Vestido para la muerte (10 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Últimamente y cada vez con mayor frecuencia, se da el caso de que el médico que ha asistido a un parto en una selecta clínica de Italia, de las utilizadas por personas que pueden permitirse pagar la asistencia sanitaria privada, tiene que comunicar a la nueva madre que, tanto ella como su recién nacido, son portadores del virus del sida. La mayoría de estas mujeres reaccionan con la consiguiente consternación y también con estupefacción, porque ellas siempre han respetado el juramento del matrimonio, y se creen víctimas de un trágico descuido en el tratamiento médico que han recibido. Pero quizá la explicación esté en
via
Cappuccina, en los tratos que se cierran entre los conductores de esos sobrios turismos familiares y los hombres y mujeres que pueblan las aceras.

Brunetti torció por vía Cappuccina a las once y media de la noche. Venía andando de la estación, adonde había llegado minutos antes. Aquella noche cenó en casa, durmió una hora y se vistió de modo que no pareciera un policía. Scarpa había mandado hacer copias a tamaño reducido del dibujo y las fotos del muerto, y Brunetti llevaba varias de ellas en el bolsillo interior de su chaqueta de hilo azul.

Detrás de él, hacia la derecha, se oía el lejano zumbido del tráfico que discurría por la
tangenziale
de la
autostrada
. Era tal el bochorno, estaba tan cargada la atmósfera que Brunetti tenía la impresión de que los gases de todos los tubos de escape se concentraban allí abajo. Cruzó una calle, otra y luego otra, y empezó a ver los coches que circulaban lentamente, con los cristales subidos y a los conductores que se mantenían con la cara vuelta hacia la acera, inspeccionando el otro tráfico.

Brunetti observó que él no era el único peatón, pero sí uno de los pocos que llevaban corbata y parecía ser el único que no estaba parado.


Ciao
, bello
.


Cosa vuoi, amore
?


Ti faccio tutto che vuoi, caro
.

Las ofertas partían de casi cada figura junto a la que pasaba, eran ofertas de placer, de dicha, de éxtasis. Las voces sugerían delicias inefables, prometían la realización de cualquier fantasía. Se paró debajo de una farola e inmediatamente se acercó a él una rubia alta, con minifalda blanca y poco más.

—Cincuenta mil —dijo. Sonreía enseñando los dientes, como si creyera que ello podía servir de incentivo.

—Busco a un hombre —dijo Brunetti.

La mujer dio media vuelta sin decir palabra y se acercó al bordillo. Se inclinó hacia un Audi y gritó el mismo precio. El coche siguió su marcha. Brunetti se quedó donde estaba, y ella se acercó de nuevo.

—Cuarenta —dijo.

—Busco a un hombre.

—Los hombres cuestan más, y no te harán nada que no pueda hacer yo, bello. —Volvió a enseñarle los dientes.

—Quiero que miren un retrato —dijo Brunetti.


Gesu Bambino
—murmuró ella por lo bajo—, uno de ésos. —En voz más alta—: Eso te costará un extra. Con ellos. Conmigo está todo incluido en el precio.

—Quiero que miren el retrato de un hombre y me digan si lo reconocen.

—¿Policía? —preguntó ella.

Él asintió.

—Debí figurármelo. Los chicos están más arriba, al otro lado de
piazzale
Leonardo da Vinci.

—Gracias —dijo Brunetti y se fue calle arriba. Al llegar a la primera bocacalle, se volvió y vio a la rubia subir a un Volvo azul oscuro.

Minutos después, el comisario llegaba a la plaza. Cruzó sin dificultades por entre los lentos coches hacia un grupo de figuras que se apoyaban en un muro bajo del otro lado.

Al acercarse oyó voces, voces de tenor que hacían las mismas ofertas y prometían los mismos placeres. La de felicidad que podía conseguirse aquí.

Se acercó al grupo y vio prácticamente lo mismo que antes: bocas agrandadas por el lápiz rojo, abiertas en sonrisas que pretendían ser invitadoras; nubes de pelo teñido y pantorrillas, muslos y pechos que parecían tan auténticos como los que había visto hasta entonces.

Dos de las figuras acudieron, como mariposas a la llama de su billetero.

—Lo que tú quieras, ricura. Nada de gomas. Al natural…

—Tengo el coche en la esquina, caro. Di qué quieres y te lo hago.

Del grupo de figuras apoyadas en el murete que cerraba un lado de la plaza, una voz dijo al último que había hablado:

—Pregúntale si os quiere a las dos, Paolina. —Y, directamente a Brunetti—: Las dos juntas son fabulosas,
amore
; te harán un sándwich que nunca olvidarás.

Esto provocó una carcajada general, una carcajada ronca, nada femenina.

Brunetti se dirigió al llamado Paolina:

—Me gustaría que mirase el retrato de un hombre y me dijera si lo reconoce.

Paolina volvió al grupo y dijo:

—Es de la pasma, niñas. Y quiere que mire fotos.

Se alzó un coro de gritos:

—Dile que es mejor lo auténtico que las fotos guarras, Paolina.

