Vestido para la muerte (3 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

En los años setenta, Burrasca dedicó su elenco a la realización de películas pornográficas, que no exigían una gran variedad de matices interpretativos ni grandes desembolsos en vestuario y, por lo que a trama argumental se refiere, ésta no podía tener secretos para una mente creativa: simplemente, bastaba con hacer pequeños retoques en las viejas películas de terror, convirtiendo a demonios, vampiros y hombres lobo en violadores y maníacos sexuales, y los cines seguían llenándose, aunque ahora eran cines más pequeños, y el público ya no se interesaba por el anacronismo.

En los años ochenta surgieron en Italia docenas de canales de televisión privados, a los que Burrasca obsequió con sus últimas creaciones, un poco suavizadas por deferencia a la supuesta sensibilidad de los telespectadores. Y entonces Burrasca descubrió el vídeo y se hizo un hueco en la vida cotidiana de Italia, era motivo de comentarios jocosos en tertulias televisivas y protagonista de las caricaturas de la prensa diaria. Tanto éxito hizo que Burrasca se fuera a vivir a Mónaco y se convirtiera en ciudadano del principado, donde imperaba un régimen fiscal razonable. El apartamento de doce habitaciones que conservaba en Milán, según declaraba el cineasta al fisco italiano, servía únicamente para relaciones públicas. Y ahora, al parecer, serviría también para sus relaciones con Maria Lucrezia Patta.

—Sí, señor; Tito Burrasca —repitió el sargento Vianello, haciendo un esfuerzo que Brunetti no podía ni imaginar, para reprimir la sonrisa—. Quizá sea una suerte para usted pasar unos días en Mestre.

Brunetti no pudo por menos de preguntar:

—¿Nadie sabía algo de esto?

—No, señor —Vianello sacudió la cabeza—. Nadie. Ni idea.

—¿Tampoco el tío de Anita? —preguntó Brunetti, revelando con ello que también las categorías superiores estaban enteradas de la fuente de la información.

Vianello fue a contestar, pero en aquel momento sonó un zumbido en su mesa. Levantó el teléfono, pulsó un botón y dijo:

—¿Sí,
vicequestore
? —Escuchó un momento—. Por supuesto,
vicequestore
. —Colgó. Brunetti le miraba interrogativamente—. Quiere que llame a Inmigración y pregunte cuánto tiempo puede permanecer Burrasca en el país habiendo cambiado de nacionalidad.

—Supongo que, en el fondo, habría que tener lástima del pobre hombre —dijo Brunetti sacudiendo la cabeza.

Vianello levantó la cabeza como movido por un resorte. No podía, o no quería, disimular su asombro.

—¿Lástima? ¿De él? —Con evidente esfuerzo, renunció a decir más y volvió a concentrarse en la carpeta que tenía en la mesa.

Brunetti volvió a su despacho. Desde allí llamó a la
questura
de Mestre, se identificó y pidió que le pusieran con la persona encargada del caso del travesti asesinado. A los pocos minutos hablaba con un tal sargento Gallo, que le explicó que él llevaba el caso hasta que éste fuera confiado a alguien de rango superior. Brunetti se identificó, dijo que él era esa persona y pidió a Gallo que enviara un coche a
piazzale
Roma a recogerlo dentro de media hora.

Cuando Brunetti salió del sombrío portal de la
questura
, el sol le cayó en la cabeza como un mazazo. Cegado por la luz y el reverbero del canal, se llevó la mano al bolsillo del pecho y sacó unas gafas. Antes de dar cinco pasos, ya sentía cómo el sudor le empapaba la camisa y le resbalaba por la espalda. Fue hacia la izquierda, decidiendo en aquel instante subir hasta San Zaccaria y tomar el 82, aunque para ello tuviera que ir bajo el sol durante un buen trecho. Las calles que iban a Rialto estaban protegidas del sol por casas altas, pero por aquel itinerario tardaría el doble en llegar, y había que evitar a toda costa estar en el exterior un minuto más de lo indispensable.

Al salir a Riva degli Schiavoni miró a la izquierda y vio que el
vaporetto
estaba amarrado al embarcadero y que de él salía gente. Entonces se le planteó una de esas disyuntivas peculiares de Venecia: correr para tratar de subir al barco o dejarlo marchar y pasar diez minutos soportando el calor y el balanceo del embarcadero, hasta que llegara el siguiente. Corrió. Al pisar las tablas de la pasarela tuvo que tomar otra decisión: pararse un momento a marcar el billete en la máquina amarilla de la entrada, exponiéndose a perder el barco, o embarcar directamente y pagar las quinientas liras de suplemento por no haber marcado. Pero entonces recordó que estaba en misión oficial y podía viajar por cuenta de la ciudad.

La carrera, aunque corta, le había bañado en sudor la cara y el pecho, y decidió quedarse en cubierta, para recibir la poca brisa creada por la mesurada marcha del barco por el Gran Canal. Miró en derredor y vio a turistas semidesnudos, hombres y mujeres en bañador, shorts y camiseta de tirantes, y durante un momento los envidió, aunque no se le escapaba que, con semejante indumentaria, él no sería capaz de presentarse más que en una playa.

