Ella fue a responderle con una destemplada negativa, pero luego se inclinó y le puso una mano en la rodilla.
—No, Guido. Nunca he dicho ni diré nada.
—Siento habértelo preguntado —dijo él bajando la mirada, y tomó un sorbo de su Campari con soda.
—¿Conoces a su mujer? —preguntó ella, desviando la conversación.
—Me la presentaron en un concierto hace años, si mal no recuerdo. Pero no creo que la reconociera. ¿Cómo es?
Paola bebió un trago y dejó el vaso en la barandilla, algo que más de una vez había prohibido hacer a sus hijos.
—Verás —empezó, buscando las palabras más ácidas—. Si yo fuera el
signor
, no, el
avvocato
Santomauro y tuviera que elegir entre una esposa alta, huesuda, impecablemente vestida, con el peinado, y seguramente el genio de una Margaret Thatcher, y un muchacho joven, cualquiera que fuera su físico, peinado y carácter, no te quepa duda de que no me faltaría tiempo para abrir los brazos al chico.
—¿De qué la conoces? —pregunto Brunetti, haciendo caso omiso de la retórica, como de costumbre, para centrarse en lo esencial.
—Es cliente de Biba —dijo ella, refiriéndose a una amiga que tenía una joyería—. La he visto en la tienda alguna vez y también coincidí con los dos en casa de mis padres, en una de esas cenas a las que tú no vas.
Brunetti pensó que esta observación era la réplica a la pregunta con que él parecía poner en duda su discreción, y la dejó pasar sin hacer comentarios.
—¿Qué impresión dan los dos juntos?
—Ella es la que habla, mientras él te mira muy tieso, como si no hubiera en diez kilómetros a la redonda algo o alguien que pudiera merecer su aprobación. Siempre me han parecido dos santurrones hipócritas y engreídos. No tuve más que oírla hablar durante cinco minutos para darme cuenta. Parece un personaje menor de una novela de Dickens, una de esas arpías beatas. Como la única que hablaba era ella, a él lo juzgué por instinto, pero me alegra saber que no me equivocaba.
—Paola —advirtió él—. No tengo motivos para pensar que él estuviera en casa de Crespo más que en su calidad de abogado.
—¿Y para eso tenía que quitarse los zapatos? —dijo ella con un bufido de incredulidad—. Guido, haz el favor, vuelve a este siglo. El
avvocato
Santomauro estaba allí por un motivo que nada tiene que ver con su profesión, a no ser que haya ideado para el
signor
Crespo una forma de pago muy original por sus servicios.
Paola, según había podido comprobar Guido durante más de dos décadas, era propensa a «pasarse». Al cabo de tanto tiempo, él aún no sabía si considerarlo un vicio o una virtud, pero indiscutiblemente era parte irrenunciable de su carácter. Hasta se le ponía una mirada especial, de audacia, cuando iba a «pasarse», y ahora tenía esa mirada. Él no sabía cómo, pero podía estar seguro de que se pasaría.
—¿Crees que habrá agenciado el mismo sistema de pago para el patriarca?
Durante aquellas décadas, él también había comprobado que la única forma de contrarrestar esta inclinación de su esposa era la de hacer caso omiso.
—Como te decía —prosiguió él—, el que estuviera en el apartamento no demuestra nada.
—Ojalá tengas razón, o tendría que pensar mal cada vez que lo viera salir del Palacio Patriarcal o de la Basílica.
Él se limitó a lanzarle otra mirada.
—De acuerdo, Guido, había ido al apartamento para un asunto profesional, un asunto jurídico. —Dejó transcurrir unos momentos y agregó, en un tono de voz totalmente distinto, para darle a entender que ahora iba a comportarse y hablaba en serio—: Pero dices que Crespo reconoció al hombre del retrato.
—En principio, yo diría que sí, pero cuando me miró, ya había tenido tiempo para disimular la sorpresa, y su expresión era normal.
—Entonces, el hombre del retrato podría ser cualquiera. Tanto un chapero como un cliente. ¿No se te ha ocurrido pensar, Guido, que pudiera ser un cliente al que le gustaba vestirse de mujer para, en fin, para salir con esos hombres?
Brunetti sabía que, en el supermercado del sexo que era la sociedad moderna, aquel hombre, por su edad, tenía que ser comprador más que vendedor.
—Eso quiere decir que tendríamos que tratar de identificar no a un chapero sino a un cliente.
Paola removió el líquido de su vaso y lo apuró.
—Ésa sería una lista más larga. Y, por lo que acabas de decirme acerca del
avvocato del Patriarcato
, una lista mucho más interesante.
—¿Es otra de tus teorías, Paola, la de que la ciudad está llena de hombres felizmente casados que están ansiosos de liarse con un travesti?
—Por el amor de Dios, Guido, ¿de qué habláis los hombres cuando os reunís? ¿De fútbol? ¿De política? ¿Es que nunca chismorreáis?
—¿Sobre qué? ¿Los chicos de
via
Cappuccina?
Dejó el vaso con más energía de la necesaria y se rascó el tobillo, donde acababa de picarle uno de los primeros mosquitos de la noche.
