El primer policía se volvió hacia él y bajó la cabeza un poco, lo justo para mirarlo por encima de las gafas.
—Esa mujer no se moverá de donde está. —Y dirigiéndose otra vez a Cola, repitió—: ¿Dirección?
—Castello, tres mil cuatrocientos cincuenta y tres.
—¿Cuánto hace que trabaja aquí? —preguntó el policía señalando con un movimiento de la cabeza el edificio que estaba detrás de Cola.
—Quince años.
—¿A qué hora ha llegado esta mañana?
—A las siete y media. Como todos los días.
—¿Qué hacía ahí fuera? —Su manera de preguntar y la forma en que el otro anotaba las respuestas daban a Cola la impresión de que sospechaban de él.
—He salido a fumar un cigarrillo.
—¿Mediados de agosto, y sale a fumar un cigarrillo al sol? —preguntó el primer policía, como si aquello le pareciera un desvarío. O una mentira.
—Era mi tiempo de descanso —dijo Cola con creciente irritación—. Siempre salgo al aire libre. Para alejarme del olor.
Al oír esta palabra, los policías lo percibieron y miraron hacia el edificio. El de la libreta no pudo por menos de contraer los orificios nasales tratando de cerrarlos a lo que llegaba hasta ellos.
—¿Dónde está la mujer?
—Al otro lado de la cerca. Está entre unos matorrales, por eso al principio no la he visto.
—¿Por qué se ha acercado?
—He visto un zapato.
—¿Cómo dice?
—He visto un zapato. En el suelo, y luego el otro. He pensado que a lo mejor mi mujer podía aprovecharlos. —Era mentira; había pensado en venderlos, pero no quería decirlo a la policía. Una mentirá sin importancia, inocente, pero era sólo la primera de muchas mentiras que la policía tendría que oír acerca del zapato y de la persona que lo había usado.
—¿Y después? —le azuzó el primer policía, al ver que Cola callaba.
—Después he vuelto aquí.
—No, quiero decir antes de eso —dijo el primer policía moviendo la cabeza con impaciencia—. Cuando ha visto el zapato. Cuando la ha visto a ella. ¿Qué ha hecho?
Cola se puso a hablar deprisa, con el deseo de acabar cuanto antes.
—He recogido del suelo un zapato, luego he visto el otro. Estaba entre la hierba. He tirado de él. Pensaba que estaba aprisionado. He vuelto a tirar y se ha desprendido. —Tragó saliva, dos veces—. Lo tenía ella puesto. Por eso no salía.
—¿Se ha quedado mucho rato?
Ahora fue Cola quien pensó que el otro desvariaba.
—No, no, no. He venido corriendo y se lo he dicho a Banditelli, y él les ha llamado.
El encargado asintió, corroborando las palabras de su subordinado.
—¿Ha estado dando vueltas por ese sitio? —preguntó a Cola el primer policía.
—¿Dando vueltas?
—¿Se ha quedado cerca de ella? ¿Ha fumado? ¿Ha tirado algo al suelo?
Cola movió la cabeza negativamente con vehemencia.
El segundo policía ojeó su libreta y el primero dijo:
—Le he hecho una pregunta.
—No. No he tirado nada. Cuando la he visto, he dejado caer el zapato y he vuelto al edificio.
—¿La ha tocado? —preguntó el primero.
Cola lo miró abriendo mucho los ojos, con asombro.
—Está muerta. Claro que no la he tocado.
—Le ha tocado el pie —dijo el segundo policía mirando sus anotaciones.
—No le he tocado el pie —insistió Cola, aunque ya no lo recordaba—. He tocado el zapato, y se lo he sacado del pie. —No pudo reprimir la pregunta—: ¿Por qué iba a querer tocarla?
Ninguno de los policías respondió. El primero hizo una seña con la cabeza al segundo, que cerró la libreta.
—Bien. Llévenos a donde está el cadáver.
Cola mantuvo los pies quietos, como si hubiera echado raíces y movió la cabeza de derecha a izquierda. El sol había secado la sangre del delantal y varias moscas zumbaban alrededor de él. Sin mirar a los policías, dijo:
—Está ahí detrás, al otro lado del agujero grande de la cerca.
—Quiero que usted nos lleve a donde está —dijo el primer policía.
—Ya les he dicho dónde está —respondió Cola secamente alzando la voz.
Los policías se miraron de un modo que daba a entender que la negativa de Cola podía ser significativa y valdría la pena recordarla. Pero, sin decir nada, dieron media vuelta, se alejaron de Cola y del encargado y desaparecieron por la esquina del edificio.
Era mediodía y el sol caía a plomo sobre las gorras de plato de los policías. Debajo, el sudor les empapaba el pelo y les resbalaba por la nuca. Cuando llegaron a la parte de atrás del edificio vieron el agujero de la cerca y fueron hacia él. A su espalda, sobre el fondo de los chillidos de muerte que escapaban de la nave, se oían voces humanas, y los agentes se volvieron. En la puerta trasera del matadero se apiñaban unos cinco o seis hombres, con unos delantales tan ensangrentados como el de Cola. Los policías ya estaban acostumbrados a esta curiosidad y siguieron andando hacia el agujero de la cerca. Por allí salieron, agachados, uno tras otro, y se encaminaron hacia el matorral.
