Vestido para la muerte (7 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

—¿Qué procedimiento desea seguir, comisario?

—Creo que deberíamos dividir la lista en tres partes, para que usted, Scarpa y yo podamos ir enseñándola y preguntando por ahí.

—No son gente muy dada a hablar con la policía, comisario.

—Entonces propongo que llevemos también una de las fotos de cómo estaba cuando lo encontraron. Creo que si convencemos a esos hombres de que a ellos puede ocurrirles algo parecido se animarán a hablar.

—Diré a Scarpa que suba —dijo Gallo alargando la mano hacia el teléfono.

7

Aunque no era más que media mañana —probablemente, media noche para los hombres de la lista—, decidieron hablar con ellos sin demora. Brunetti pidió a los otros dos, que conocían Mestre mejor que él, que dividieran la lista por zonas, a fin de trazar rutas que no les obligaran a ir una y otra vez de un extremo al otro de la ciudad.

Cuando tuvo su parte de la lista, Brunetti bajó a reunirse con su conductor. No estaba seguro de que fuera conveniente presentarse a interrogar a aquellos hombres en un coche patrulla azul y blanco, con un policía uniformado al volante, pero en cuanto pisó la calle comprendió que la supervivencia estaba antes que la conveniencia.

El calor lo envolvió y sintió en los ojos el alfilerazo del aire caliente. No circulaba ni un soplo de brisa; la luz del día se extendía sobre la ciudad como una manta sucia. Los coches cruzaban por delante de la
questura
haciendo sonar el claxon con un balido de vana protesta contra el semáforo inoportuno o el peatón imprudente y levantando nubes de polvo en las que giraban paquetes de cigarrillos. Brunetti, al ver, oír y respirar aquello, se sintió como si alguien se le hubiera acercado por detrás y le aprisionara el pecho con los brazos. ¿Cómo podían los seres humanos vivir así?

Se refugió en la fresca cápsula del coche de la policía y salió de ella un cuarto de hora después, delante de un edificio de apartamentos de ocho plantas situado en el extremo oeste de la ciudad. Al levantar la mirada, vio ropa puesta a secar en unos alambres tendidos entre este edificio y el de enfrente. Aquí soplaba una ligera brisa y las hileras multicolores de sábanas, toallas y ropa interior se ondulaban perezosamente. Por un momento, se sintió menos agobiado.

El
portiere
, en su garita, clasificaba los sobres que el cartero acababa de dejarle para los vecinos del inmueble. Era un anciano de barbita rala y gafas de leer con montura de plata colocadas en la punta de la nariz, por encima de las cuales miró a Brunetti al darle los buenos días. La humedad intensificaba el olor agrio de la portería, y el ventilador que estaba en el suelo no hacía sino esparcir el olor a través de las piernas del anciano.

Brunetti correspondió al saludo y preguntó al hombre dónde podía encontrar a Giovanni Feltrinelli.

Al oír el nombre, el
portiere
empujó la silla hacia atrás y se levantó:

—Cuántas veces tendré que decirle que no me los traiga a ustedes a esta casa. Eso pueden hacerlo en el coche, o en el campo, como los otros animales, pero aquí nada de guarradas, o llamaré a la policía. —Mientras hablaba, extendía la mano derecha hacia el teléfono de pared que tenía a su espalda y sus ojos llameantes recorrían a Brunetti de arriba abajo con una repugnancia que no intentaba disimular.

—Yo soy la policía —dijo Brunetti suavemente, sacando el carnet de la cartera y tendiéndolo al viejo.

El hombre lo tomó bruscamente, como dando a entender que también él sabía dónde falsificaban estos documentos, y se subió las gafas para leerlo.

