Vestido para la muerte (15 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

—¿Qué era esto? ¿Una carpintería de ribera? —preguntó Brunetti, recordando el pequeño canal que discurría frente a la puerta. Sería fácil izar hasta aquí las barcas que trajeran a reparar.

—Premio. Cuando lo compré, aquí dentro aún se trabajaba, y el tejado tenía unos boquetes del tamaño de sandías.

—¿Cuánto hace que lo tienes? —preguntó Brunetti mientras hacía un cálculo aproximado del trabajo y el dinero invertidos en el local, para darle el aspecto que ahora tenía.

—Ocho años.

—Has hecho muchas cosas. Y es una suerte no tener vecinos. —Brunetti le tendió la botella envuelta en papel de seda.

—Te dije que no trajeras nada.

—Esto no se estropea —dijo Brunetti con una sonrisa.

—Gracias, pero no tenías que traerlo —insistió Padovani, aunque sabía que era tan inconcebible que un invitado se presentara con las manos vacías como que un anfitrión le sirviera ortigas—. Estás en tu casa, ponte cómodo mientras yo doy los últimos toques a la cena —dijo Padovani, yendo hacia una puerta de vidrios de colores detrás de la que se adivinaba la cocina—. He puesto hielo en la cubitera, por si te apetece beber algo.

Desapareció por la puerta, y Brunetti oyó los sonidos domésticos de tintineo de cacharros y agua que corría. Al bajar la mirada vio que el suelo era de parqué de roble oscuro y que delante de la chimenea había una zona chamuscada que formaba un semicírculo, y le irritó ser incapaz de decidir si aprobaba que la comodidad primara sobre la seguridad o le molestaba que se destrozara una superficie tan bella. Sobre una larga viga empotrada en el yeso encima de la chimenea, a modo de repisa, danzaba un colorista desfile de figuritas de cerámica de la Commedia dell'Arte. Dos de las paredes estaban cubiertas de cuadros, que parecían haber sido colgados allí al azar, sin seguir un orden de estilos ni escuelas, para que se disputaran la mirada del observador. Lo reñido de la competencia era prueba del gusto con que habían sido escogidos. Vio un Guttoso, pintor que nunca le había gustado, y un Morandi, a quien admiraba. Tres Ferruzzis daban alegre testimonio de las bellezas de la ciudad. Un poco a la izquierda de la chimenea, una Madonna, claramente florentina y, con toda probabilidad, del siglo xv, contemplaba con arrobo a otro Niño muy poco agraciado. Una de las aficiones secretas que Paola y Brunetti cultivaban desde hacía décadas era la búsqueda del Niño Jesús más feúcho de todo el arte occidental. En este momento, ostentaba el título un Jesusito especialmente bilioso de la sala 13 de la Pinacoteca di Siena. Aunque este que ahora tenía delante tampoco era un querube, no podía competir con el de Siena. En una de las paredes había un largo estante de madera tallada que en tiempos debió de formar parte de un armario y ahora servía de soporte a una hilera de cuencos de cerámica de colores vivos cuyos simétricos dibujos y volutas caligráficas denotaban claramente su procedencia islámica.

Se abrió la puerta y entró Padovani.

—¿No quieres un trago?

—No; si acaso, un poco de vino. No me gusta beber con este calor.

—Comprendo. Hacía tres años que no venía a Venecia en verano, y había olvidado lo que es esto. Hay noches, cuando baja la marea y estoy al otro lado del canal, en las que me dan ganas de vomitar, del olor.

—¿Es que hasta aquí no llega? —preguntó Brunetti.

—No; el
canale
de la Giudecca debe de ser más hondo, o más rápido, o no sé por qué, lo cierto es que aquí no se nota el olor. Por lo menos, de momento. Como continúen dragando los canales para que puedan pasar los buques cisterna, sabe Dios lo que será de la laguna.

Mientras hablaba, Padovani se acercó a la larga mesa de madera puesta para dos y sirvió dos copas de
dolcetto
de una botella que ya estaba abierta.

—Hay gente que piensa que una gran inundación o un desastre natural acabará con la ciudad. Yo creo que el fin será mucho más sencillo —dijo Padovani volviendo junto a Brunetti y dándole una de las copas.

—¿Y cuál será? —preguntó Brunetti saboreando el vino con agrado.

—Yo creo que hemos matado los mares y que es sólo cuestión de tiempo que empiecen a oler mal. Y como la laguna no es más que un colgajo del Adriático que, a su vez, es un colgajo del Mediterráneo que… en fin, ya me entiendes. Creo que el agua, sencillamente, morirá y entonces nos veremos obligados a abandonar la ciudad o a rellenar los canales, y en este caso ya no tendrá ningún sentido seguir viviendo aquí.

Era una teoría nueva y, desde luego, no menos siniestra que muchas de las que había oído y muchas de las que él mismo creía a medias. Todo el mundo hablaba a todas horas de la inminente destrucción de la ciudad y, no obstante, el precio de los apartamentos se duplicaba en poco tiempo y los alquileres seguían subiendo por encima de las posibilidades del ciudadano medio. Los venecianos no habían dejado de comprar y vender casas durante las varias Cruzadas, pestes y ocupaciones de ejércitos enemigos, por lo que se podía apostar a que seguirían comprando y vendiendo durante cualquier hecatombe ecológica que pudiera depararles el futuro.

