se negó a tomarlo.
—Me gustaría que lo mirase mejor,
signor
Crespo.
—Ya le ha dicho que no lo conoce —dijo el otro hombre, que se mantenía a distancia.
Brunetti hizo como si no le hubiera oído.
—Fue muerto a golpes, y necesitamos averiguar quién era. Le agradeceré que vuelva a mirarlo,
signor
Crespo.
Crespo cerró los ojos un momento y levantó la mano, para colocar un rizo rebelde detrás de la oreja.
—Si insiste… —dijo volviendo a mirar el retrato. Inclinó la cabeza y esta vez contempló la cara. Brunetti no podía verle los ojos, pero observó que su mano se apartaba bruscamente de la oreja e iba de nuevo a la garganta, pero ahora sin coquetería.
Un segundo después, miró a Brunetti y le dijo sonriendo con dulzura:
—No lo he visto nunca, comisario.
—¿Está satisfecho? —preguntó el otro dando un paso hacia la puerta.
Brunetti tomó el retrato que Crespo le tendía y volvió a guardarlo en la carpeta.
—Es sólo una reconstrucción libre de su aspecto, hecha por el artista,
signor
Crespo. Ahora, si me lo permite, le enseñaré una foto. —Brunetti esbozó su sonrisa más seductora, y la mano de Crespo voló con un aleteo de golondrina hacia la suave hendidura que separaba sus clavículas.
—Adelante, comisario. Lo que usted quiera. Lo que quiera.
Brunetti sonrió, extrajo la última foto del pequeño montón que había en la carpeta y la contempló un momento. Lo mismo daría una que otra. Se volvió hacia Crespo, que nuevamente había acortado la distancia que los separaba.
—Es posible que fuera muerto por un hombre que pagaba por sus servicios. Eso significa que ese hombre puede ser una amenaza para las personas que sean como la víctima.
Tendió la foto a Crespo.
Éste la tomó, haciendo de manera que sus dedos rozaran los de Brunetti. Sostuvo la foto en el aire entre los dos, mientras dedicaba al comisario una larga sonrisa e inclinó su cara risueña sobre el papel. Su mano fue rápidamente de la garganta a la boca que se abría, y sus ojos, dilatados de horror, buscaron los del policía. Apartó la foto de sí, aplastándola contra el pecho de Brunetti y retrocedió como si temiera contaminarse. La foto cayó al suelo.
—A mí no pueden hacerme eso. A mí no me ocurrirá eso —dijo sin dejar de retroceder. Su voz subía de tono a cada palabra y se mantuvo un instante al borde de la histeria antes de caer en ella—. No; eso a mí no puede ocurrirme. A mí no me ocurrirá nada. —Ahora lanzaba un desafío estridente al mundo en que vivía—. A mí no, a mí no —gritaba, mientras se alejaba de Brunetti.
Chocó con la mesa del centro de la habitación, sintió pánico al encontrar aquel obstáculo que le impedía escapar de la foto y del hombre que se la había enseñado, agitó el brazo y un jarrón idéntico al que estaba cerca de Brunetti se estrelló contra el suelo.
Se abrió la puerta y otro hombre entró rápidamente en la habitación.
—¿Qué gritos son ésos? —dijo— ¿Qué ocurre aquí?
El hombre miró a Brunetti y ambos se reconocieron al instante. Giancarlo Santomauro era no sólo uno de los abogados más conocidos de Venecia, que con frecuencia actuaba de asesor jurídico del patriarca desinteresadamente, sino también presidente y alma de la Lega della Moralità, asociación de cristianos laicos dedicada a «preservar y perpetuar la fe, la familia y las virtudes morales».
Brunetti se limitó a saludarle con un leve movimiento de cabeza. Si por casualidad aquellos hombres ignoraban la identidad del cliente de Crespo, sería preferible que siguieran ignorándola.
—¿Qué hace usted aquí? —preguntó Santomauro hoscamente. Se volvió hacia el mayor de los otros dos, ahora al lado de Crespo, que había acabado sentado en el sofá, sollozando con la cara entre las manos—. ¿No puede hacer que se calle? —gritó.
Brunetti vio cómo el hombre se inclinaba sobre Crespo, le decía algo, le agarraba por los hombros y lo sacudía hasta hacer que le bamboleara la cabeza. Crespo dejó de llorar, pero no apartó las manos de la cara—. ¿Qué hace usted en este apartamento, comisario? Soy el representante legal del
signor
Crespo y no voy a consentir que la policía siga hostigándolo.
Brunetti no contestó sino que siguió observando a los del sofá. El más corpulento se había sentado y rodeado con un brazo los hombros de Crespo que, poco a poco, quedó en silencio.
—Le he hecho una pregunta, comisario —dijo Santomauro.
