Su voz era cada vez más forzada y cuando acabó de hablar, la mujer se oprimía las manos en el regazo, con desesperación.
—
Signora
, ¿de verdad no desea que llamemos a alguien para que la acompañe? Quizá no debería estar sola en este momento —dijo Brunetti.
—No. No quiero ver a nadie. —Se levantó bruscamente—. No es preciso que siga aquí, ¿verdad? ¿Puedo marcharme?
—Por supuesto. Ha sido usted muy amable al contestar estas preguntas.
Ella hizo como si no lo hubiera oído.
Brunetti hizo una seña a Gallo mientras seguía a la
signora
Mascari a la puerta.
—Un coche la llevará a Venecia.
—No quiero que me vean llegar en un coche de la policía —dijo ella.
—Será un coche sin distintivos y el conductor irá de paisano.
Ella no contestó y, probablemente, el que no protestara significaba que aceptaba que la llevaran hasta
piazzale
Roma.
Brunetti abrió la puerta y la acompañó hasta la escalera del extremo del pasillo. Observó que la mano derecha, con la que ella atenazaba el bolso, parecía agarrotada y la izquierda estaba hundida en el bolsillo de la chaqueta.
Brunetti salió con la mujer a la escalinata exterior de la
questura
, al calor que había olvidado. Un coche azul marino esperaba en la calle, con el motor en marcha. Brunetti, inclinándose, abrió la puerta y sostuvo a la mujer por un brazo mientras ella subía al coche. Una vez dentro, ella volvió la cara hacia el otro lado y se quedó mirando fijamente por la ventanilla, a pesar de que no se veían más que coches y fachadas grises de edificios de oficinas. Brunetti cerró la puerta con suavidad y dijo al conductor que llevara a la
signora
Mascari a
piazzale
Roma.
Cuando el coche desapareció entre el tráfico, Brunetti volvió al despacho de Gallo.
—Bien, ¿qué le parece?
—Cuesta creer que una persona no tenga enemigos.
—Y más si es banquero —terminó Brunetti.
—¿Entonces?
—Iré a Venecia, a ver si mi gente puede decirme algo. Ahora que tenemos el nombre, por lo menos sabemos por dónde empezar a buscar.
—¿Buscar qué? —preguntó Gallo.
La respuesta de Brunetti fue inmediata.
—En primer lugar, hay que hacer lo que tendríamos que haber hecho desde el principio, averiguar de dónde han salido los zapatos y la ropa que llevaba.
Gallo lo interpretó como un reproche y contestó con no menos rapidez:
—Todavía no se sabe nada del vestido, pero ya tenemos el nombre del fabricante de los zapatos y esta tarde dispondremos de la lista de las zapaterías que los venden.
Brunetti no había querido criticar a la gente de Mestre, pero no hizo nada por corregir la impresión. Nada se perdía con motivar a Gallo y a sus hombres a averiguar la procedencia del vestido y el calzado de Mascari, porque sin duda aquellos zapatos y aquel vestido no eran la indumentaria que un banquero de mediana edad se pondría para ir a trabajar.
Si Brunetti pensó que iba a encontrar a mucha gente trabajando un sábado de agosto por la mañana, pronto tuvo que desengañarse. Aparte de los guardias de la entrada principal y de una mujer que limpiaba la escalera, en la
questura
no había nadie, las oficinas estaban desiertas, y el comisario se resignó a esperar hasta el lunes por la mañana. Durante un momento, pensó en tomar un tren para Bolzano, pero comprendió que no llegaría antes de la hora de la cena y que al día siguiente por la mañana ya estaría deseando volver a la ciudad.
Fue a su despacho y abrió las ventanas, aunque sabía que no conseguiría nada con ello. Entró humedad y hasta un poco más de calor. No había papeles nuevos en el escritorio; la
signorina
Elettra no le había dejado informe alguno.
Sacó la guía telefónica del cajón de abajo de la mesa. Buscó en la L, pero no encontró el número de la Lega della Moralità, lo cual no le sorprendió. En la S, vio Santomauro, Giancarlo,
avv
. y una dirección de San Marco. Por el mismo método, descubrió que el difunto Leonardo Mascari vivía en Castello. Esto le intrigó: Castello era el
sestiere
más popular de la ciudad, una zona habitada sobre todo por sólidas familias trabajadoras, donde los niños no hablaban más que el dialecto hasta que empezaban la escuela primaria. Quizá los Mascari procedían de allí. O quizá habían conseguido una casa o un apartamento en condiciones ventajosas. En Venecia había escasez de viviendas, y las que se hallaban en venta o en alquiler tenían unos precios tan exorbitantes que hasta un barrio como Castello ya empezaba a ponerse de moda. Gastando el dinero suficiente en la restauración, se conseguía cierta distinción, aunque ésta no se transmitiera al
quartiere
y quedara limitada a la propia casa.
