—¿Y la contraseña de los recibos?
—Más fácil de falsificar que una firma —dijo De Luca.
—¿Hay forma de demostrar que ha intervenido otra persona?
De Luca volvió a meditar largamente antes de contestar.
—Por lo que a las entradas en el ordenador se refiere, no la hay. Quizá se pudiera intentar con la contraseña, pero la mayoría de la gente hace un garabato difícilmente identificable, a veces, por el propio interesado.
—¿Se podría denunciar que esas cuentas han sido falseadas?
La mirada de De Luca fue tan clara como su respuesta:
—Comisario, ningún juez admitiría esa denuncia.
—¿Así que Mascari llevaba esas cuentas?
De Luca titubeó.
—Yo no diría tanto. Lo parece, pero es posible que las cuentas estén amañadas.
—¿Y lo demás? ¿El proceso de selección para la adjudicación de los apartamentos?
—Oh, es evidente que para la elección de los arrendatarios de los apartamentos no regían consideraciones de carácter humanitario, y que muchos de los subsidios no se concedían a personas necesitadas.
—¿Cómo lo sabe?
—En el primer caso, las solicitudes están todas aquí, clasificadas en dos grupos: las concedidas y las denegadas. —De Luca hizo una pausa—. No; estoy exagerando. Algunos apartamentos, buen número de ellos, fueron adjudicados a personas que parecen realmente necesitadas, pero casi una cuarta parte de las solicitudes procede de personas que ni siquiera residían en Venecia.
—¿Y fueron atendidas? —preguntó Brunetti.
—Sí. Y eso que sus hombres aún no han comprobado toda la lista de inquilinos.
Brunetti miró a Vianello y el sargento explicó:
—Han comprobado la mitad de la lista aproximadamente, y parece que muchos de los apartamentos están alquilados a personas jóvenes que viven solas. Y que trabajan de noche.
Brunetti asintió.
—Vianello, cuando disponga del informe completo de las personas de las dos listas, pásemelo.
—Tardaremos por lo menos otros dos días, comisario.
—Lamentablemente, ya no hay prisa.
Brunetti dio las gracias a De Luca y volvió a su despacho.
Era perfecto, pensó, no dejaba nada que desear. Ravanello había aprovechado bien el fin de semana, y ahora los apuntes indicaban que Mascari manejaba las cuentas de la Liga. ¿Qué explicación más lógica podía darse de la malversación de tantos millones de la Liga, que la de que era cosa de Mascari y sus travestis? ¿Quién sabía lo que hacía mientras viajaba por asuntos del banco, qué orgías no habría montado, qué caudales no habría derrochado aquel hombre que no llamaba por teléfono a su mujer para ahorrarse la conferencia? Brunetti estaba seguro de que Malfatti estaba lejos de Venecia y tardaría en reaparecer, y no le cabía la menor duda de que en Malfatti se reconocería al hombre que cobraba los alquileres y que exigía que una parte de los cheques de beneficencia fueran para él antes que para nadie más. ¿Y Ravanello? Quedaría como el amigo íntimo que, por una lealtad mal entendida, no había revelado el secreto culpable de Mascari, ignorante de las tropelías fiscales que había cometido su amigo para pagarse sus vicios. ¿Santomauro? Sin duda, en un primer momento, tendría que soportar el ridículo cuando se supiera cómo se había dejado timar por el banquero Mascari, pero con el tiempo la opinión pública volvería a ver en él al ciudadano altruista cuya instintiva buena fe había sido traicionada por la duplicidad a la que Mascari se había dejado arrastrar por su orientación antinatural. Perfecto, absolutamente perfecto, sin la menor fisura en la que Brunetti pudiera introducir la verdad.
Aquella noche, ni el elevado ni el edificante empeño de Tácito procuró consuelo a Brunetti, ni el violento final de Mesalina y Agripina sirvió para vindicar la justicia. Después de leer el escalofriante relato de su más que merecida muerte, él se dijo que el mal engendrado por aquellas malvadas subsistía mucho después de su desaparición. Por fin, pasadas las dos, dejó la lectura y pasó el resto de la noche en un sueño inquieto, turbado por el recuerdo de Mascari, un hombre íntegro, vilmente eliminado, que había sufrido una muerte aún más sórdida que la de Mesalina o Agripina. También aquí sobreviviría el mal.
La mañana era asfixiante, como si sobre la ciudad pesara una maldición que la condenaba a un calor opresivo que aturdía, mientras las brisas que la habían abandonado jugaban en otros lares. Al atravesar el mercado de Rialto camino de su trabajo, Brunetti observó que muchos de los puestos no habían abierto, dejando en las ordenadas hileras unos huecos que hacían pensar en la sonrisa de un borracho desdentado. Era inútil tratar de vender hortalizas en el
ferragosto
: los venecianos huían de la ciudad y los turistas sólo compraban
panini
y
acqua minerale
.