—Los polis no distinguen la diferencia.

—¿Un poli? Cóbrale el doble.

Brunetti esperó a que agotaran el repertorio de comentarios y preguntó:

—¿Querrá mirar el retrato?

—¿Qué gano con ello? —preguntó Paolina, y su compañero se rió de su descaro.

—Es un retrato del hombre que encontramos el lunes en el descampado. —Antes de que Paolina pudiera fingir ignorancia, Brunetti añadió—: Estoy seguro de que todos ustedes saben lo que le ocurrió. Para encontrar al que lo mató, tenemos que identificarlo. Creo que comprenderán la importancia que tiene eso.

Brunetti observó que Paolina y su acompañante vestían de modo casi idéntico: top tubular muy ceñido y minifalda que dejaba al descubierto piernas suaves y bien musculadas. Los dos calzaban zapatos puntiagudos de tacón alto que no les permitirían huir de un posible atacante.

El amigo de Paolina, que lucía una peluca amarillo jacinto hasta los hombros, dijo:

—De acuerdo, a ver esa foto.

Y extendió la mano. Los zapatos les disfrazaban los pies, pero nada podía disimular la envergadura de la mano.

Brunetti sacó el dibujo del bolsillo y se lo enseñó.

—Gracias,
signore
—dijo Brunetti.

El hombre lo miró desconcertado, como si le hablara en chino. Los dos hombres se inclinaron sobre el papel, hablando en lo que a Brunetti le sonó a dialecto sardo.

El de la peluca amarilla devolvió el dibujo a Brunetti.

—No lo conozco. ¿Es el único retrato que tiene?

—Sí —respondió Brunetti—. ¿Harían el favor de preguntar a sus amigos si lo reconocen?

Señaló con la barbilla al grupo que se mantenía pegado a la pared, gritando alguna que otra frase a los coches que pasaban, pero sin apartar la mirada de Brunetti y los otros dos.

—Claro, ¿por qué no? —dijo el amigo de Paolina, y se fue hacia el grupo. Paolina se fue tras él, quizá porque le ponía nervioso quedarse a solas con un policía.

Fueron hacia el grupo, que ahora se separó de la pared para ir a su encuentro. El que llevaba el retrato tropezó y tuvo que agarrarse al hombro de Paolina para no caer. Soltó un taco de lo más vulgar. El llamativo grupo de hombres se apiñó en torno a ellos, y Brunetti los observó mientras se pasaban el retrato. Un chico alto y delgado, con peluca roja, dio el dibujo a su vecino pero enseguida se lo quitó para volver a mirarlo. Atrajo hacia sí a otro, señaló el dibujo y le dijo algo en voz baja. El otro movió la cabeza negativamente y el pelirrojo volvió a golpear el dibujo con el dedo. El otro siguió sin mostrarse de acuerdo y el pelirrojo lo despidió agitando una mano con impaciencia. El dibujo siguió circulando y el amigo de Paolina se acercó a Brunetti con el pelirrojo.


Buona sera
—dijo Brunetti cuando el pelirrojo se paró delante de él. Extendió la mano y dijo—: Guido Brunetti.

Los dos hombres se quedaron quietos, como si sus altos tacones estuvieran clavados en el suelo. El amigo de Paolina se miró la falda y nerviosamente se frotó la parte delantera con la palma de la mano. El pelirrojo se llevó la mano a la boca un momento y luego la tendió a Brunetti.

—Roberto Canale —dijo—. Encantado de conocerle. —Su apretón era enérgico y cálido.

Brunetti tendió la mano al otro, que miró nerviosamente hacia el grupo y, al no oír nada, se la estrechó.

—Paolo Mazza.

Brunetti miró al pelirrojo.

—¿Ha reconocido al hombre de la foto,
signor
Canale?

El de la peluca roja se quedó mirando hacia un lado hasta que Mazza dijo:

—Es a ti, Roberta, ¿ya no te acuerdas de tu apellido?

—Pues claro que me acuerdo —dijo el otro mirando a Mazza, furioso. Y a Brunetti—: Sí, he reconocido al hombre, pero no sabría decirle quién es. Ni siquiera de qué lo conozco. Se parece a alguien conocido. —Al darse cuenta de lo confusas que eran sus palabras, Canale explicó—: ¿Sabe? Es como cuando vas por la calle y ves al dependiente de la charcutería sin el delantal; lo conoces, pero no recuerdas de qué. Su cara te resulta familiar, pero fuera de la tienda no lo identificas. Pues lo mismo me pasa con el hombre del dibujo. Sé que lo conozco, que lo he visto, pero no lo sitúo.

—¿No podría situarlo aquí? —preguntó Brunetti. Canale lo miró inexpresivamente, y el comisario puntualizó—: Quiero decir aquí, en
via
Cappuccina. ¿Podría imaginarlo aquí?