Cuando se le secó el sudor, se esfumó la envidia, y Brunetti volvió a sentir la irritación que habitualmente le producía ver a la gente vestida de aquel modo. Si sus cuerpos fueran perfectos y las prendas de vestir, de buen gusto, quizá le molestaran menos. Pero la ropa descuidada y el abandono de muchos de aquellos cuerpos le hacía suspirar por el obligado decoro en el vestir de las sociedades islámicas. Él no era lo que Paola llamaba un «esnob de la belleza» pero afirmaba que había que procurar presentar el mejor aspecto posible. Desvió la atención de los pasajeros del barco a los
palazzi
que bordeaban el canal y sintió que su irritación se desvanecía. Muchos de ellos también estaban abandonados, pero una cosa era el deterioro de los siglos y otra la desidia y la ordinariez. La ciudad había envejecido, pero Brunetti amaba el gesto doliente que el tiempo le imprimía.

Aunque el comisario no había puntualizado en qué lugar debía esperarle el coche, se encaminó a la oficina de carabinieri de
piazzale
Roma y vio, estacionado en la puerta, con el motor en marcha, uno de los coches patrulla azul y blanco de la Squadra Mobile de Mestre. Dio unos golpecitos en el cristal del conductor. El joven que estaba sentado al volante bajó el cristal, y una oleada de aire frío lamió la pechera de la camisa de Brunetti.

—¿Comisario? —preguntó el joven que, al observar el gesto de asentimiento de Brunetti, se apeó diciendo—: Me envía el sargento Gallo.

Y abrió la puerta trasera. Brunetti subió al coche y, durante un momento, apoyó la cabeza en el respaldo. Se le enfrió el sudor del pecho y la espalda, y no hubiera podido decir si la sensación era grata o molesta.

—¿Adonde desea ir, señor? —preguntó el joven agente al poner el coche en marcha.

«De vacaciones. El sábado», respondió Brunetti, pero sólo mentalmente, hablando consigo mismo. Y con Patta.

—Lléveme al lugar en el que lo han encontrado —dijo al conductor.

Al otro lado de la carretera elevada que une Venecia con la tierra firme, el joven giró en dirección a Marghera. La laguna desapareció de su vista y al poco circulaban por una vía recta y muy transitada, con semáforos en cada cruce. Había que ir despacio.

—¿Ha estado usted allí esta mañana?

El joven volvió la cabeza rápidamente para mirar a Brunetti y luego fijó de nuevo la atención en el tráfico. El cuello de su camisa estaba limpio y planchado. Quizá se pasaba todo el día en el coche, con aire acondicionado.

—No, señor; han ido Buffo y Rubelli.

—El informe dice que era un chapero. ¿Alguien lo ha identificado?

—No lo sé, señor. Pero parece una suposición lógica, ¿no?

—¿Por qué?

—Es una zona de putas. Y de las baratas. Siempre hay una docena de ellas al lado de la carretera, entre las fábricas, por si alguien quiere echar un polvo rápido a la salida del trabajo.

—¿Hombres también?

—¿Cómo dice, señor? ¿Quién más que un hombre va a utilizar los servicios de una prostituta?

—Pregunto si también es zona de chaperos. ¿Estarían en un sitio en el que pudiera verse a sus clientes parar el coche camino de casa para hacer esa clase de tratos? No me parece que a muchos hombres les hiciera gracia que sus conocidos se enteraran.

El conductor se quedó pensativo.

—¿Dónde suelen trabajar? —preguntó Brunetti.

—¿Quiénes? —preguntó el joven. No quería cometer otro desliz.

—Los chaperos.

—Generalmente, en
via
Cappuccina, señor. Algunos, en la estación del ferrocarril, pero en verano procuramos impedirlo, por el turismo.

—¿Éste era un habitual?

—No sabría decirle, señor.

El coche torció hacia la izquierda, cortó por una carretera estrecha, giró a la derecha y salió a una autovía con edificios bajos a cada lado. Brunetti miró el reloj. Casi las cinco.

Los edificios se espaciaban cada vez más entre terrenos cubiertos de maleza y algún que otro arbusto. Había coches abandonados aquí y allá con los cristales destrozados y los asientos hechos jirones y tirados en el suelo. En tiempos, estos edificios habían estado vallados, pero ahora la mayoría de las cercas colgaban, flácidas y desgarradas, de los postes que parecían haber olvidado su función de sostenerlas.

Había mujeres al lado de la carretera. Dos estaban debajo de una sombrilla de playa que habían clavado en la tierra.

—¿Saben esas mujeres lo que ha pasado hoy aquí? —preguntó Brunetti.

—Estoy seguro de que sí. Esas noticias circulan con rapidez.

—¿Y a pesar de todo no se van? —Brunetti no podía disimular la sorpresa.

—Tienen que vivir, ¿no, señor? Además, si el muerto era un hombre, para ellas no hay peligro, o eso imaginarán. —El conductor frenó y detuvo el coche al borde de la carretera—. Ya hemos llegado.

