Vestido para la muerte (27 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Él reflexionó un momento.

—Venimos para el
Carnevale
.

Su esposa remachó la frase con un firme:

—Desde luego.

El marido prosiguió:

—También venimos en septiembre y, a veces, en Navidad.

La esposa intervino para agregar:

—Y algún que otro fin de semana durante el resto del año, desde luego.

—Desde luego —repitió Brunetti—. ¿Y la criada?

—Viene de Milán con nosotros.

—Desde luego —convino Brunetti, agregando otro garabato a la lista.

—¿Podría decirme,
professore
, si conoce los fines de la Liga, sus objetivos?

—Sé que pretende defender y fomentar la moralidad —respondió el profesor en un tono que indicaba que, en su opinión, por mucho que se hiciera con este propósito, siempre sería poco.

—Sí, claro —dijo Brunetti—. Pero, aparte de eso, ¿sabe la finalidad que persigue mediante el alquiler de apartamentos?

Ahora fue Ratti el que miró a su mujer.

—Creo que su finalidad es la de conceder los apartamentos a las personas que, según su criterio, reúnan las condiciones exigidas.

—Y sabiendo eso,
professore
—prosiguió Brunetti—, ¿no le pareció extraño que la Liga, una organización veneciana, diera uno de los apartamentos que administra a una persona de Milán, y una persona, además, que sólo lo utilizaría unos meses al año? —Como Ratti no respondiera, Brunetti insistió—: Porque usted debe de saber lo difícil que es encontrar un apartamento en esta ciudad, ¿no?

La
signora
Ratti decidió contestar en lugar de su marido:

—Creímos que desearían conceder el apartamento a quienes supieran apreciarlo y conservarlo.

—¿Quiere usted decir con eso que pueden ustedes cuidar un apartamento grande y apetecible mejor que la familia de un carpintero de Canareggio, por ejemplo?

—Creo que eso es evidente —respondió ella.

—¿Y quién paga las reparaciones, si me permite la pregunta?

La
signora
Ratti contestó con una sonrisa:

—Hasta ahora no ha habido reparaciones.

—Pero en el contrato, si les dieron un contrato, tiene que haber una cláusula que determine quién tiene que hacerse cargo de las reparaciones.

—Ellos —dijo Ratti.

—¿La Liga?

—Sí.

—¿El mantenimiento no corre por cuenta de los arrendatarios?

—No.

—¿Y ustedes lo habitan… —Brunetti se interrumpió y miró el papel, como si el número estuviera escrito en él— … unos dos meses al año? —En vista de que Ratti no contestaba, insistió—: ¿Estoy en lo cierto,
professore
?

—Sí —respondió el interpelado a regañadientes.

Imitando deliberadamente con el ademán al sacerdote que enseñaba el catecismo en su escuela primaria, Brunetti juntó las manos y entrelazó los dedos al pie de la hoja de papel que tenía encima de la mesa y dijo:

—Creo que ha llegado el momento de empezar a elegir,
professore
.

—No sé qué quiere decir.

—A ver si consigo explicarme. La primera elección consiste entre repetir esta conversación, con mis preguntas y sus respuestas, ante una grabadora o un taquígrafo. En uno u otro caso tendré que pedir a ambos que me firmen una copia de la declaración, puesto que han dicho lo mismo. —Brunetti hizo una pausa, para dejar que la idea calara—. O también podrían, y es la opción que me parece más acertada, empezar a decir la verdad.

Los dos fingieron sorpresa y la
signora
Ratti, además, indignación.

—En cualquier caso, lo menos que puede ocurrirles es que pierdan el apartamento, aunque quizá eso tarde algún tiempo en llegar. Pero lo perderán, seguro.

Le pareció interesante que ninguno preguntara de qué estaba hablando.

—Está claro que muchos de estos apartamentos han sido alquilados ilegalmente y que alguna persona relacionada con la Liga lleva varios años cobrando alquileres fraudulentamente. —Cuando el
professore
Ratti fue a protestar, Brunetti levantó una mano, la bajó y volvió a enlazarla con la otra—. Si sólo se tratara de un caso de fraude, quizá les conviniera seguir sosteniendo que no saben nada de esto. Pero, por desgracia, es algo mucho más grave que un caso de fraude.

Hizo una pausa. Por Dios que les haría cantar.

—¿De qué se trata? —preguntó Ratti hablando con más suavidad de la que había empleado hasta ahora.

—Asesinato. Tres asesinatos, uno de ellos, el de una agente de la policía. Se lo digo para que comprendan que no tenemos intención de abandonar la investigación. Han matado a una de nuestras agentes, y vamos a descubrir quién ha sido. Y a castigarlo.

Se interrumpió, para dar efectividad a sus palabras.

—Si se empeñan en mantener esa historia sobre el apartamento, antes o después se verán implicados en un caso de asesinato.

—Nosotros no sabemos nada de un asesinato —dijo la
signora
Ratti con voz chillona.

