Vestido para la muerte (23 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Ella transformó su sonrisa de tristeza en la que reservaba para los simples mortales y se fue a cumplir el encargo. Al cabo de unos minutos volvió a llamar a la puerta y entró diciendo:

—Comisario, este caballero desea hablar con usted.

La seguía un joven, y la
signorina
Elettra se hizo a un lado para dejarlo acercarse a la mesa de Brunetti, que se levantó y le dio la mano.

El joven la estrechó con un apretón firme. Tenía una mano ancha y carnosa.

—Siéntese, por favor —dijo Brunetti y, a la secretaria—: Muchas gracias,
signorina
.

Ella miró a Brunetti con una sonrisa vaga y luego al joven de un modo parecido a como Parsifal debió de mirar el Santo Grial en el momento en que desaparecía.

—Si desea alguna cosa, comisario, llámeme.

Lanzó una última mirada al visitante y salió del despacho cerrando la puerta con suavidad.

Brunetti miró al joven sentado al otro lado de la mesa. El pelo, oscuro, rizado y corto, le enmarcaba la frente y rozaba las orejas. La nariz era fina y los ojos, castaños y separados, parecían casi negros, por el contraste con la palidez de la cara. Llevaba traje gris oscuro y corbata azul, pulcramente anudada. Sostuvo la mirada de Brunetti un momento y sonrió enseñando una dentadura perfecta.

—¿No me reconoce,
dottore
?

—No; lo siento.

—Habló usted conmigo hace una semana, pero en circunstancias muy distintas.

De pronto, Brunetti recordó la peluca roja y los zapatos de tacón alto.


Signor
Canale, no lo había reconocido. Le ruego que me perdone.

Canale volvió a sonreír.

—En realidad, me alegro de que no me haya reconocido. Ello quiere decir que mi yo profesional es una persona diferente.

Brunetti no estaba seguro de qué quería decir con esto, por lo que optó por no hacer comentarios y preguntó:

—¿Qué desea,
signor
Canale?

—¿Recuerda que cuando me enseñó aquel dibujo le dije que el hombre me resultaba familiar?

Brunetti asintió. ¿Este joven no leía los periódicos? Mascari había sido identificado hacía días.

—Cuando leí la noticia en los periódicos y vi su foto, recordé dónde lo había visto. El retrato que me enseñó usted no era muy bueno.

—No lo era —convino Brunetti, sin explicar la magnitud del daño que había impedido hacer una reconstrucción más fiel de la cara de Mascari—. ¿Dónde lo vio?

—Se me acercó hará unas dos semanas. —Al observar la sorpresa de Brunetti, Canale explicó—: No se trataba de lo que imagina, comisario. No se interesaba por mi trabajo. Es decir, no se interesaba por mí profesionalmente sino personalmente.

—¿Qué quiere decir?

—Verá, yo estaba en la calle. Acababa de apearme de un coche, el coche de un cliente, ¿comprende? Aún no me había reunido con las chicas, bueno, con los chicos, cuando él se me acercó y me preguntó si era Roberto Canale, de
viale
Canova treinta y cinco.

»En un primer momento pensé que era policía. Tenía toda la pinta. —Brunetti prefirió no preguntar, pero Canale se lo explicó de todos modos—. Ya sabe: chaqueta y corbata y cara seria, para evitar malas interpretaciones. Bien, él me preguntó eso y yo le contesté que sí. Todavía pensaba que era policía. En realidad, no me dijo que no lo fuera, sino que me dejó seguir pensando que lo era.

—¿Qué más deseaba saber,
signor
Canale?

—Me preguntó por mi apartamento.

—¿Su apartamento?

—Sí; quería saber quién pagaba el alquiler. Le dije que lo pagaba yo, y entonces me preguntó cómo lo pagaba. Le contesté que depositaba el dinero en un banco, en la cuenta corriente del propietario, pero entonces me dijo que no mintiera, que él sabía lo que ocurría, y tuve que decírselo.

—¿Qué es eso de que «él sabía lo que ocurría»?

—Cómo pago el alquiler.

—¿Y cómo lo paga?

—Me encuentro con un hombre en un bar y le doy el dinero.

—¿Cuánto?

—Millón y medio. En efectivo.

—¿Quién es ese hombre?

—Eso mismo me preguntó él. Le dije que era un hombre al que veo todos los meses en un bar. Él me llama durante la última semana del mes, me dice dónde tengo que reunirme con él, yo acudo, le doy el millón y medio y listos.

—¿Sin recibo? —preguntó Brunetti.

Canale se rió de buena gana.

—Por supuesto. Es dinero contante y sonante.

Y, por consiguiente, eso lo sabían los dos, no constaba como ingresos. Y no pagaba impuestos. Era un fraude bastante corriente: probablemente, muchos arrendatarios hacían algo similar.

—Pero, además, pago otro alquiler —dijo Canale.

—¿Sí?

—Ciento diez mil liras.

—¿A quién?