—Es porque no tienes amigos gays —dijo ella con ecuanimidad.
—Tenemos muchos amigos gays —replicó él, consciente de que sólo en una discusión con Paola podía sentirse impulsado a hacer esta afirmación para atribuirse una virtud.
—Claro que los tenemos, pero tú no hablas con ellos, Guido, no hablas con ellos.
—¿Y qué quieres que haga, intercambiar recetas de cocina o divulgar mis secretos de belleza?
Ella fue a responder, pero desistió, lo miró largamente y luego dijo con voz neutra:
—No sé si esa observación es más ofensiva que estúpida o viceversa.
Él se rascó el tobillo, reflexionó y dijo:
—Yo diría que más estúpida, pero también bastante ofensiva. —Ella lo miró con suspicacia—. Lo siento —agregó él, y Paola sonrió—. De acuerdo, dime todo lo que debería saber sobre esto —y volvió a rascarse.
—Lo que trato de decir es que algunos de los gays que conozco dicen que muchos hombres de aquí, casados, padres de familia, médicos, abogados y también sacerdotes, desean tener relaciones sexuales con ellos. Supongo que en esa afirmación hay un mucho de exageración y no poca vanidad, pero también una parte de verdad. —Cuando él creía que Paola ya había terminado de hablar, ella añadió—: Siendo policía, probablemente habrás oído hablar de eso, pero imagino que la mayoría de los hombres no querrían admitirlo.
No parecía incluirle a él en este grupo, pero no podía estar seguro.
—¿Cuál es tu fuente de información en la materia? —preguntó.
—Ettore y Basilio —dijo ella, nombrando a dos colegas de la universidad—. Y lo mismo dicen algunos amigos de Raffi.
—¿Qué?
—Dos amigos de Raffi del
liceo
. No pongas esa cara, Guido. Tienen diecisiete años.
—¿Tienen diecisiete años y qué más?
—Son gays, Guido. Gays.
—¿Son muy amigos? —preguntó sin poder contenerse.
Paola se levantó bruscamente.
—Voy a poner el agua para la pasta. Me parece que es preferible esperar hasta después de la cena para continuar la conversación. Eso te dará tiempo para recapacitar sobre algunas cosas que has dicho y algunas ideas preconcebidas que pareces tener.
Recogió su propio vaso, le quitó el otro de la mano a él y entró en la casa, dejándolo solo para que recapacitara sobre sus ideas preconcebidas.
La cena fue más apacible de lo que Guido esperaba, vista la brusquedad con que Paola había ido a prepararla. Había hecho una salsa de atún fresco, tomates y pimientos, que estaba seguro de no haber probado nunca en casa, para acompañar los gruesos espaguetis Martelli, que eran los que él prefería. Después tomaron ensalada, un trozo de
pecorino
que los padres de la amiga de Raffi habían traído de Cerdeña y melocotones frescos. Respondiendo a sus más halagüeñas fantasías, sus hijos se brindaron a fregar los cacharros, sin duda, preparando el asalto a la cartera paterna antes de marchar a la montaña de vacaciones.
Él se retiró a la terraza, con un vasito de vodka helado en la mano, y volvió a sentarse. Encima y alrededor de él, murciélagos surcaban el cielo nocturno con su vuelo irregular. A Brunetti le gustaban los murciélagos; se comen los mosquitos. Al cabo de unos minutos, Paola se reunió con él. Él le ofreció el vaso y ella bebió un sorbo.
—¿Es de la botella del congelador? —preguntó.
Él asintió.
—¿Cómo la conseguiste?
—Supongo que podrías considerarla un soborno.
—¿De quién?
—Donzelli. Me pidió que combinara el calendario de las vacaciones para que él pudiera ir a Rusia, o a la antigua, de vacaciones. Y al regresar me trajo la botella.
—Todavía es Rusia.
—¿Sí?
—Antigua Unión Soviética, pero lo de Rusia no ha cambiado.
—Ah, gracias.
Ella asintió.
—¿Crees que comen algo más? —preguntó él.
—¿Quiénes? —preguntó Paola, desconcertada por una vez.
—Los murciélagos.
—No lo sé. Pregúntaselo a Chiara. Generalmente, ella sabe estas cosas.
—He pensado en lo que te he dicho antes de la cena —dijo él, y tomó un sorbo de su vaso. Esperaba una respuesta áspera pero ella se limitó a decir:
—¿Sí?
—Creo que podrías tener razón.
—¿En qué?
—En que quizá fuera un cliente y no un chapero. Vi el cuerpo. No me pareció un cuerpo que alguien pudiera pagar por utilizar.
—¿Cómo era?
Él dio otro sorbo.
—Te sonará extraño, pero al verlo pensé que se parecía mucho a mí. La misma estatura, la misma complexión, probablemente la misma edad. Fue algo extraño, Paola, verlo allí tendido, muerto.
—Sí, debió de serlo —dijo ella, sin más comentario.
—¿Esos chicos son muy amigos de Raffi?
—Uno, sí. Le ayuda con los deberes de gramática.
—Bien.
—¿Bien qué, que le ayude con los deberes?