—Ahora, ya lo saben,
signora
. Quienquiera que esté detrás del plan de alquiler de los apartamentos es el responsable de los tres asesinatos. Si se niegan a ayudarnos a descubrir quién les alquiló su apartamento y quién les cobra el alquiler todos los meses, estarán entorpeciendo una investigación de asesinato. La pena por este delito, ni que decir tiene, es mucho más severa que por encubrimiento de fraude. Y a título puramente personal quiero agregar que pienso hacer cuanto de mí dependa para asegurarme de que les es impuesta, si siguen negándose a colaborar con nosotros.

Ratti se levantó.

—Deseo hablar con mi esposa. En privado.

—No —dijo Brunetti levantando la voz por primera vez.

—Tengo derecho.

—Tiene derecho a hablar con su abogado,
signor
Ratti, y se lo concederé con mucho gusto. Pero usted y su esposa decidirán esa otra cuestión ahora, delante de mí.

Se estaba excediendo en sus atribuciones, pero confiaba en que los Ratti no lo supieran.

Estuvieron mirándose un rato, y Brunetti empezaba a desesperar. Pero al fin ella inclinó su cabeza color burdeos y ambos se relajaron en las sillas.

—De acuerdo —dijo Ratti—, pero deseo que quede claro que no sabemos nada de ese asesinato.

—Asesinatos —rectificó Brunetti, y vio que el plural impresionaba a Ratti.

—Hace tres años —empezó a contar Ratti—, un amigo de Milán nos dijo que conocía a alguien que seguramente podría ayudarnos a encontrar un apartamento en Venecia. Llevábamos seis meses buscando, pero era difícil encontrar algo, especialmente a distancia. —Brunetti se preguntaba si iba a tener que escuchar una retahíla de lamentaciones. Ratti, adivinando quizá su impaciencia, prosiguió—: Nos dio un número de teléfono de Venecia. Llamamos, explicamos lo que deseábamos y la persona que estaba al otro extremo del hilo nos preguntó qué clase de apartamento nos convenía y cuánto estábamos dispuestos a pagar.

Ratti hizo una pausa. ¿O punto final?

—¿Sí? —instó Brunetti con la misma entonación que tenía el cura cuando los niños se encallaban al recitar la lección de catecismo.

—Le expliqué lo que quería y él me dijo que me llamaría al cabo de unos días. Así lo hizo, y dijo que, si veníamos a Venecia aquel fin de semana, podría enseñarnos tres apartamentos. Vinimos y nos enseñó este apartamento y otros dos.

—¿El que los acompañó era el mismo que les había atendido por teléfono?

—No sé si era el mismo que contestó la primera vez pero era el mismo que nos llamó.

—¿Saben quién es?

—Es el que nos cobra el alquiler, pero no sé cómo se llama.

—¿Y cómo se hace el pago?

—Él nos llama la última semana del mes y nos dice dónde nos encontraremos. Por lo general, en un bar o, si es en verano, en las afueras.

—¿Dónde, aquí, en Venecia, o en Milán?

—Él siempre parece saber dónde estamos —terció la mujer—. Nos llama a Venecia si estamos aquí y a Milán si estamos allí.

—¿Y qué hacen entonces?

Ahora respondió Ratti.

—Acudo a la cita y le doy el dinero.

—¿Cuánto?

—Dos millones y medio de liras.

—¿Cada mes?

—Sí, aunque a veces le pago varios meses por adelantado.

—¿Sabe quién es ese hombre? —preguntó Brunetti.

—No, pero lo he visto varias veces por la calle, aquí, en Venecia.

Brunetti se dijo que ya habría tiempo para pedir una descripción.

—¿Y la Liga? ¿Cómo intervienen ellos en la transacción?

—Cuando dijimos al hombre que estábamos interesados en el apartamento, él dijo un precio, pero nosotros le obligamos a rebajarlo hasta los dos millones y medio —dijo Ratti sin disimular su autocomplacencia.

—¿Y la Liga? —insistió Brunetti.

—Él nos dijo que recibiríamos los formularios de solicitud de la Liga, que los rellenáramos y los devolviéramos y que dos semanas después podríamos instalarnos.

Aquí intervino otra vez la
signora
Ratti.

—También nos dijo que no contáramos cómo habíamos conseguido el apartamento.

—¿Alguien se lo ha preguntado?

—Algunos amigos de Milán —respondió ella—. Pero les dijimos que lo habíamos encontrado por medio de una agencia.

—¿Y a la persona que les dio el número de teléfono?

—Lo mismo, que habíamos utilizado una agencia.

—¿Saben cómo conocía el número de teléfono esa persona?

—Nos dijo que se lo habían dado en una fiesta.

—¿Recuerdan el mes y el año en que hicieron la primera llamada?

—¿Por qué? —preguntó Ratti con suspicacia.

—Me gustaría hacerme una idea de cuándo empezó esto —mintió Brunetti, pensando en mandar comprobar sus llamadas a Venecia en aquellas fechas.