Repasó los bancos en las páginas amarillas, y descubrió que el Banco de Verona estaba en
campo
San Bartolomeo, al pie de Rialto, zona en la que abundaban las oficinas bancadas; esto le sorprendió, porque no recordaba haberlo visto. Por curiosidad, marcó el número. A la tercera señal, una voz de hombre contestó:
—¿Sí? —como si estuviera esperando una llamada.
—¿Banco de Verona? —preguntó Brunetti.
Un breve silencio y el hombre dijo:
—Lo siento, número equivocado.
—Perdone —dijo Brunetti.
El otro colgó sin decir más.
Era proverbial el caprichoso funcionamiento del SIP, el servicio telefónico nacional, y a nadie sorprendía que le contestara un número equivocado, pero Brunetti estaba seguro de que, en este caso, ni había fallado el servicio ni él había marcado mal. Volvió a marcar, y esta vez el teléfono sonó hasta doce veces sin que contestaran. Brunetti colgó, volvió a mirar la guía y anotó la dirección. Luego buscó la farmacia Mortelli. Ambas direcciones distaban sólo unos números una de otra. Arrojó la guía al cajón y cerró éste con el pie. Luego cerró las ventanas, bajó la escalera y abandonó la
questura
.
Diez minutos después, Brunetti salía del
sottoportico
de la calle della Bissa a
campo
San Bartolomeo. Levantó la mirada hacia la estatua de bronce de Goldoni, que no era quizá su comediógrafo preferido pero sí el que más le hacía reír, especialmente cuando las obras eran representadas en el dialecto veneciano original, como solían serlo en esta ciudad, en la que él situaba a sus personajes y que, en testimonio de su cariño, le había levantado este monumento. Goldoni parece caminar airoso, actitud muy adecuada para este lugar, concurrido de presurosos viandantes que cruzan el puente de Rialto para ir al mercado de frutas y verduras o camino de San Marco o el Cannaregio. Quien viva cerca del corazón de la ciudad tiene que pasar por San Bartolomeo por lo menos una vez al día.
Cuando llegó Brunetti, el
campo
era un hervidero de gente que se dirigía al mercado a hacer las compras de última hora o regresaba del trabajo, terminada por fin la semana laboral. El comisario avanzó por el extremo oriental del
campo
, mirando con aparente indiferencia los números pintados encima de las puertas. Tal como imaginaba, el número que buscaba estaba dos puertas más allá de la farmacia. Se paró delante de la placa de los timbres, situada a un lado de la puerta, y leyó los nombres que había al lado de cada timbre, y que eran el del Banco de Verona y otros tres, probablemente, de inquilinos particulares.
Brunetti llamó al timbre situado encima del banco. Nadie contestó. Lo mismo ocurrió con el segundo. Iba a pulsar el último botón cuando a su espalda una voz de mujer le preguntó en el más puro veneciano:
—¿Qué desea? ¿Busca a alguien de esta casa?
Brunetti se volvió y se encontró frente a una viejecita que sostenía, apoyado en una pierna, un gran carro de la compra. Recordando el nombre que había visto al lado del primer timbre, él dijo, contestando en el mismo dialecto:
—Sí, vengo a ver a los Montini. Han de renovar la póliza del seguro y vengo a preguntar si desean hacer alguna modificación.
—No están —dijo la mujer buscando las llaves en un bolso enorme—. Se han ido a la montaña. Lo mismo que los Gaspari, pero ellos están en Jesolo.
Abandonando su intento de encontrar las llaves por la vista o el tacto, agitó el bolso, para localizarlas por el oído. El sistema dio resultado y la mujer sacó un manojo de llaves que abultaba tanto como su mano.
—Mire, aquí están —dijo poniendo las llaves delante de los ojos de Brunetti—. Me las dejan para que entre a regar las plantas y vigile la casa. —Miraba fijamente a Brunetti, con unos ojos azul pálido en una cara redonda, surcada por una red de finas arruguitas—. ¿Tiene usted hijos,
signore
?
—Sí —respondió él inmediatamente.
—¿Cómo se llaman y cuántos años tienen?
—Raffaele, dieciséis y Chiara, trece,
signora
.
—Muy bien —dijo la anciana como si él acabara de aprobar un examen—. Es usted joven y fuerte. ¿Podría subirme este carro al tercer piso? Si no, voy a tener que hacer por lo menos tres viajes para subirlo todo. Mi hijo y su familia vienen mañana a comer, y he tenido que comprar mucho.
—Encantado de ayudarla,
signora
—dijo él agachándose para levantar el carro, que pesaba por lo menos quince kilos—. ¿Son muchos de familia?
—Mi hijo, mi nuera y sus hijos. Dos de ellos traen a mis biznietos, por lo que seremos… pues diez personas.
La mujer abrió la puerta de la calle y la sostuvo para que entraran Brunetti y el carro. Luego pulsó el interruptor de la luz y empezó a subir las escaleras delante del comisario.