Los agentes se pararon a pocos metros de las matas.
Pronto distinguieron la planta del pie que asomaba a ras del suelo. Delante estaban los zapatos.
Los dos hombres se acercaron al pie, andando despacio, mirando al suelo tanto para sortear los siniestros charcos negros como para no pisar cualquier huella. El primer policía se arrodilló al lado de los zapatos y apartó las matas. El cadáver estaba boca arriba, con la parte exterior de los tobillos descansando en el suelo. El policía extendió el brazo y dejó al descubierto una pantorrilla depilada. Se quitó las gafas de sol y, entornando los ojos, siguió con la mirada las piernas, largas y musculosas, pasando por unas rodillas huesudas hasta llegar a unas bragas de encaje rojo que dejaba al descubierto la falda que estaba subida, tapando la cara. El hombre se quedó inmóvil un momento.
—
Cazzo
—exclamó, soltando las matas.
—¿Qué ocurre? —preguntó su compañero.
—Es un hombre.
Normalmente, la noticia de que un travesti había aparecido en Marghera con la cara destrozada hubiera causado sensación, incluso entre el personal de la
questura
de Venecia, que estaba de vuelta de todo, en especial, si el hallazgo se producía durante el largo período festivo del
ferragosto
, en que la delincuencia solía disminuir o no pasaba de pequeños atracos y robos de pisos. Pero ese día hubiera hecho falta mucho más morbo para desplazar la espectacular noticia que había corrido como un reguero de pólvora por los pasillos de la
questura
: durante aquel fin de semana, María Lucrezia Patta, esposa del
vicequestore
Giuseppe Patta, había abandonado a su marido, tras veintisiete años de matrimonio, para instalarse en Milán —y, al llegar a este punto, cada narrador de la noticia hacía una pausa, para que el oyente pudiera prepararse para el bombazo—, en casa de Tito Burrasca, pionero y gran animador de la industria italiana del cine porno.
La noticia había llegado a la
questura
aquella mañana por boca de una de las secretarias del
Ufficio Stranieri
, que tenía un tío que vivía en un pequeño apartamento situado encima del piso de los Patta y que aseguraba haber pasado casualmente por delante de la puerta del matrimonio en el momento en que la bronca llegaba a su punto culminante. Decía el tío que Patta había pronunciado a gritos el nombre de Burrasca varias veces, amenazando con mandarlo arrestar si se atrevía a venir a Venecia; la
signora
Patta había respondido al fuego amenazando no sólo con irse a vivir con Burrasca sino con protagonizar su próxima película. El tío había vuelto sobre sus pasos y pasado la media hora siguiente tratando de abrir la puerta de su apartamento, mientras los Patta seguían intercambiando amenazas y recriminaciones. La refriega no había cesado hasta la llegada de una lancha taxi al extremo de la calle y la marcha de la
signora
Patta, seguida de sus seis maletas, que le había bajado el taxista, y de los denuestos de Patta, que la acústica de la escalera había hecho subir hasta los oídos del tío.
La noticia llegó a la
questura
a las ocho de la mañana del lunes y Patta la siguió a las once. A la una treinta, se recibió la llamada que informaba del hallazgo del travesti, pero entonces la mayoría del personal se había ido a almorzar, comida durante la cual los funcionarios se entregaron a las más jugosas conjeturas acerca de la futura carrera cinematográfica de la
signora
Patta. En una de las mesas se ofreció un premio de cien mil liras a la primera persona que se atreviera a preguntar a Patta por la salud de su señora esposa, ofrecimiento que revelaba la popularidad de que gozaba el
vicequestore
entre sus subordinados.
Guido Brunetti se enteró del asesinato del travesti por el mismo
vicequestore
Patta, que lo llamó a su despacho a las dos y media.
—Acabo de recibir una llamada de Mestre —dijo Patta, después de invitar a Brunetti a tomar asiento.
—¿De Mestre, señor? —preguntó Brunetti.
—Sí, esa ciudad que está al extremo del Ponte della Libertà —dijo Patta ásperamente—. Supongo que habrá oído hablar de ella.
Brunetti, recordando lo que le habían contado de Patta aquella mañana, decidió hacer caso omiso del sarcasmo.
—¿Y qué querían los de Mestre?
—Tienen un caso de asesinato y no disponen de nadie para investigarlo.
—¡Si tienen más personal que nosotros! —dijo Brunetti, que nunca estaba seguro de lo que Patta sabía acerca del funcionamiento de las fuerzas de policía en una y otra ciudad.
—Eso ya lo sé, Brunetti. Pero tienen a dos comisarios de vacaciones, otro se ha roto una pierna este fin de semana en un accidente de carretera. Queda uno, una mujer —Patta dio un resoplido de indignación ante la circunstancia—, que el sábado empieza su permiso de maternidad y no se reincorporará hasta últimos de febrero.