Con tono de escepticismo, Ratti contestó:

—En marzo, hace dos años. A últimos del mes. Nos instalamos a primeros de mayo.

—Ya —dijo Brunetti—. Desde entonces, ¿han tenido algún trato con la Liga?

—No, ninguno —dijo Ratti.

—¿Y los recibos?

Ratti se revolvió, incómodo.

—El banco nos envía uno cada mes.

—¿De cuánto?

—De doscientas veinte mil.

—¿Por qué no quiso enseñárselo al sargento Vianello?

Una vez más, la mujer se adelantó a contestar por él:

—No queríamos vernos mezclados en nada.

—¿Mascari? —preguntó Brunetti bruscamente.

Ratti parecía ahora más nervioso.

—¿Qué quiere decir?

—¿No les llamó la atención que el director del banco que les enviaba los recibos del alquiler fuera asesinado?

—No, ¿por qué? —dijo Ratti, poniendo cólera en su voz—. Leí cómo había muerto. Supuse que lo mató algún compinche.

—¿Alguien se ha puesto en contacto con ustedes últimamente en relación con el apartamento?

—No, nadie.

—Si reciben una llamada o una visita del hombre al que pagan el alquiler, deberán comunicárnoslo inmediatamente.

—Desde luego, comisario —dijo Ratti, otra vez en su papel de ciudadano intachable.

De pronto, Brunetti se sintió harto de sus posturas y su ropa de diseño y dijo:

—Por favor, vayan con el sargento Vianello y háganle una descripción lo más detallada posible del hombre al que pagan el alquiler. —Y a Vianello—: Si se parece a algún conocido, enséñeles fotografías.

Vianello asintió y abrió la puerta. Los Ratti se pusieron de pie y ninguno de los dos alargó la mano a Brunetti. El profesor tomó del brazo a su esposa durante el corto trayecto hasta la puerta y, una vez allí, se hizo atrás para cederle el paso. Vianello miró a Brunetti permitiéndose una sonrisa apenas perceptible, salió detrás de la pareja y cerró la puerta.

24

Su conversación de aquella noche con Paola fue corta. Ella preguntó si había novedades y reiteró la sugerencia de volver, que podía dejar a los chicos solos en el hotel, pero Brunetti dijo que ni pensarlo, que hacía mucho calor.

Pasó el resto de la velada en compañía del emperador Nerón, del que Tácito dice que estaba «corrompido por todas las concupiscencias, naturales y antinaturales». No se acostó sino después de leer la descripción del incendio de Roma, que Tácito parece atribuir a que Nerón había contraído matrimonio con un hombre y durante la ceremonia había escandalizado incluso a los miembros de su disoluta corte por «llevar el velo nupcial». En todas partes, travestis.

A la mañana siguiente, Brunetti, ignorando que en el
Corriere
aparecía la noticia del arresto de Burrasca, que por cierto no mencionaba a la
signora
Patta, fue al funeral de Maria Nardi. Familiares, amigos y policías de la ciudad llenaban la Chiesa dei Jesuiti. Allí estaba el sargento Scarpa, de Mestre, quien explicó que el sargento Gallo no había podido asistir porque el juicio lo retenía en Milán, donde debería permanecer otros tres días. Hasta había acudido el
vicequestore
, muy fúnebre con su traje azul marino. Aunque comprendía que era una idea sentimental y políticamente incorrecta, Brunetti no pudo por menos de pensar que cuando el que caía en acto de servicio era una mujer resultaba más terrible. Terminada la misa, se quedó en la escalinata de la iglesia mientras seis policías uniformados sacaban el féretro. Cuando apareció el marido de Maria Nardi, sollozando entrecortadamente y tambaleándose de dolor, Brunetti desvió la mirada hacia la izquierda, donde, al otro lado de la laguna, se veía Murano. Allí estaba mentalmente cuando Vianello se acercó y le tocó el brazo.

—¿Comisario?

Entonces regresó.

—¿Sí, Vianello?

—Esa gente ha hecho una identificación.

—¿Cuándo? ¿Por qué no me lo han dicho?

—No lo he sabido hasta esta mañana. Ayer tarde miraron fotografías, pero dijeron que no estaban seguros. A mí me parece que sí, pero antes querían hablar con el abogado. De todos modos, esta mañana a las nueve han vuelto y han identificado a Piero Malfatti.

Brunetti emitió un silbido silencioso. Malfatti era un viejo conocido de la policía, había sido acusado de delitos violentos, entre otros, violación y tentativa de asesinato; pero, antes de que compareciera a juicio, las acusaciones se volatilizaban; los testigos cambiaban de parecer o decían que se habían equivocado al identificarlo. Había sido encarcelado dos veces, una por proxenetismo y otra por intento de extorsión al dueño de un bar, establecimiento que había ardido mientras Malfatti estaba en la cárcel, cumpliendo una condena de dos años.

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