Vestido para la muerte (33 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

—Estoy seguro de ello,
signor
Gravi —convino Brunetti—. ¿Reconocería los zapatos si volviera a verlos?

—Creo que sí. Escribí el precio en la suela. Quizá aún esté.

Mirando a Vianello, Brunetti dijo:

—Sargento, ¿haría el favor de traerme del laboratorio aquellos zapatos? Me gustaría enseñárselos al
signor
Gravi.

Vianello asintió y salió del despacho. Mientras el sargento estaba fuera, Gravi habló de sus vacaciones y de lo limpia que se puede encontrar el agua del Adriático si se baja hacia el sur lo suficiente. Brunetti escuchaba, sonriendo cuando le parecía necesario y reprimiendo el deseo de pedir a Gravi que le describiera al hombre que había comprado los zapatos hasta después de que su visitante los hubiera identificado.

A los pocos minutos, Vianello estaba de vuelta y traía los zapatos en una bolsa de plástico transparente. Dio la bolsa a Gravi, que no trató de abrirla sino que dio la vuelta primero a un zapato y luego al otro, para examinar las suelas. Acercándoselos a la cara, sonrió y tendió la bolsa a Brunetti.

—Mire, ahí está. El precio. Lo escribí en lápiz, para que el comprador pudiera borrarlo, si quería. Pero aún se ve.

Señalaba unas tenues marcas de lápiz en la suela.

Por fin, Brunetti se permitió la pregunta:

—¿Podría describir al hombre que compró estos zapatos,
signor
Gravi?

Gravi vaciló pero sólo un momento, antes de preguntar con voz respetuosa ante la autoridad:

—¿Podría decirme, comisario, por qué está interesado en ese hombre?

—Creemos que puede darnos información importante acerca de una investigación en curso —respondió Brunetti sin decir nada.

—Comprendo —dijo Gravi, que, al igual que todos los italianos, estaba acostumbrado a no entender nada de lo que decían las autoridades—. Más joven que usted, diría yo, aunque no mucho. Pelo oscuro. Sin bigote. —Quizá al oírse a sí mismo, Gravi se dio cuenta de lo vaga que era su descripción—. Yo diría un hombre corriente, vestido con chaqueta. Ni alto ni bajo.

—¿Tendría la bondad de mirar unas fotos,
signor
Gravi? —preguntó Brunetti—. Quizá ello nos permita reconocer al hombre.

Gravi sonrió ampliamente, satisfecho de que todo fuera tan parecido a los telefilmes.

—Desde luego.

Brunetti hizo una seña a Vianello, que bajó a buscar dos carpetas de fotos de la policía, entre las que estaba la de Malfatti.

Gravi tomó la primera carpeta de manos de Vianello y la abrió encima de la mesa. Una a una, iba pasando las fotos y apilándolas boca abajo después de mirarlas. Bajo la atenta mirada de Vianello y Brunetti, puso la foto de Malfatti con las otras y siguió mirando. Al terminar, levantó la cabeza.

—No está, ni él ni nadie que se le parezca.

—¿No podría hacer una descripción un poco más precisa de su aspecto?

—Ya se lo he dicho, comisario, un hombre con chaqueta. Éstos —dijo señalando el montón de fotografías—, bueno, todos tienen cara de criminales. —Vianello lanzó una rápida mirada a Brunetti. Había fotos de varios policías mezcladas con las otras, entre ellos el agente Alvise—. Como le digo, llevaba traje y corbata —repitió Gravi—. Parecía uno de nosotros. En fin, un hombre que va todos los días a trabajar al despacho. Y hablaba como una persona educada, no como un criminal.

La ingenuidad política que denotaba el comentario hizo dudar a Brunetti de que el
signor
Gravi fuera un italiano auténtico. Miró a Vianello moviendo la cabeza de arriba abajo, y el sargento entregó a Gravi la otra carpeta.

Mientras los dos policías lo observaban, Gravi examinó un montón de fotos menor que el anterior. Al ver la de Ravanello, miró a Brunetti:

—Es el director del banco al que mataron ayer, ¿verdad? —preguntó señalando la foto.

—¿Y no es el hombre que compró los zapatos,
signor
Gravi? —preguntó Brunetti.

—No, claro que no —respondió Gravi—. De haberlo sido, se lo hubiera dicho nada más entrar. —Volvió a mirar la foto, un retrato de estudio que había aparecido en un folleto del banco en el que figuraban todos los altos empleados—. No es el hombre, pero es el tipo.

—¿El tipo,
signor
Gravi?

—Sí, hombre con traje y corbata, y zapatos relucientes. Camisa blanca y bien planchada, y un buen corte de pelo. Un banquero.