—Todo está preparado —dijo Padovani, sentándose en una de las mullidas butacas—. No queda más que echar la pasta. ¿Por qué no me das una idea de lo que quieres, para que tenga algo en qué pensar mientras remuevo la olla?

Brunetti se instaló en el sofá, frente a su anfitrión. Tomó otro sorbo de vino y, eligiendo bien las palabras, dijo:

—Tengo razones para creer que Santomauro está involucrado con un travesti que vive y, aparentemente, trabaja en Mestre.

—¿«Involucrado» cómo? —preguntó Padovani con voz incolora.

—Sexualmente —dijo Brunetti con sencillez—. Pero él asegura ser su abogado.

—Lo uno no excluye necesariamente lo otro.

—No, desde luego. Pero desde que lo encontré en compañía de este joven ha tratado de impedirme que lo investigue.

—¿Que investigues a quién?

—Al joven.

—Ya —dijo Padovani, tomando un sorbo de vino—. ¿Algo más?

—El otro nombre que te di, Leonardo Mascari, es el del hombre que apareció el lunes en las afueras de Mestre.

—¿El travesti?

—Eso parece.

—¿Y qué relación hay?

—El joven, el cliente de Santomauro, negó conocer a Mascari. Pero lo conocía.

—¿Cómo lo sabes?

—En esto tendrás que fiarte de mi instinto, Damiano. Lo sé. He visto muchas veces esa reacción como para no darme cuenta. Reconoció al hombre de la foto y quiso disimular.

—¿Cómo se llama el joven? —preguntó Padovani.

—Eso no puedo decirlo.

Se hizo el silencio.

—Guido —dijo Padovani al fin inclinándose hacia adelante—. Conozco a varios de esos chicos de Mestre. Antes conocía a muchos más. Si he de actuar de asesor gay en este asunto —lo dijo sin ironía ni amargura—, tengo que saber el nombre. Puedes estar seguro de que no he de contar a nadie lo que me digas, pero no puedo atar cabos si no sé el nombre. —Brunetti no decía nada—. Guido, has llamado tú, no yo. —Se levantó—. Voy a echar la pasta. ¿Quince minutos?

Mientras esperaba que Padovani volviera de la cocina, Brunetti miraba los libros que llenaban una de las paredes. Sacó uno de arqueología china, se lo llevó al sofá y estuvo hojeándolo hasta que oyó abrirse la puerta y vio a Padovani entrar en la habitación.


A tavola, tutti a tavola. Mangiamo
—gritó el anfitrión. Brunetti dejó el libro y fue hacia la mesa—. Tú ahí, a la izquierda. —Dejó el bol y empezó a amontonar pasta en el plato que Brunetti tenía delante.

Brunetti, con la mirada baja, esperó a que Padovani se sirviera a su vez y empezó a comer. Tomate, cebolla, dados de
pancetta
y un poco de
pepperoncino
aderezaban generosamente los
penne rigate
, su pasta seca preferida.

—Está bueno —dijo Brunetti con sinceridad—. Me gusta el
pepperoncino
.

—Me alegro; nunca sé si la gente lo encontrará demasiado picante.

—No; está en su punto —dictaminó Brunetti, y siguió comiendo. Cuando Padovani le servía la segunda ración, dijo—: Se llama Francesco Crespo.

—Debí figurármelo —dijo Padovani con un suspiro de cansancio. Luego, con mucho más interés, preguntó—: ¿Seguro que no tiene demasiado
pepperoncino
?

Brunetti negó con la cabeza, terminó lo que tenía en el plato y luego lo protegió con las manos, al ver que Padovani hacía ademán de agarrar otra vez el cucharón.

—Anda, hombre, que casi no hay nada más —insistió Padovani.

—No, Damiano, en serio.

—Allá tú, pero que Paola no me eche la culpa, si te mueres de hambre mientras está fuera.

Puso los dos platos dentro de la fuente y los llevó a la cocina.

Aún haría otros dos viajes antes de volver a sentarse. En el primero sacó un pequeño asado de pechuga de pavo picada envuelta en
pancetta
y rodeada de patatas y, en el segundo, un plato de pimientos asados bañados en aceite de oliva y una gran ensalada variada.

—No hay nada más —dijo sentándose, y Brunetti supuso que su amigo pretendía que lo interpretara como una disculpa.

Brunetti se sirvió asado y patatas y empezó a comer.

Padovani llenó las copas y se sirvió pavo a su vez.

—Crespo, si mal no recuerdo, procede de Mantua. Hará unos cuatro años fue a Padua a estudiar farmacia. Pero pronto descubrió que, si seguía sus inclinaciones naturales, la vida podía ser mucho más interesante, y se hizo chapero, y entonces comprendió que era preferible buscarse a un hombre mayor que lo mantuviera. Lo de siempre: apartamento, coche, dinero para ropa y, a cambio, lo único que él tenía que hacer era estar disponible cuando el que pagaba las facturas podía escapar del banco, de la reunión del consejo o de la esposa. Creo que entonces tenía sólo dieciocho años. Y era muy guapo. —Padovani se quedó con el tenedor en el aire—. Me recordaba al Baco de Caravaggio: bello pero avispado y casi perverso.