—Lo deposito en una cuenta bancaria, y el recibo que me dan no lleva nombre, de modo que no sé de quién es la cuenta.

—¿Qué banco? —preguntó Brunetti, aunque creía saberlo.

—Banca di Verona. Está en…

—Ya sé dónde está —cortó Brunetti—. ¿Es grande el apartamento?

—Cuatro habitaciones.

—Un millón y medio parece un alquiler muy alto.

—Sí; pero incluye ciertas cosas —dijo Canale, y se revolvió en la silla.

—¿Por ejemplo?

—Pues que no se me molestará.

—¿No se le molestará en sus actividades? —preguntó Brunetti.

—Sí. A nosotros nos es difícil encontrar vivienda. En cuanto la gente se entera de lo que somos y lo que hacemos, quieren que nos marchemos de la casa. Me aseguraron que allí no me ocurriría esto. Y no me ha ocurrido. Los vecinos están convencidos de que estoy en el ferrocarril y por eso trabajo de noche.

—¿Por qué lo creen así?

—No lo sé. Ya parecían tener esa idea cuando fui a vivir allí.

—¿Cuánto hace de eso?

—Dos años.

—¿Y siempre ha pagado el alquiler de este modo?

—Sí; desde el primer día.

—¿Cómo encontró el apartamento?

—Me habló de él una de las chicas.

Brunetti se permitió una leve sonrisa.

—¿Una persona a la que usted llama chica o a la que se lo llamaría yo,
signor
Canale?

—Una persona a la que yo llamo chica.

—¿Su nombre? —preguntó Brunetti.

—Su nombre no le serviría de nada. Murió hace un año. Sobredosis.

—¿Otros de sus amigos… colegas… utilizan una modalidad similar?

—Algunos, los más afortunados.

Brunetti reflexionó sobre el sistema y sus posibles consecuencias,

—¿Dónde se cambia,
signor
Canale?

—¿Me cambio?

—Me refiero a dónde se pone su… —Brunetti buscó la definición— …su ropa de trabajo. Los vecinos lo consideran un empleado del ferrocarril.

—Oh, en un coche o detrás de un arbusto. Con el tiempo adquieres práctica y no te lleva ni un minuto.

—¿Le contó esto al
signor
Mascari? —preguntó Brunetti.

—Una parte. Él quería saber lo del alquiler. Y las direcciones de los otros.

—¿Se las dio?

—Sí. Como le he dicho, creí que era policía, y se las di.

—¿Le pidió algo más?

—No; sólo las direcciones. —Canale hizo una pausa y agregó—: Sí, me preguntó una cosa más, pero me parece que fue para dar a entender que se interesaba por mí. Como ser humano, quiero decir.

—¿Qué le preguntó?

—Me preguntó si aún vivían mis padres.

—¿Y qué le contestó?

—La verdad. Los dos han muerto. Murieron hace años.

—¿Dónde?

—En Cerdeña. Yo soy de allí.

—¿Le preguntó algo más?

—No, nada más.

—¿Cuál fue su reacción ante lo que usted le dijo?

—No entiendo qué quiere decir.

—¿Le pareció que le sorprendía lo que usted le dijo? ¿Que le enfurecía? ¿Que era lo que esperaba oír?

Canale meditó la respuesta.

—Al principio, pareció sorprenderse un poco, pero siguió haciendo preguntas sin parar. Como si se hubiera preparado una lista.

—¿Le hizo algún comentario?

—No; me dio las gracias por la información. Esto me sorprendió, porque creí que era un policía y generalmente los policías no son muy… —Buscó la expresión menos dura— …no nos tratan muy bien.

—¿Cuándo recordó quién era él?

—Ya se lo he dicho, cuando vi su foto en el periódico. Un director de banco, era director de banco. ¿Cree que por eso estaba tan interesado en los alquileres?

—Es posible. Una posibilidad que comprobaremos,
signor
Canale.

—Bien. Ojalá encuentren al que lo hizo. No se merecía eso. Era un hombre muy amable. Me trató con educación. Lo mismo que usted.

—Gracias. Me gustaría que mis colegas hicieran otro tanto.

—Eso estaría bien —dijo Canale con una sonrisa seductora.

—¿Podría darme la lista de los nombres y direcciones que le dio a él? Y, a ser posible, las fechas en que sus amigos se instalaron en los apartamentos.

—Desde luego —dijo el joven, y Brunetti le acercó un papel y un bolígrafo. Mientras su visitante escribía, Brunetti observó la robusta mano que sostenía el bolígrafo como si fuera un objeto extraño. La lista era corta. Cuando acabó de escribir, Canale dejó el bolígrafo en la mesa y se levantó.

Brunetti se puso en pie a su vez, rodeó la mesa y fue con Canale hasta la puerta. Una vez allí, preguntó:

—¿Y de Crespo, sabía algo?

—No; nunca he trabajado con él.

—¿Tiene idea de lo que puede haberle ocurrido?

—Muy estúpido tendría que ser para pensar que su muerte no tiene que ver con la del otro.