—No, no. De ninguna manera. Eso es lo curioso. Donde lo haya visto no tiene nada que ver con todo esto. —Agitaba las manos como si buscara la respuesta en el aire—. Sería como ver aquí a uno de mis profesores. O al médico. No pega con esto. Es una impresión, pero es muy fuerte. —Entonces, como buscando comprensión, preguntó—: ¿Entiende lo que le quiero decir?

—Perfectamente. Un día, un hombre me paró en una calle de Roma, para saludarme. Yo lo conocía pero no sabía de qué. —Brunetti sonrió, arriesgándose—. Lo había arrestado dos años antes. Pero en Nápoles.

Brunetti vio que, afortunadamente, los dos hombres se reían. Canale dijo:

—¿Puedo quedarme con el dibujo? Quizá, mirándolo de vez en cuando, me venga a la cabeza de repente.

—Desde luego. Le agradezco mucho su interés.

Ahora fue Mazza el que se aventuró a preguntar:

—¿Estaba muy horrible? Quiero decir, cuando lo encontraron. —Se oprimía las manos delante del pecho.

Brunetti asintió.

—¿Es que no les basta con jodernos? —se lamentó Canale—. ¿Por qué quieren matarnos?

Aunque la pregunta estaba dirigida a unos poderes que estaban muy por encima de aquellos para los que trabajaba Brunetti, éste respondió:

—No tengo ni la más remota idea.

11

Al día siguiente, viernes, Brunetti decidió ir la
questura
de Venecia, a repasar el correo acumulado. Además, según confesó a Paola aquella mañana mientras tomaban el café, quería enterarse de si había novedades en
il caso Patta
.

—Nada en
Gente
ni en
Oggi
—le informó ella, nombrando las revistas de chismorreo más populares, y agregó—: Aunque no estoy segura de que alguna de las dos considere a la
signora
Patta digna de su atención.

—Procura que ella no te oiga —dijo Brunetti riendo.

—Si tengo suerte, la
signora
Patta nunca me oirá decir nada. —Más suavemente, preguntó—: ¿Qué crees que hará Patta?

Brunetti apuró el café y dejó la taza antes de contestar:

—Me parece que no puede hacer mucho, aparte de esperar a que Burrasca se canse de ella o ella de Burrasca y vuelva a casa.

—¿Cómo es ese Burrasca? —Paola no perdió el tiempo preguntando si la policía tenía un dossier sobre Burrasca. En Italia, tan pronto como una persona hacía dinero en cantidad, alguien tenía un dossier sobre ella.

—Por lo que he oído, es un cerdo. Se mueve en esos círculos de Milán en los que priman la cocaína, los coches de muchos caballos y las chicas de poco seso.

—Pues ahora tiene por lo menos la mitad de una de esas cosas —dijo Paola.

—¿A qué te refieres?

—La
signora
Patta. Ya no es una chica, pero tiene poco seso.

—¿Tan bien la conoces? —Brunetti nunca estaba seguro de qué ni a quién conocía Paola.

—No. Es una simple deducción del hecho de que se casara con Patta. Debe de ser muy difícil aguantar a un pollino tan fatuo.

—Tú me aguantas a mí —repuso Brunetti con una sonrisa, buscando un cumplido.

Ella lo miró, impávida.

—Tú no eres fatuo, Guido. Puedes ser difícil y, a veces, hasta insoportable, pero fatuo, no.

No se dispensaban cumplidos.

Él se levantó, pensando que quizá ya fuera hora de ir a la
questura
.

Cuando llegó a su despacho revisó los papeles que le esperaban encima de la mesa. Se decepcionó al no encontrar nada relacionado con el muerto de Mestre. Lo interrumpió un golpe en la puerta.


Avanti
—gritó, pensando que tal vez fuera Vianello que le traía algo de Mestre.

En lugar del sargento, entró una joven de cabello oscuro con un fajo de carpetas. Sonrió desde la puerta y se acercó al escritorio, hojeando los documentos.

—¿El comisario Brunetti? —preguntó.

—Sí.

Ella sacó unos papeles de una de las carpetas y los puso encima de la mesa.

—Abajo me han dicho que esto le interesaría,
dottore
.

—Muchas gracias,
signorina
—dijo él, acercándose los papeles.

Ella no se movía; seguramente, por timidez no se atrevía a presentarse y esperaba a que él le preguntara quién era. Brunetti levantó la mirada y vio unos grandes ojos castaños en una cara redonda y atractiva y una explosión rojo vivo en los labios.

—¿Y usted es…? —preguntó él con una sonrisa.

—Elettra Zorzi, comisario. Desde la semana pasada, secretaria del
vicequestore
Patta.

Así que para ella eran los muebles que había visto en el antedespacho de Patta. Hacía varios meses que éste refunfuñaba que no daba abasto a tanto papeleo. Y, con perseverancia de cerdo buscador de trufas, había hozado en el presupuesto hasta encontrar fondos para una secretaria.

—Encantado de conocerla,
signorina
Zorzi.

El nombre le era familiar.

—Tengo entendido que también voy a trabajar para usted, comisario —dijo ella sonriendo.

Conociendo a Patta, no había que hacerse ilusiones. No obstante, dijo:

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