—¿Y los que están de vacaciones? ¿No pueden pedirles que vuelvan?
—Uno está en el Brasil y el otro, no se sabe dónde.
Brunetti fue a decir que un comisario tenía la obligación de estar siempre localizable, a dondequiera que fuera de vacaciones, pero al ver la expresión de Patta optó por preguntar:
—¿Qué le han dicho de ese asesinato?
—Es un chapero. Un travesti. Le machacaron la cabeza y lo dejaron en un campo de Marghera. —Antes de que Brunetti pudiera hacer alguna objeción, Patta dijo—: Sí, ya sé. El campo está en Marghera, pero el matadero que es el propietario del terreno está en el término de Mestre sólo por unos metros, de modo que el caso corresponde a Mestre.
Brunetti no tenía ningún deseo de perder el tiempo hablando de derechos de propiedad ni términos municipales, y sólo preguntó:
—¿Cómo saben que era un chapero?
—No sé cómo saben que era un chapero, Brunetti —respondió Patta levantando la voz un par de octavas—. Sólo le digo lo que me han comunicado. Un chapero vestido de mujer, con la cabeza abierta y la cara destrozada.
—¿Cuándo lo han encontrado?
Patta no tenía costumbre de tomar notas y no se había molestado en poner por escrito dato alguno. Los hechos no le interesaban, ¿qué podía importar un chapero más o menos?, pero le irritaba que sus hombres les hicieran el trabajo a los de Mestre. Eso significaba que, si el caso se resolvía, el éxito se lo anotaría Mestre. Pero, al recordar los últimos acontecimientos de su vida privada, se dijo que, en un caso de esta índole, no sería de lamentar que Mestre se llevara la gloria… y la publicidad.
—Su questore me llamó esta mañana para preguntarme si podíamos ocuparnos del caso. ¿Qué están haciendo ustedes tres?
—Mariani está de vacaciones y Rossi sigue con los papeles del caso Bortolozzi —respondió Brunetti.
—¿Y usted?
—Yo empiezo mis vacaciones este fin de semana,
vicequestore
.
—Las vacaciones pueden esperar —dijo Patta, descartando con la mayor naturalidad minucias tales como reservas de hotel y billetes de avión—. Además, tiene que ser un caso muy fácil. Busque al proxeneta y consiga una lista de los clientes. Ha de ser uno de ellos.
—¿Tienen proxenetas, señor?
—¿Las putas? Claro que los tienen.
—¿Los chaperos? ¿Los travestis? Eso, suponiendo que fuera un chapero.
—¿Cómo quiere que yo lo sepa, Brunetti? —preguntó Patta con suspicacia y en un tono más desabrido de lo habitual, con lo que hizo que Brunetti volviera a recordar la primera noticia de aquella mañana y cambiara de tema rápidamente.
—¿Cuándo se ha recibido el aviso? —preguntó.
—Hace un par de horas. ¿Por qué?
—Me pregunto si ya habrán levantado el cadáver.
—Con el calor que hace…
—Desde luego, el calor —convino Brunetti—. ¿Adonde lo habrán llevado?
—No tengo ni idea. A algún hospital. Probablemente a Umberto Primo, que me parece que es donde hacen las autopsias. ¿Por qué?
—Me gustaría echar un vistazo —dijo Brunetti—. Y también al lugar de los hechos.
Patta no era hombre que se interesara por los detalles.
—Ya que se trata de un caso de Mestre, utilice a sus conductores, no a los nuestros.
—¿Algo más,
vicequestore
?
—No. Estoy seguro de que será un caso fácil. Lo habrá solventado antes del fin de semana y podrá irse de vacaciones.
Era propio de Patta no preguntar adonde pensaba ir Brunetti ni qué reservas podía verse obligado a anular. Meros detalles.
Al salir del despacho de Patta, Brunetti observó que, mientras él estaba con el
vicequestore
, en el pequeño antedespacho habían aparecido varios muebles. A un lado había un gran escritorio de madera y, debajo de la ventana, una mesa pequeña. Sin hacer caso de las novedades bajó a la oficina general en la que trabajaban los agentes de uniforme. El sargento Vianello levantó la mirada de los papeles que tenía encima de la mesa y sonrió a Brunetti.
—Antes de que me pregunte, comisario, le diré que sí, es verdad. Tito Burrasca.
Al oír la confirmación, Brunetti se sintió tan asombrado como horas antes, cuando le dieron la primicia. En Italia, Burrasca era una especie de mito. Había empezado a hacer películas en los años sesenta, unas películas de crímenes y terror tan anacrónicas que, inopinadamente, se convirtieron en parodias del género. Burrasca, que no por hacer mal cine era tonto, comprendió que había encontrado un filón y correspondió a los plácemes del público con más extravagancias: vampiros con reloj de pulsera, como si los actores hubieran olvidado quitárselos, teléfonos que daban la noticia de la evasión de Drácula y actores con un registro de expresiones tan amplio como el de un semáforo. Al poco tiempo, Burrasca se había convertido en figura de culto, y llenaba los cines de un público ansioso de detectar gazapos.