—Parece auténtico —admitió al fin, devolviéndolo a Brunetti. Sacó un sucio pañuelo del bolsillo, se quitó las gafas y se puso a frotar los cristales cuidadosamente, primero uno y después el otro, como si hubiera pasado la vida dedicado a esta operación. Se los puso, ajustando bien cada patilla a la oreja, guardó el pañuelo y preguntó a Brunetti, con voz distinta—: ¿Qué es lo que ha hecho ahora?

—Nada. Necesitamos interrogarle acerca de otra persona.

—¿Alguno de sus amigotes maricones? —preguntó el hombre, volviendo a su tono agresivo.

Brunetti hizo como si no le hubiera oído.

—Deseamos hablar con el
signor
Feltrinelli. Quizá pueda darnos cierta información.

—¿
Signor
Feltrinelli?
Signor
? —preguntó el viejo convirtiendo el tratamiento en insulto—. ¿Se refiere a Nino el Guapo, Nino el Mamaditas?

Brunetti respiró con fatiga. ¿Por qué la gente no se esforzaba por ser un poco más discriminatoria al elegir al objeto de su odio, un poco más selectiva? Quizá, incluso, un poco más inteligente. ¿Por qué no odiar a los democratacristianos? ¿O a los socialistas? ¿O a los que odiaban a los homosexuales?

—¿Podría darme el número del apartamento del
signor
Feltrinelli?

El viejo volvió a sentarse y reanudó la clasificación del correo.

—Quinta planta. El nombre está en la puerta.

Brunetti dio media vuelta y se alejó sin más. Le pareció oír murmurar al viejo: «
Signor
!», pero quizá era sólo un gruñido de mal humor. Al otro lado del vestíbulo de mármol, pulsó el botón del ascensor y esperó. Pasaron varios minutos, y el ascensor no acudía, pero Brunetti se abstuvo de volver a la garita a preguntar al
portiere
si funcionaba, y subió andando hasta la quinta planta. Cuando llegó arriba, tuvo que aflojarse el nudo de la corbata y despegar el pantalón de los muslos húmedos. Sacó el pañuelo y se enjugó la cara.

Como había dicho el viejo, el nombre estaba en la puerta: «Giovanni Feltrinelli-
Architetto

Miró el reloj: las 11:35. Pulsó el timbre. Al momento, oyó unos pasos rápidos acercarse a la puerta. La abrió un joven que tenía un ligero parecido con la foto de la policía que Brunetti había estudiado la noche antes: pelo rubio y corto, mentón delicado y femenino y ojos grandes y oscuros.

—¿Sí? —dijo mirando a Brunetti con una amistosa sonrisa de interrogación.

—¿El
signor
Giovanni Feltrinelli? —preguntó Brunetti enseñando el carnet.

El joven casi no miró la cartulina, pero pareció reconocerla inmediatamente, y el reconocimiento le borró la sonrisa.

—Sí. ¿Qué desea? —Su voz era ahora tan fría como la expresión de su cara.

—Me gustaría hablar con usted,
signor
Feltrinelli. ¿Puedo pasar?

—¿Por qué se molesta en preguntar? —dijo Feltrinelli con resignación, dando un paso atrás y abriendo la puerta del todo.


Permesso
—dijo Brunetti entrando en el apartamento.

Quizá la placa de la puerta no mentía; el interior estaba decorado con gusto y armonía. Paredes blancas, parqué de espiga, varios
kilims
de colores que el paso del tiempo había desvaído y dos tapices, que Brunetti pensó que podían ser persas. El sofá, bajo y largo, arrimado a la pared frontal, estaba tapizado de lo que parecía raso beige. Delante, había una larga mesa de vidrio, con una fuente de cerámica en un extremo. Una de las paredes estaba cubierta por una librería y otra, por láminas de proyectos arquitectónicos enmarcadas y fotografías de edificios terminados, todos ellos, bajos, espaciosos y rodeados de terreno árido. En el rincón del fondo había una mesa de dibujo, con el tablero inclinado hacia la habitación, cubierto de grandes hojas de papel vegetal. En un cenicero, colocado en precaria estabilidad sobre la inclinada superficie, ardía un cigarrillo.