—No se va usted a creer lo que me han cobrado por los melocotones. Mediados de agosto y todavía a tres mil liras el kilo. Pero los he comprado de todos modos; a Marco le gusta tomarlos con vino tinto. Antes del almuerzo los corta y los deja en remojo, para el postre. Y de pescado yo quería un
rombo
, pero estaba muy caro. Como a todos les gusta el
bosega
hervido, eso he comprado, aunque a diez mil liras el kilo. Tres pescados, casi cuarenta mil liras. —Se paró en el primer rellano, frente a la puerta del Banco de Verona y miró a Brunetti—. Cuando yo era joven, el
bosega
lo dábamos al gato, y ahora tengo que pagarlo a diez mil liras el kilo.
Dio media vuelta y siguió subiendo.
—Lo lleva agarrado del asa, supongo.
—Sí,
signora
.
—Bien, es que hay un kilo de higos encima de todo, y no quiero que se aplasten.
—Están perfectamente,
signora
.
—He comprado
prosciutto
en Casa del Parmigiana para comerlo con los higos. Conozco a Giuliano desde que era niño. Tiene el mejor
prosciutto
de Venecia, ¿verdad?
—Mi esposa siempre lo compra allí.
—Cuesta
l’ira di dio
, pero vale la pena.
—Desde luego.
Llegaron arriba. La mujer llevaba las llaves en la mano, por lo que no tuvo que volver a buscar. Abrió la única cerradura y empujó la puerta, haciendo pasar a Brunetti a un gran apartamento con cuatro altas ventanas, ahora cerradas hasta con las persianas, que daban al
campo
.
La mujer lo llevó por la sala, una habitación que a él se le antojó familiar, con sus grandes butacas, el sofá de crin vegetal de los que arañan, altas cómodas marrón oscuro con bomboneras de plata encima, entre un surtido de fotos en marco también de plata y suelo de mosaico veneciano que relucía incluso con tan poca luz. Hubiera podido ser la casa de sus abuelos.
Idéntica impresión le produjo la cocina: fregadero de piedra, una gran caldera de agua caliente en un rincón y una mesa de mármol. Inmediatamente, imaginó a la mujer extendiendo la pasta con el rodillo o planchando la ropa en aquella superficie.
—Déjelo usted ahí, al lado de la puerta —dijo ella—. ¿Quiere un vaso de algo?
—Le agradecería un poco de agua,
signora
.
Tal como él esperaba, la mujer bajó una bandejita de plata de un armario alto, colocó un tapetito de encaje en el centro y una copa de cristal de Murano encima. Sacó de la nevera una botella de agua mineral y llenó el vaso.
—
Grazie infinite
—dijo él antes de beber. Dejó la copa cuidadosamente en el centro del tapetito y rehusó su ofrecimiento de más agua—. ¿Quiere que la ayude a sacar las cosas,
signora
?.
—No, yo sé dónde está cada cosa y dónde tengo que ponerlo. Ha sido muy amable joven. ¿Cómo se llama?
—Brunetti, Guido.
—¿Y hace seguros?
—Sí,
signora
.
—Bien, muchas gracias —dijo ella dejando la copa en el fregadero e inclinándose sobre el carrito.
Brunetti, consciente de su verdadera profesión, le preguntó:
—
Signora
, ¿suele dejar entrar en su casa a los desconocidos?
—No; no soy tan tonta. No dejo entrar a cualquiera —respondió ella—. Antes siempre procuro enterarme de si tienen hijos. Y, desde luego, han de ser venecianos.
Desde luego. Si bien se miraba, probablemente, su sistema era mejor que un detector de mentiras o un control de seguridad.
—Gracias por el agua,
signora
. No se moleste en acompañarme, yo cerraré la puerta.
—Gracias —dijo ella buscando los higos en el carrito.
El comisario bajó los dos primeros tramos y se paró en el rellano de encima del Banco de Verona. No se oía nada más que alguna que otra voz que subía del
campo
. Miró el reloj a la luz que entraba por las pequeñas ventanas de la escalera. Poco más de la una. Permaneció allí durante otros diez minutos sin oír más que sonidos aislados del
campo
.
Bajó las escaleras despacio y se quedó delante de la puerta del banco. Sintiéndose bastante ridículo, agachó la cabeza y arrimó el ojo a la ranura horizontal de la cerradura de la
porta blindata
. Al otro lado distinguió un ligero resplandor, como si hubieran olvidado apagar una luz cuando cerraron las persianas el viernes por la tarde. O como si alguien estuviera trabajando este sábado por la tarde.
Volvió a subir y se apoyó en la pared. Al cabo de unos diez minutos sacó el pañuelo y lo extendió sobre el segundo peldaño del siguiente tramo, se levantó el pantalón y se sentó. Inclinando el cuerpo hacia adelante, apoyó los codos en las rodillas y el mentón en los puños. Al cabo de lo que le pareció mucho rato, se levantó, acercó el pañuelo a la pared y volvió a sentarse, ahora, apoyado en la pared. No circulaba ni un soplo de aire, no había comido nada en todo el día y el calor le asfixiaba. Miró el reloj, eran poco más de las dos. Decidió quedarse hasta las tres y ni un minuto más.