Padovani ofreció los pimientos a Brunetti y luego se sirvió.

—Lo último que he sabido de él de primera mano es que estaba liado con un contable de Treviso. Pero Franco no era capaz de ser fiel, y el contable lo echó a patadas. Le dio una paliza, según creo, y lo echó. No sé cuándo empezó con lo del travestismo, esto nunca me ha interesado ni lo más mínimo. Y es que no lo entiendo. Si lo que quieres es una mujer, búscate a una mujer.

—Quizá sea la forma de engañarse a uno mismo, de simular que se cree estar con una mujer —apuntó Brunetti, utilizando la teoría de Paola, que ahora le parecía lógica.

—Quizá. Pero es triste, ¿no? —Padovani apartó el plato hacia un lado y se apoyó en el respaldo de la silla—. Quiero decir que continuamente estamos engañándonos a nosotros mismos sobre si amamos a una persona, o por qué la amamos, o por qué mentimos. Pero por lo menos con nosotros mismos tendríamos que ser francos acerca de con quién queremos acostarnos. Es lo menos que se puede pedir. —Se acercó la ensalada, la espolvoreó de sal, la roció generosamente de aceite y le agregó un buen chorro de vinagre. Brunetti le dio su plato y recibió a cambio otro limpio para la ensalada. Padovani le presentó la ensaladera.

—Sírvete. No hay postre. Sólo fruta.

—Me alegro que no hayas tenido que molestarte —dijo Brunetti, y Padovani se echó a reír.

—En realidad, lo tenía casi todo en casa. Menos la fruta.

Brunetti se sirvió una pequeña ración de ensalada; Padovani tomó aún menos.

—¿Qué más sabes de Crespo? —preguntó Brunetti.

—Me dijeron que se vestía de mujer y se hacía llamar Francesca. Pero no sabía que hubiera acabado en
via
Cappuccina. ¿O era en los parques públicos de Mestre?

—Los dos sitios —dijo Brunetti—, pero no sé si puede decirse que haya acabado allí. Vive en un buen barrio, y en la puerta estaba su nombre.

—Cualquiera puede poner el nombre en una puerta. Eso depende de quien pague el alquiler —dijo Padovani que, al parecer, era más ducho en la materia.

—Sin duda tienes razón.

—No sé mucho de él, pero no es mala persona o, por lo menos, no lo era cuando lo conocí. Sólo un poco embustero e impresionable. Estas cosas no cambian, por lo que, si le conviene, te mentirá.

—Lo mismo que la mayoría de las personas con las que yo trato.

Padovani sonrió y agregó:

—Lo mismo que la mayoría de las personas con las que tratamos todos, toda la vida.

Brunetti no pudo por menos de echarse a reír ante esta triste verdad.

—Traeré la fruta —dijo Padovani, apilando los platos para llevárselos.

Volvió enseguida, con un bol de cerámica azul celeste que contenía seis melocotones perfectos. Dio a Brunetti un plato de postre y dejó la fruta delante de él. Brunetti tomó un melocotón y empezó a pelarlo con el cuchillo y el tenedor.

—¿Qué sabes de Santomauro? —preguntó, mientras pelaba, atento a la operación.

—¿Te refieres al presidente, o comoquiera que se auto-defina, de la Lega della Moralità? —preguntó Padovani ahuecando la voz al pronunciar las últimas palabras.

—Sí.

—Sé de él lo suficiente como para decirte que, en ciertos ambientes, el anuncio de la creación de la Liga y su finalidad se recibieron con un regocijo parecido al que antes nos producía ver a Rock Hudson atentar contra la virtud de Doris Day o, ahora, las actuaciones más beligerantes de algunos actores, tanto nuestros como norteamericanos.

—¿Quieres decir que es de dominio público?

—Lo es y no lo es. Para la mayoría de nosotros, lo es, pero nosotros, a diferencia de los políticos, aún acatamos las reglas de la caballerosidad y no andamos por ahí contando chismes unos de otros. Si lo hiciéramos, no iba a quedar títere con cabeza en el gobierno, ni tampoco en el Vaticano.

Brunetti se alegró de ver surgir por fin al auténtico Padovani o, por lo menos, al desenfadado conversador que él consideraba el auténtico Padovani.

—Pero, ¿y la Liga? ¿Cómo pudo Santomauro situarse al frente de una asociación como ésa?

—Excelente pregunta. Pero, si repasamos la historia de la Liga, verás que en la época de su fundación, Santomauro no era más que la
éminence grise
de la organización. No creo que su nombre se asociara con ella, por lo menos oficialmente, hasta hace dos años, y él no alcanzó la preeminencia hasta hace un año, en que fue elegido camarero, rector o como se llame al jefe.
Grand priore
? Un título rimbombante, en todo caso.

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