La disposición de la habitación conducía la mirada hacia la sencilla fuente de cerámica colocada en el centro. Brunetti comprendía que el efecto era intencionado, pero no veía cómo se había logrado.


Signor
Feltrinelli —empezó—, deseo rogarle que, si le es posible, nos ayude en una investigación.

Feltrinelli no dijo nada.

—Me gustaría que mirase el retrato de un hombre y me dijera si lo conoce o sabe quién es.

Feltrinelli se acercó a la mesa de dibujo, tomó el cigarrillo, le dio una ávida calada y lo aplastó en el cenicero con ademán nervioso.

—Yo no doy nombres —dijo.

—¿Cómo? —preguntó Brunetti, que le había entendido pero no quería demostrarlo.

—No doy los nombres de mis clientes. Puede usted enseñarme todos los retratos que quiera, pero no reconoceré a ninguno, ni sé sus nombres.

—No le pregunto por sus clientes,
signor
Feltrinelli —dijo Brunetti—. Ni me interesa quiénes sean. Sospechamos que usted podría saber algo de este hombre, y le agradeceré que mire este dibujo y nos diga si lo reconoce.

Feltrinelli se apartó de la mesa y fue a situarse al lado de una ventana pequeña de la pared de la izquierda, y Brunetti descubrió entonces por qué el mobiliario de la habitación estaba colocado de aquel modo: la finalidad era desviar la atención de la ventana y de la fea pared de ladrillo que se levantaba a dos metros de ella.

—¿Y si me niego? —preguntó Feltrinelli.

—¿Si se niega a reconocerle?

—No. Si me niego a mirar el retrato.

No había aire acondicionado ni ventilador, y la habitación olía a cigarrillo barato, un olor que Brunetti sentía que le impregnaba la ropa húmeda y el pelo.


Signor
Feltrinelli, le pido que cumpla con el deber cívico de ayudar a la policía en la investigación de un asesinato. Por el momento, sólo queremos identificar a este hombre. Mientras no lo consigamos, no podremos empezar la investigación.

—¿Es el que encontraron ayer en el descampado?

—Sí.

—¿Y piensan que pueda ser uno de nosotros?

No era necesario que Feltrinelli explicara quiénes eran «nosotros».

—Sí.

—¿Por qué?

—No es necesario que usted sepa eso.

—¿Pero piensan que es un travesti?

—Sí.

—¿Y chapero?

—Quizá —respondió Brunetti.

Feltrinelli se apartó de la ventana y cruzó la habitación hacia Brunetti.

—Déjeme ver el retrato —dijo extendiendo la mano.

Brunetti abrió la carpeta y sacó una fotocopia del dibujo. Observó que tenía la palma de la mano húmeda y teñida del azul intenso de la carpeta. Entregó el dibujo a Feltrinelli, que lo miró un momento con atención, luego, con la mano libre, cubrió el nacimiento del pelo, siguió mirando y, finalmente, devolvió la hoja a Brunetti al tiempo que movía la cabeza de derecha a izquierda.

—No; no lo he visto nunca.

Brunetti le creyó. Guardó el dibujo en la carpeta.

—¿Sabe de alguien que pudiera ayudarnos a averiguar quién era este hombre?

—Supongo que preguntarán a todos los que tenemos antecedentes— dijo Feltrinelli, en actitud menos beligerante.

—Sí. No tenemos forma de abordar a otras personas.

—Supongo que se refiere a aquellos de nosotros que aún no han sido arrestados —dijo Feltrinelli, y preguntó—: ¿Tiene otro ejemplar del dibujo?

Brunetti sacó el papel de la carpeta y se lo dio. Luego le entregó también una tarjeta.

—Puede llamar a la
questura
de Mestre. Pregunte por mí o por el sargento Gallo.

—¿Cómo lo mataron?