Llegó temprano a la
questura
, no quería andar por la ciudad después de las nueve, porque el calor era aún más intenso y las calles estaban aún más llenas de turistas. No quería pensar en ellos. Hoy, no.
Estaba contrariado. No le satisfacía ni siquiera la idea de que a partir de ahora se habrían terminado los trapicheos de la Liga, ni la esperanza de que De Luca y sus hombres aún podían encontrar algún cabo suelto que condujera hasta Santomauro y Ravanello. Tampoco confiaba en localizar la procedencia del vestido y los zapatos que llevaba Mascari. Había transcurrido demasiado tiempo.
Brunetti estaba sumido en estos lúgubres pensamientos cuando Vianello entró en su despacho sin llamar y gritó:
—¡Hemos encontrado a Malfatti!
—¿Dónde? —preguntó Brunetti, yendo hacia él impulsado por una repentina energía.
—En San Barnaba, en casa de Luciana Vespa, su amiguita.
—¿Cómo?
—Nos ha llamado su primo. Está en la lista. Cobra de la Liga desde hace un año.
—¿Han hecho un trato? —preguntó Brunetti, indiferente a la ilegalidad del procedimiento.
—No, señor. Ni se ha atrevido a pedirlo. Nos ha dicho que quería colaborar.
El resoplido de Vianello indicaba la confianza que esta afirmación le merecía.
—¿Qué ha dicho?
—Que Malfatti está allí desde hace tres días.
—¿Está ella en la lista?
Vianello movió negativamente la cabeza.
—No; sólo la esposa. Tenemos a un hombre en el apartamento de al lado desde hace dos días, pero él no se ha presentado por su casa.
Mientras hablaban, bajaban las escaleras, hacia la oficina en la que trabajaba la sección uniformada.
—¿Han pedido una lancha? —preguntó Brunetti.
—Está fuera. ¿A cuántos hombres quiere llevar?
Brunetti no había intervenido en ninguno de los múltiples arrestos de Malfatti, pero había leído los informes.
—Tres. Armados. Y con chalecos.
Diez minutos después, él, Vianello y los tres agentes, estos últimos bien pertrechados y ya sudando con los gruesos chalecos blindados que llevaban encima del uniforme, embarcaron en la lancha azul y blanca de la policía que, con el motor en marcha, aguardaba delante de la
questura
. Los tres agentes entraron en la cabina y Brunetti y Vianello se quedaron en la cubierta, tratando de captar la brisa de la marcha. El piloto los sacó al
bacino
de San Marcos, viró a la derecha y puso proa a la entrada del Gran Canal. A uno y otro lado desfilaban esplendores, mientras Brunetti y Vianello conversaban con las cabezas juntas, tratando de dominar con la voz el rumor del viento y el zumbido del motor. Decidieron que Brunetti subiría al apartamento y trataría de establecer contacto con Malfatti. Como no sabían nada de la mujer, ignoraban cuál podía ser su relación con Malfatti, por lo que su principal preocupación debía ser su seguridad.
Ahora empezaba a pesar a Brunetti haber traído a los hombres. Cuatro policías, tres de ellos armados hasta los dientes, apostados en las inmediaciones de un edificio, forzosamente atraerían a una nube de curiosos, y ello no dejaría de llamar la atención de los ocupantes del apartamento.
La lancha se detuvo en la parada del
vaporetto
de Ca'Rezzonico, y los cinco hombres desembarcaron ante la sorpresa de los que esperaban el barco número 1. Bajaron en fila india por la estrecha calle que conducía a
campo
San Barnaba y salieron a la plazoleta. Aunque el sol no estaba todavía en el cenit, las losas del pavimento despedían un calor que abrasaba.
El edificio que buscaban estaba al otro lado del
campo
, en el ángulo derecho y su puerta se encontraba justo enfrente de una de las dos enormes barcas que vendían frutas y verduras en el dique del canal que discurría por el lado del
campo
. A la derecha de la puerta había un restaurante que todavía no había abierto y, más allá, una librería.
—Todos ustedes —dijo Brunetti, consciente de las miradas y comentarios que la presencia de la policía y las metralletas suscitaban entre la concurrencia— entren en la librería. Vianello, usted aguarde en la puerta.
Pesadamente, dando la impresión de que eran demasiado grandes para aquella puerta, los hombres entraron en la librería. La dueña asomó la cabeza, vio a Vianello y a Brunetti y volvió a entrar sin decir nada.
En una tira de papel pegada con cinta adhesiva al lado de uno de los timbres se leía «Vespa». Brunetti llamó al timbre situado encima. Al cabo de un momento, una voz de mujer dijo por el interfono:
—¿Sí?
—
Posta, signora
. Un certificado. Tiene que firmar.
La puerta crujió y Brunetti dijo a Vianello:
—Veré qué puedo averiguar sobre él. Quédese aquí abajo y mantenga a los hombres fuera de la calle.
Al ver a las tres viejas que los rodeaban a él y a Vianello, con el carrito de la compra situado al lado, lamentó aún más haber traído a los otros agentes.