Durante un instante, Brunetti tuvo siete años y estaba arrodillado al lado de su madre al pie del altar mayor de Santa Maria Formosa, su parroquia. Su madre miraba al altar, se santiguaba y decía en una voz en la que palpitaba una súplica fervorosa: «Santa María, Madre de Dios, por el amor de tu Hijo, que dio su vida por todos nosotros, miserables pecadores, concédeme esta gracia y nunca más en mi vida te pediré nada más.» Era una promesa que él oiría infinidad de veces durante su niñez, porque, al igual que todos los venecianos, la
signora
Brunetti confiaba en la intercesión de las personas influyentes. No era la primera vez en su vida que Brunetti lamentaba su falta de fe, pero no por ello dejó de suplicar al cielo que Gravi fuera capaz de reconocer al hombre que le había comprado los zapatos si lo veía.

Miró a Gravi.

—Lamentablemente, no tengo la foto del otro hombre que pudo haber comprado los zapatos, pero, si me acompaña a verlo personalmente, quizá pueda ayudarnos.

—¿Quiere decir intervenir realmente en la investigación? —El entusiasmo de Gravi era infantil.

—Sí, si no tiene inconveniente.

—Encantado de ayudarlos, comisario.

Brunetti se levantó y Gravi se puso en pie de un salto. Mientras caminaban hacia el centro de la ciudad, Brunetti explicó a Gravi lo que deseaba que hiciera. Gravi no hizo preguntas, contento de hacer lo que le ordenaran, como buen ciudadano que ayuda a la policía en su investigación de un grave delito.

Cuando llegaron a
campo
San Luca, Brunetti señaló el portal y sugirió al
signor
Gravi que bebiera algo en Rosa Salva y subiera al cabo de cinco minutos.

Brunetti subió la ya familiar escalera y llamó a la puerta del despacho.


Avanti
—gritó la secretaria, y él entró.

Cuando ella levantó la mirada del ordenador y vio quién era, no pudo reprimir un sobresalto que la hizo levantarse a medias de la silla.

—Perdone,
signorina
—dijo Brunetti extendiendo las manos en lo que él esperaba que fuera un ademán tranquilizador—. Tengo que hablar con el
avvocato
Santomauro. Asunto oficial.

Ella parecía no oírlo y lo miraba con la boca abierta en una «O» cada vez más amplia. Brunetti no hubiera podido decir si de sorpresa o temor. Lentamente, ella extendió el brazo y oprimió un botón mientras acababa de ponerse en pie, parapetada detrás de la mesa, sin levantar el dedo del pulsador y mirando a Brunetti en silencio.

Al cabo de unos segundos, la puerta se abrió hacia dentro y Santomauro salió al antedespacho. Vio a su secretaria, tan callada y quieta como la mujer de Lot, y entonces vio a Brunetti en la puerta.

Su furor fue inmediato y fulminante.

—¿Qué hace usted aquí? Ya dije al
vicequestore
que lo mantuviera alejado de mí. Fuera, fuera de mi despacho. —Al oír su voz, la secretaria retrocedió y se quedó apoyada en la pared—. Márchese —casi gritó Santomauro—. No estoy dispuesto a tolerar este acoso. Haré que le… —Se interrumpió al ver entrar a otro hombre detrás de Brunetti, un desconocido bajito con un traje de algodón barato—. Vuelvan los dos a la
questura
de donde han venido —gritó Santomauro.

—¿Reconoce a este hombre,
signor
Gravi?

—Sí.

Santomauro se quedó paralizado, aunque seguía sin reconocer al hombre del traje arrugado.

—¿Puede decirme quién es,
signor
Gravi?

—Es el hombre al que vendí los zapatos.

Brunetti desvió la mirada de Gravi y miró a través de la habitación a Santomauro, que ahora parecía haber reconocido al hombre del traje arrugado.

—¿Qué zapatos,
signor
Gravi?

—Unos zapatos de señora rojos, del número cuarenta y tres.

31

Santomauro se vino abajo. Brunetti había observado el fenómeno con suficiente frecuencia como para reconocerlo. La entrada de Gravi, cuando Santomauro se creía a salvo de todo peligro, ya que la policía no había emprendido ninguna acción a consecuencia de la acusación contenida en la confesión de Malfatti, era tan inesperada que Santomauro no tuvo tiempo ni presencia de ánimo para inventar una explicación de la compra de los zapatos.

Al principio, también gritó a Gravi y lo echó del despacho, pero cuando el hombrecillo insistió en que reconocería a Santomauro en cualquier sitio, el
avvocato
se apoyó pesadamente de lado en el escritorio de su secretaria, con los brazos cruzados sobre el pecho, como si de este modo pudiera protegerse de la silenciosa mirada de Brunetti y de la perplejidad de los otros dos.

—Es él, comisario. Estoy seguro.

—¿Bien,
avvocato
Santomauro? —preguntó Brunetti, indicando a Gravi con un ademán que guardara silencio.

—Fue Ravanello —dijo Santomauro con voz aguda, tensa y casi llorosa—. La idea fue suya. Lo de los apartamentos y los alquileres. Vino a proponérmelo, yo no quería, pero él me amenazó. Sabía lo de los chicos y me amenazó con decírselo a mi mujer y a mis hijos. Y entonces Mascari descubrió lo de los alquileres.

—¿Cómo?