—He venido a preguntar al
signor
Crespo si podía ayudarnos a identificar a la víctima de un asesinato. Sólo le he enseñado una foto, y ya ha visto su reacción. Yo diría que muy intensa ante la muerte de un hombre al que asegura no reconocer, ¿no le parece?
El hombre del jersey de cuello vuelto miró a Brunetti al oír esto, pero fue Santomauro quien respondió:
—Si el
signor
Crespo ha dicho que no lo conoce, ya tiene usted su respuesta y puede marcharse.
—Desde luego —dijo Brunetti, quien se puso la carpeta bajo el brazo izquierdo y dio un paso hacia la puerta. Entonces miró atrás y, en tono desenfadado y coloquial, observó—: Ha olvidado atarse los cordones de los zapatos,
avvocato
.
Instintivamente, Santomauro se miró los pies y vio que sus zapatos estaban perfectamente atados. Lanzó a Brunetti una mirada corrosiva, pero no dijo nada.
Brunetti se paró delante del sofá y dijo a Crespo:
—Me llamo Brunetti. Si recuerda algo, llámeme a la
questura
de Mestre.
Santomauro fue a hablar, pero se contuvo, y Brunetti salió del apartamento.
El resto del día no fue más productivo para Brunetti ni para los otros dos policías que visitaban a los componentes de la lista. Cuando, a última hora de la tarde, se reunieron en la
questura
, Gallo informó de que tres de los hombres que le habían tocado en suerte habían negado conocer a la víctima, y agregó que parecían decir la verdad. Otros no estaban en casa y uno había dicho que la cara le resultaba familiar, pero no había podido precisar por qué. Los resultados obtenidos por Scarpa eran similares: todos los hombres con los que había hablado estaban seguros de no haber visto nunca al muerto.
Acordaron tratar de terminar la ronda al día siguiente. Brunetti pidió a Gallo que confeccionara otra lista, con los nombres de las prostitutas que trabajaban en la zona industrial y en
via
Cappuccina. El comisario no tenía mucha confianza en que estas mujeres pudieran serles de ayuda, pero no descartaba la posibilidad de que alguna se hubiera fijado en la competencia y reconociera al hombre.
Mientras subía la escalera de su casa, Brunetti fantaseaba acerca de lo que podía ocurrir cuando abriera la puerta. Unos duendes podían haber pasado por allí y dotado al apartamento de aire acondicionado, mientras otros instalaban una de esas duchas que había visto sólo en folletos de balnearios y en las series de televisión norteamericanas, y veinte cabezales le rociarían el cuerpo con finísimos chorros de agua perfumada. Cuando saliera de la ducha se envolvería en una sábana de baño tamaño imperial. Y también habría un bar, quizá de esos que suelen instalarse al extremo de una piscina, y un camarero con chaquetilla blanca le ofrecería una bebida en un vaso alto y frío, quizá con una flor de hibisco flotando. Satisfechas sus necesidades físicas más perentorias, siguió con la ciencia ficción e imaginó a dos hijos responsables y obedientes y una esposa sumisa que, en el momento en que él abriera la puerta, le diría que el caso estaba resuelto y que a la mañana siguiente podrían irse todos de vacaciones.
Brunetti comprobó que, como de costumbre, la realidad poco tenía que ver con la fantasía. Su familia se había retirado a la terraza, donde había empezado a refrescar. Chiara, que estaba leyendo, levantó la cara para recibir su beso, dijo: «
Ciao, papà
» y volvió a zambullirse en el libro. Raffi apartó el número de agosto de
Gente Uomo
, repitió el saludo de Chiara y siguió leyendo el artículo que hablaba de lo imprescindible que era el lino. Paola, al ver el estado en que llegaba su marido, se levantó, lo abrazó y lo besó en los labios.
—Guido, mientras te duchas te prepararé algo de beber.
Hacia la izquierda empezó a repicar una campana. Raffi pasó una hoja y Brunetti se aflojó el nudo de la corbata.
—Ponle dentro un hibisco —dijo yendo a ducharse.
Veinte minutos después, sentado en la terraza, con un holgado pantalón de algodón, camisa de hilo y los pies descalzos apoyados en la barandilla, le contaba a Paola los sucesos del día. Los chicos habían desaparecido; seguramente, a cumplir, obedientes, alguna tarea asignada por la madre.
—¿Santomauro? —dijo Paola—. ¿Giancarlo Santomauro?
—El mismo.
—Qué fuerte —dijo ella con auténtico placer en la voz—. Ojalá no hubiera tenido que prometer no comentar con nadie lo que me cuentas. Es increíble. —Y repitió el nombre.
—Tú no dices nada de esto a nadie, ¿verdad, Paola? —preguntó él, sabiendo que hacía mal en preguntar.