Empujó la puerta y entró en el zaguán, donde lo saludó la trepidación sorda de rock a todo volumen que provenía de uno de los pisos. Si la posición de los timbres correspondía a la de los apartamentos, la
signorina
Vespa vivía en el primer piso y la mujer que le había abierto, en el segundo. Brunetti subió las escaleras rápidamente y cruzó ante la puerta del apartamento «Vespa», del que escapaba la estrepitosa percusión.
En lo alto del siguiente tramo de escaleras, en la puerta de un apartamento, estaba una mujer joven, con un niño apoyado en la cadera. Al ver a Brunetti, dio un paso atrás y buscó la puerta con la mano.
—Un momento,
signora
—dijo el comisario, parándose en la escalera, para no asustarla—. Policía.
La mirada que ahora dirigió la mujer por la escalera abajo, hacia la música que retumbaba a espaldas de Brunetti, indicó al comisario que su llegada no la sorprendía.
—Es por él, ¿verdad? —preguntó ella señalando con el mentón las estridencias que ascendían por la escalera.
—¿Se refiere al amigo de la
signorina
Vespa?
—Sí, ése —dijo la mujer, escupiendo las sílabas con un encono que hizo que Brunetti se preguntara qué tropelías habría cometido Malfatti desde que estaba en el edificio.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí? —preguntó.
—No lo sé —dijo ella dando otro paso atrás hacia el apartamento—. Todo el día, desde por la mañana, tiene esa música. Y no puedo ni ir a quejarme.
—¿Por qué no?
Ella se subió al niño un poco más arriba de la cadera, como para recordar al hombre que tenía delante que era madre.
—La última vez me dijo verdaderas barbaridades.
—¿Y no podría hablar con la
signorina
Vespa?
La forma en que ella se encogió de hombros indicaba la nula utilidad de la
signorina
Vespa.
—¿No está con él?
—No sé quién está con él, ni me importa. Sólo quiero que pare la música, para que el niño pueda dormir.
Como a una señal, el niño, que estaba dormido, abrió los ojos, hizo un puchero y volvió a dormirse.
La música dio la idea a Brunetti, eso y el que la mujer ya se hubiera quejado a Malfatti.
—
Signora
, entre en su casa —dijo—. Ahora daré un portazo y bajaré a hablar con él. Quiero que se quede ahí dentro, lo más lejos posible de la puerta y que no salga hasta que uno de mis hombres venga a avisarle.
Ella asintió y se metió en el apartamento. Brunetti se inclinó hacia adelante, tiró del picaporte y cerró la puerta con un golpe seco, que resonó en la escalera como un disparo.
Dio media vuelta y bajó la escalera golpeando cada peldaño con tanta fuerza que sus pisadas ahogaron momentáneamente el estruendo de la música.
—
Basta con quella música
—vociferó, como un hombre que hubiera perdido la paciencia—. Basta de música —repitió. Cuando llegó al rellano inferior golpeó la puerta detrás de la que sonaba la música, gritando con todas sus fuerzas—: Baje esa condenada música de una vez. Mi niño no puede dormir. Bájela o llamaré a la policía.
Después de cada frase golpeaba la puerta con el puño o con el pie.
Llevaba un minuto gritando y golpeando cuando el volumen de la música bajó de pronto, aunque seguía oyéndose a través de la puerta. Él gritaba con todas sus fuerzas, como si hubiera perdido el control de los nervios.
—Paren esa música. Párenla ya, o entraré y la pararé yo.
Oyó unos pasos rápidos que se acercaban y se preparó. La puerta se abrió bruscamente y llenó el vano un hombre fornido que tenía una barra metálica en la mano. Brunetti reconoció al instante a Malfatti, por las fotos de la policía.
Con la barra hacia abajo, Malfatti dio un paso hacia adelante y se situó en el mismo umbral.
—¿Quién diablos…? —empezó a decir, pero no pudo seguir, porque Brunetti se abalanzó sobre él y le agarró con una mano el antebrazo derecho y con la otra la pechera de la camisa, giró sobre sí mismo y empujó con todas sus fuerzas. Malfatti, desprevenido, perdió el equilibrio. Estuvo unos instantes al borde de la escalera, tratando de recuperar su posición, pero cayó rodando. Mientras caía, soltó la barra de hierro, se cubrió la cabeza con los brazos e hizo una bola con su cuerpo.
Brunetti corría tras él por la escalera abajo, llamando a gritos a Vianello, hasta que pisó la barra de hierro, resbaló y fue proyectado contra la pared. Al levantar la cabeza vio a Vianello abrir la pesada puerta de la calle, pero Malfatti ya estaba de pie y detrás de la puerta. Antes de que Brunetti pudiera gritar una advertencia, Malfatti dio un puntapié a la puerta, que golpeó a Vianello en la cara y le hizo soltar la pistola y caer hacia la estrecha calle. Entonces Malfatti abrió la puerta y desapareció por el soleado exterior.