—No lo sé. Por apuntes del banco. Algo que encontraría en el ordenador. Ravanello me lo dijo. La idea de eliminarlo fue suya.

Dos de las personas que estaban en la habitación no sabían de qué hablaba, pero ninguna decía nada, estupefactas como estaban por el terror de Santomauro.

—Yo no quería hacer nada. Pero Ravanello dijo que no había más remedio. Que teníamos que hacerlo.

Su voz había ido suavizándose. Ahora calló y miró a Brunetti.

—¿Tenían que hacer qué,
signor
Santomauro?

Santomauro miró fijamente a Brunetti y sacudió la cabeza, como para despejarla después de un fuerte golpe. Luego volvió a moverla, pero ahora en clara señal negativa. Brunetti también conocía estos síntomas.


Signor
Santomauro, le arresto por el asesinato de Leonardo Mascari.

Al oír este nombre, tanto Gravi como la secretaria miraron a Santomauro como si lo vieran por primera vez. Brunetti se inclinó sobre el escritorio de la secretaria y llamó por teléfono a la
questura
para pedir que enviaran a tres hombres a recoger a un sospechoso y acompañarlo a la
questura
para ser interrogado.

Brunetti y Vianello interrogaron a Santomauro durante dos horas, y poco a poco fue perfilándose la historia. Era posible que Santomauro dijera la verdad acerca de los detalles del plan para aprovecharse de los apartamentos de la Liga, pero no acerca de quién había partido la idea. Se reafirmaba en que Ravanello era el autor del plan, que lo tenía todo perfectamente previsto y también que Ravanello había buscado la ayuda de Malfatti. Todo era idea de Ravanello: el plan original, la necesidad de liquidar al íntegro Mascari, el intento de arrojar el coche de Brunetti a la laguna. Iniciativas de Ravanello, consumido por la codicia.

¿Y Santomauro? Él se presentaba a sí mismo como un hombre débil, preso de los designios de quien podía destruir su reputación, su familia, su vida. Insistía en que él no había intervenido en el asesinato de Mascari, que él no sabía lo que iba a suceder aquella noche fatídica en el apartamento de Crespo. Cuando le recordaron la compra de los zapatos, al principio alegó que los había comprado para ponérselos en carnaval, pero cuando le dijeron que habían sido identificados como los que llevaba Mascari, dijo que Ravanello le había ordenado comprarlos, no sabía con qué fin.

Sí, él se embolsaba su parte de los alquileres de los apartamentos de la Liga, pero no para lucrarse sino sólo para proteger su buen nombre. Sí, estaba en el apartamento de Crespo la noche en que Mascari fue asesinado, pero fue Malfatti quien lo mató; él y Ravanello no habían tenido más remedio que ayudarlo a deshacerse del cadáver. ¿El plan? De Ravanello. De Malfatti. Del asesinato de Crespo él no sabía nada, habría sido algún cliente peligroso que Crespo había llevado a su casa.

Santomauro se esforzaba por ofrecer la imagen de un hombre como tantos otros, incapaz de vencer sus pasiones y dominado por el miedo. ¿Quién no había de sentir compasión por un ser semejante?

Así estuvo dos horas, manteniendo su inocente complicidad en esos crímenes, insistiendo en que su único móvil era el deseo de proteger a su familia, de evitarles el escándalo y la vergüenza de que se conociera su vida secreta. Mientras escuchaba, Brunetti se daba cuenta de que Santomauro estaba cada vez más convencido de la verdad de lo que decía. Al fin, asqueado por aquel hombre y sus simulaciones, el comisario decidió dar por terminado el interrogatorio.

A última hora de la tarde, Santomauro estaba con su abogado y, a la mañana siguiente, salió en libertad bajo fianza, mientras Malfatti, asesino confeso, permanecía en la cárcel. Santomauro dimitió de la presidencia de la Lega della Moralità aquel mismo día, y los restantes miembros del consejo acordaron realizar una minuciosa investigación de su mala gestión y su conducta irregular. Y es que, cavilaba Brunetti, en ciertos medios de la sociedad, se llama conducta irregular a la sodomía y mala gestión, al asesinato.

Aquella tarde, Brunetti fue a
via
Garibaldi y llamó a la puerta del apartamento de Mascari. La viuda preguntó quién era y él dio su nombre y grado.

El apartamento seguía igual. Las persianas seguían cerradas, para impedir que entrara el sol, pero parecía que lo que impedían era que saliera el calor. La
signora
Mascari estaba más delgada y ensimismada.

—Es muy amable al recibirme,
signora
—empezó Brunetti, cuando estuvieron sentados frente a frente—. He venido a decirle que el nombre de su esposo queda limpio de toda sospecha. Él no estaba involucrado en ningún delito y fue la víctima inocente de un crimen abyecto.

—Eso ya lo sabía, comisario. Lo supe desde el principio.

—Lamento mucho que, durante un minuto siquiera, se sospechara de su esposo.

—No fue culpa suya, comisario. Y yo nunca sospeché.

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