Brunetti abrió la puerta del coche y salió. Un calor húmedo lo envolvió. Vio ante sí un edificio largo y bajo con cuatro rampas de cemento que subían hasta unas puertas metálicas dobles. Al pie de una de las rampas había un coche patrulla azul y blanco. No se veía nombre en el edificio, ni señal que lo identificara. Para identificarlo bastaba el olor.

—Creo que está detrás, comisario —dijo el conductor.

Brunetti se dispuso a rodear el edificio, en dirección a los campos que se extendían detrás. Allí vio otra cerca desmayada, una acacia que sobrevivía de milagro y, a su sombra, a un policía sentado en una silla, dando cabezadas.

—Scarpa —gritó el conductor, antes de que Brunetti pudiera decir algo—. Ha venido un comisario.

El policía irguió bruscamente la cabeza, despertó al instante y se levantó de un salto. Miró a Brunetti y saludó militarmente.

—Buenas tardes, señor.

Brunetti observó que la chaqueta del hombre estaba colgada del respaldo de la silla y que su camisa, empapada en sudor y pegada al cuerpo, ya no parecía blanca sino rosada.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí fuera, agente Scarpa? —preguntó Brunetti acercándose al hombre.

—Desde que se han marchado los del laboratorio, señor.

—¿Cuánto hace de eso?

—Eran poco más de las tres.

—¿Por qué sigue aquí fuera?

—El sargento me dijo que me quedara aquí hasta que viniera un equipo para interrogar a los trabajadores.

—¿Y qué hace aquí con este sol?

El hombre respondió sin evasivas:

—No soportaba el olor de ahí dentro. He tenido que salir a vomitar y ya no he podido volver a entrar. He tratado de quedarme de pie, pero, como no hay más que este poco de sombra, al cabo de una hora he ido a buscar una silla.

Instintivamente, mientras el policía hablaba, Brunetti y el conductor también habían buscado la sombra.

—¿Sabe si ya ha venido el equipo a hacer el interrogatorio? —preguntó Brunetti.

—Sí, señor. Han llegado hace una hora.

—¿Y qué hace usted aquí fuera todavía? —preguntó Brunetti.

El agente lanzó a Brunetti una mirada inexpresiva.

—He preguntado al sargento si podía regresar a la ciudad, pero él quería que ayudara en los interrogatorios. Yo le he dicho que no podía, a menos que los trabajadores salieran a hablar conmigo. No le ha gustado, pero yo no podía entrar ahí.

Una ligera brisa hizo patente a Brunetti la razón de esta imposibilidad.

—¿Y por qué está aquí fuera? ¿Por qué no está en el coche?

—El sargento me dijo que esperase aquí. —El hombre hablaba con gesto impávido—. Le he preguntado si podía ir al coche, que tiene aire acondicionado, y él me ha dicho que, si no ayudaba en el interrogatorio, debía permanecer aquí fuera. —Como si hubiera adivinado la pregunta que Brunetti le haría a continuación, agregó—: El siguiente autobús no pasa hasta las siete y cuarto, para recoger a la gente a la salida del trabajo.

Brunetti tomó nota mentalmente y preguntó:

—¿Dónde lo han encontrado?

El policía se volvió y señaló los matorrales del otro lado de la cerca.

—Estaba ahí.

—¿Quién lo ha encontrado?

—Un trabajador que había salido a fumar un cigarrillo. Ha visto un zapato… rojo, según creo. Y se ha acercado a inspeccionar.

—¿Estaba usted aquí cuando han venido los del laboratorio?

—Sí, señor. Han examinado el terreno, han hecho fotos y han recogido todo lo que han encontrado en el suelo en un radio de cien metros de las matas.

—¿Había huellas de pisadas?

—Creo que sí, señor, pero no estoy seguro. El hombre que lo encontró dejó las suyas, pero me parece que han encontrado más. —Hizo una pausa, se enjugó el sudor de la frente y agregó—: Y los primeros policías también han dejado las suyas.

—¿Su sargento?

—Sí, señor.

Brunetti lanzó una rápida mirada a la hierba alta y luego miró la camisa del policía, empapada en sudor.

—Suba a nuestro coche, agente Scarpa. Tiene aire acondicionado. —Y al conductor—: Vaya con él. Espérenme allí.

—Muchas gracias, comisario —dijo el policía, y descolgó la chaqueta del respaldo de la silla.

—Déjelo —dijo Brunetti al ver que el hombre iba a ponérsela.

—Gracias —repitió el policía, que se agachó y agarró la silla.

Los dos hombres fueron hacia el edificio. El policía dejó la silla en la plataforma de cemento que había frente a la puerta trasera del edificio y se reunió con el conductor. Los dos agentes desaparecieron por la esquina y Brunetti fue hacia el agujero de la cerca.

Agachándose, cruzó al otro lado y se acercó a los matorrales. Por todas partes había señales del paso del equipo del laboratorio: orificios en el suelo, donde habían clavado las varillas para medir distancias, tierra levantada por zapatos que giraban sobre sí mismos y, cerca de las matas, unas ramitas cortadas, apiladas cuidadosamente. Sin duda habían tenido que recortar el arbusto al sacar el cuerpo, para que no lo arañaran las afiladas hojas.

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