Esto era tan evidente que Brunetti ni se molestó en asentir.

—En realidad, puestos a hacer conjeturas, yo diría que lo mataron por haber hablado con usted. —Al ver la expresión de Brunetti, explicó—: No me refería a usted personalmente, sino a la policía. Creo que sabía algo sobre el otro asesinato y por eso lo eliminaron.

—¿Y, a pesar de todo, usted ha venido a verme?

—Verá, él me habló como si yo fuera una persona normal. Y usted también, comisario. Me habló como si fuera un hombre como los demás, ¿no? —Cuando Brunetti asintió, Canale dijo—: Tenía que venir a decírselo, comisario, tenía que venir.

Los dos hombres volvieron a estrecharse la mano y Canale se alejó por el pasillo. Brunetti lo siguió con la mirada hasta que su oscura cabeza desapareció por la escalera. Tenía razón la
signorina
Elettra: era un hombre muy guapo.

21

Brunetti volvió a su despacho y marcó el número de la
signorina
Elettra.

—¿Tendría la bondad de subir a mi despacho,
signorina
?. —preguntó—. Y traiga toda la información que haya podido reunir acerca de los hombres que le indiqué.

Ella dijo que estaría encantada de subir, y a él no le cabía la menor duda de que era verdad. No obstante, Brunetti estaba preparado para observar su desencanto cuando ella, después de llamar a la puerta, entró y descubrió que el joven ya se había marchado.

—Mi visitante se ha ido —dijo Brunetti en respuesta a su implícita pregunta.

La
signorina
Elettra reaccionó de inmediato.

—Ah, ¿sí? —dijo con voz átona de indiferencia, y le entregó dos carpetas—. La primera es del
avvocato
Santomauro. —Pero, antes de que él pudiera abrirla, explicó—: No hay absolutamente nada de particular. Natural de Venecia. Licenciado en derecho por Ca'Foscari. Siempre ha trabajado aquí. Es miembro de todas las organizaciones profesionales. Contrajo matrimonio en San Zaccaria. Encontrará declaraciones de impuestos, solicitudes de pasaporte y hasta el permiso para cambiar el tejado de su casa.

Brunetti hojeó la carpeta y encontró exactamente lo que decía la mujer y nada más. Volvió su atención a la segunda carpeta, bastante más gruesa.

—La otra carpeta es de la Lega della Moralità —dijo, y Brunetti se preguntó si todo el mundo que pronunciaba este nombre le imprimía el mismo acento de sarcasmo o si tal vez eso distinguía únicamente a la clase de personas con las que él trataba habitualmente—. Aquí hay cosas más interesantes. Cuando la repase verá a qué me refiero. ¿Desea algo más?

—No,
signorina
, muchas gracias.

La mujer se fue y él abrió la carpeta y empezó a leer. La Lega della Moralità había sido constituida hacía nueve años como institución benéfica, con objeto, según su acta fundacional, de promover «la mejora de las condiciones de vida de los menos favorecidos, a fin de que, mitigadas sus preocupaciones materiales, pudieran dedicar sus pensamientos y afanes a la vida espiritual». Tales preocupaciones materiales debían mitigarse mediante viviendas subvencionadas propiedad de diversas parroquias de Mestre, Marghera y Venecia, cuya administración se había encomendado a la Liga, la cual asignaba los apartamentos, a cambio de una renta mínima, a los feligreses de tales parroquias que cumplían los requisitos fijados de común acuerdo por las parroquias y la Liga. Entre tales requisitos figuraba el de la regular asistencia a la iglesia, el certificado de bautismo de todos los hijos y una carta del párroco en la que se hiciera constar que eran personas de «recta moral» y se encontraban en situación de penuria económica.

Los estatutos de la Liga atribuían la facultad de elegir a los beneficiados al consejo directivo de la misma Liga, cuyos miembros, a fin de eliminar toda posibilidad de favoritismo de la autoridad eclesiástica, debían ser laicos. También ellos debían ser personas de intachable moralidad y haber conseguido cierta preeminencia en la comunidad. Del actual consejo de seis miembros, dos eran de carácter «honorario». De los otros cuatro, uno vivía en Roma, otro, en París y un tercero en el monasterio de la isla de San Francesco del Deserto. Por consiguiente, el único miembro activo del consejo residente en Venecia era el
avvocato
Giancarlo Santomauro.

En el acta fundacional se hacía constar el traspaso de cincuenta y dos apartamentos a la administración de la Liga. Al cabo de tres años, el sistema había resultado tan satisfactorio, a juzgar por las cartas y declaraciones de los arrendatarios y los miembros de las parroquias que los habían entrevistado, que se amplió a otras seis parroquias, con lo que cuarenta y tres apartamentos más pasaron a ser administrados por la Liga. Lo mismo sucedió tres años después, y sesenta y siete apartamentos, la mayoría situados en el centro histórico de Venecia y la zona comercial de Mestre, se sumaron a ellos.

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