—No, bien que sea amigo de Raffi, o que Raffi sea amigo suyo.
Ella soltó una carcajada y sacudió la cabeza.
—Nunca llegaré a entenderte, Guido. Nunca. —Le puso una mano en la nuca e, inclinándose hacia adelante, le quitó el vaso de la mano. Dio otro sorbo y le devolvió el vaso—. ¿Crees que, cuando hayas terminado el vodka, podrás considerar la posibilidad de permitirme pagar para usar tu cuerpo?
Los dos días siguientes no trajeron novedades, sólo más calor. Cuatro de los hombres de la lista de Brunetti seguían sin aparecer por los domicilios indicados y los vecinos no sabían dónde estaban ni cuándo regresarían. Dos no sabían nada. Gallo y Scarpa no habían tenido mejor suerte, a pesar de que uno de los hombres de la lista de Scarpa dijo que el hombre del retrato le resultaba vagamente familiar, pero no estaba seguro de por qué ni dónde podía haberlo visto.
Mientras almorzaban en la
trattoria
próxima a la
questura
, los tres policías hablaban de lo que sabían y lo que ignoraban.
—La verdad es que ese hombre no tenía mucha habilidad para afeitarse las piernas —dijo Gallo, cuando el tema parecía agotado.
Brunetti trató de adivinar si el sargento hacía un comentario gratuito o llevaba alguna intención.
—¿Por qué lo dice? —preguntó Brunetti, buscando con la mirada al camarero, para pedir la cuenta.
—El cadáver tiene pequeños cortes en las piernas. Da la impresión de que ese hombre no estaba acostumbrado a afeitárselas.
—¿Lo está alguno de nosotros? —preguntó Brunetti, y aclaró—: Al decir «nosotros», me refiero a los hombres en general.
Scarpa sonrió al interior de su copa.
—Yo seguramente me rebanaría una rodilla. No me explico cómo lo hacen —dijo, moviendo la cabeza ante otro de los enigmas de las mujeres.
Los interrumpió el camarero, que traía la cuenta. El sargento Gallo la tomó adelantándose a Brunetti, sacó el billetero y dejó varios billetes encima. Antes de que Brunetti pudiera protestar, explicó:
—Nos han comunicado que es usted invitado de la ciudad.
Brunetti se preguntó qué pensaría Patta si se enterara de esto, como no fuera que era una gentileza inmerecida.
—Hemos agotado los nombres de la lista —dijo Brunetti—. Creo que ahora se impone preguntar a los demás.
—¿Habrá que detenerlos, comisario? —preguntó Gallo.
Brunetti movió la cabeza negativamente. No sería el mejor modo de inducirlos a colaborar.
—No; lo mejor será ir a hablar con ellos.
Entonces intervino Scarpa:
—De la mayoría no tenemos ni nombre ni dirección.
—Entonces tendré que ir a visitarlos a su lugar de trabajo.
Via
Cappuccina es una calle ancha y arbolada que arranca varias bocacalles a la derecha de la estación del ferrocarril de Mestre y llega hasta el centro comercial de la ciudad. Tiene tiendas, pequeños almacenes, oficinas y bloques de apartamentos: durante el día, es una calle normal de una pequeña ciudad italiana normal, y hay niños que juegan en sus pequeñas zonas ajardinadas. Con ellos están las madres, para advertirles del peligro de los coches, y también para protegerlos de ciertos elementos que gravitan hacia vía Cappuccina. A las doce y media, las tiendas cierran sus puertas, y la calle se adormece durante un par de horas. El tráfico mengua, los niños se van a casa a comer y descansar, lo mismo que los oficinistas y los empleados de las tiendas. Por la tarde hay menos niños en la calle, pero el tráfico y el bullicio vuelven a
via
Cappuccina cuando se reanuda el trabajo.
Entre las siete y media y las ocho de la tarde, en las tiendas, oficinas y almacenes, dueños y empleados bajan las puertas metálicas, echan el cerrojo y se van a cenar, dejando
via
Cappuccina a los que trabajan en sus aceras cuando ellos no están.
A última hora de la tarde sigue habiendo tráfico en
via
Cappuccina, pero ya nadie parece tener prisa. Los coches circulan despacio, a pesar de que no falta sitio donde aparcar, porque no es un hueco para dejar el coche lo que buscan los conductores. Italia es un país rico, y la mayoría de los coches tienen aire acondicionado, y si es tan lenta la circulación es porque, para ofrecer o pedir precio, hay que bajar el cristal, lo que alarga la transacción.
Algunos coches son nuevos y lujosos: BMW, Mercedes, algún que otro Ferrari, aunque en
via
Cappuccina éstos son la excepción. La mayoría son turismos familiares, sólidos y bien cuidados, el coche que los días laborables por la mañana lleva a los niños al colegio y, el domingo, a toda la familia a misa y a casa de los abuelos a comer. Sus conductores son, por lo general, hombres que se sienten más cómodos con chaqueta y corbata que con otro tipo de vestimenta, ciudadanos qué han prosperado gracias al auge económico del que disfruta Italia desde hace décadas.