—Lo dice el periódico de la mañana.

—No leo periódicos.

—Lo mataron a golpes.

—¿En el descampado?

—Eso no puedo decírselo.

Feltrinelli se apartó, dejó el retrato encima de la mesa de dibujo y encendió otro cigarrillo.

—Está bien —dijo regresando junto a Brunetti—. Ya tengo el retrato. Lo enseñaré por ahí y, si descubro algo, les llamaré.

—¿Es usted arquitecto,
signor
Feltrinelli?

—Sí. Es decir, tengo la
laurea d'architettura
. Pero estoy sin trabajo.

Señalando con el mentón el papel vegetal del tablero, Brunetti preguntó:

—Pero está trabajando en un proyecto, ¿no?

—Sólo para distraerme, comisario. Me despidieron.

—Lo siento.

Feltrinelli hundió las manos en los bolsillos y alzó la cara hacia Brunetti. Con voz perfectamente serena, dijo:

—Estaba en Egipto, trabajando para el gobierno en unos proyectos de viviendas sociales. Un día, se ordenó que todos los extranjeros debían someterse anualmente a análisis de sangre, para saber si eran portadores del sida. El año pasado di seropositivo, y fui despedido y deportado.

Brunetti no dijo nada, y Feltrinelli prosiguió:

—Cuando llegué a Italia, busqué trabajo, pero, como usted debe de saber, aquí los arquitectos abundan tanto como las uvas en tiempo de vendimia. Así pues —se interrumpió, como buscando la manera de expresarlo—, decidí cambiar de profesión.

—¿Se refiere a la prostitución?

—En efecto.

—¿Y no le preocupa el riesgo?

—¿El riesgo? —preguntó Feltrinelli y casi repitió la sonrisa que había dedicado a Brunetti cuando le abrió la puerta. Brunetti no dijo nada—. ¿El riesgo de pillar el sida? —preguntó innecesariamente.

—Sí.

—Para mí ese riesgo ya no existe —dijo Feltrinelli dando la espalda a Brunetti. Volvió a la mesa de dibujo y tomó el cigarrillo—, Por favor, cierre la puerta al salir, comisario.

Y Feltrinelli se sentó e inclinó sobre el tablero.

8

Brunetti salió al sol y al ruido de la calle, y entró en un bar que estaba a la derecha del portal. Pidió un vaso de agua mineral y luego otro. Cuando casi había terminado el segundo vertió el resto del agua en el pañuelo y frotó inútilmente el tinte azul de la palma de la mano.

¿Era un acto criminal que un portador del sida practicara el sexo? ¿Sin tomar precauciones? Hacía tanto tiempo que la policía había dejado de tratar la prostitución como delito que a Brunetti le resultaba difícil considerarlo así. Pero sin duda, todo individuo seropositivo, que, consciente de su estado, practicara el acto sexual sin tomar precauciones cometía un delito, aunque era posible que en esto la ley fuera a remolque de la realidad y que tal proceder no se considerara ilegal. Al advertir la perversión moral a que podía dar lugar este vacío legal, el comisario pidió un tercer vaso de agua y buscó el siguiente nombre de la lista.

Francesco Crespo vivía a sólo cuatro bocacalles de Feltrinelli, pero era como si estuviera en otro planeta. Su apartamento se hallaba situado en un edificio esbelto, un alto prisma de vidrio que cuando fue construido, hacía diez años, debió de figurar en la vanguardia del diseño urbano. Pero Italia es un país en el que las ideas nuevas en diseño no suelen prevalecer más tiempo del que se tarda en plasmarlas en la realidad, y para entonces los amantes de la novedad ya las han abandonado para ir en busca de nuevas tendencias, al igual que las almas que, en las puertas del
Inferno
del Dante, están condenadas a dar vueltas y vueltas durante toda la eternidad, buscando una bandera que no pueden identificar ni nombrar.

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