Vestido para la muerte (17 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Se pararon delante de la puerta de la habitación de su madre, y entonces llegaron los recuerdos, golpeando como furias: comidas alegres, risas, canciones, con la clara voz de soprano de la madre dominando a las demás; su madre, prorrumpiendo en un llanto histérico cuando él le dijo que se casaba con Paola, y luego, la misma noche, entrando en su cuarto a darle la pulsera de oro, el único regalo que le quedaba de su marido, y diciendo que se la diera Paola, que siempre había sido para la esposa del primogénito.

Con un esfuerzo, Brunetti ahuyentó los recuerdos y sólo vio la puerta blanca y el hábito blanco de
suor'
Immacolata que abría la puerta y entraba delante de él dejándola abierta.


Signora
—dijo la monja—,
signora
, su hijo ha venido a verla. —Cruzó la habitación y se inclinó hacia la anciana encorvada que estaba al lado de la ventana—. Qué alegría, ¿verdad? Ha venido su hijo.

Brunetti se había quedado en la puerta.
Suor'
Immacolata le hizo una seña con la cabeza y entró, absteniéndose de cerrar, como era lo obligado.

—Buenos días,
dottore
—dijo la monja recalcando las sílabas—. Me alegro de que haya podido venir a ver a su madre. ¿Verdad que tiene buen aspecto?

Él dio unos pasos y se detuvo, manteniendo las manos apartadas del cuerpo.


Buen di', mamma
—dijo—. Soy Guido. Vengo a verte. ¿Cómo estás,
mamma
? —Le sonreía.

La anciana, sin apartar la mirada de Brunetti, asió el brazo de la monja obligándola a agacharse y le cuchicheó al oído.

—Oh, no,
signora
. No diga eso. Es un hombre bueno. Es su hijo, Guido. Ha venido a ver cómo está.

Acariciaba la mano de la anciana y ahora se arrodilló para estar más cerca. La anciana miró a la monja, dijo varias palabras más y levantó los ojos hacia Brunetti, que no se había movido.

—Es el hombre que mató a mi niño —gritó de repente—. Lo conozco. Lo conozco. El que mató a mi niño. —Movía el cuerpo de un lado al otro, y empezó a chillar—: Socorro, socorro, ha vuelto y matará a mis niños.

Suor'
Immacolata abrazaba a la anciana y le hablaba al oído, pero no podía calmar el miedo ni el furor de la mujer que, de un fuerte empujón, la tiró al suelo.

La monja se alzó rápidamente sobre las rodillas y mirando a Brunetti sacudió la cabeza señalando la puerta. Brunetti, con las manos bien visibles ante sí, salió de la habitación andando lentamente hacia atrás y cerró la puerta. Desde fuera, oía los gritos furiosos de su madre y el grave contrapunto de la voz suave y un poco grave de la joven que, con su arrullo, fue apaciguando a la anciana hasta que, poco a poco, cesaron los gritos. En el pasillo no había ventanas, y Brunetti no podía mirar sino la puerta.

Al cabo de unos diez minutos,
suor'
Immacolata salió de la habitación y se paró a su lado.

—Lo siento,
dottore
. Creí que esta semana estaba mejor. Ha estado muy tranquila desde que tomó la comunión.

—No se apure, hermana. Esto no se puede prever. ¿Le ha hecho daño?

—Oh, no, estoy bien. No sabía lo que hacía, pobrecita.

—¿Le hace falta algo?

—No, no, tiene todo lo que necesita.

A Brunetti le parecía que su madre no tenía nada de lo que necesitaba, o quizá que ya no necesitaba ni volvería a necesitar nada.

—Es usted muy buena, hermana.

—Es bueno el Señor,
dottore
. Nosotras sólo hacemos su obra.

Brunetti no supo qué decir. Estrechó la mano de la monja, la retuvo varios segundos y la envolvió con su otra mano.

—Gracias, hermana.

—Que Dios le bendiga y le dé fuerzas,
dottore
.

16

Había transcurrido una semana, y el asunto de Maria Lucrezia Patta ya no era el sol en torno al cual giraba la
questura
de Venecia. Aquel fin de semana habían dimitido otros dos ministros del gobierno entre vehementes protestas de que su decisión en modo alguno obedecía a la circunstancia de haber sido relacionados con los más recientes escándalos de soborno y corrupción. Habitualmente, el personal de la
questura
, al igual que toda Italia, hubiera bostezado al leerlo y buscado la página de deportes, pero como uno de los dimisionarios era el ministro de Justicia, el caso tenía un interés especial para el Cuerpo, aunque sólo fuera porque daba pábulo a especular sobre qué otras cabezas rodarían a no tardar por las escaleras del Quirinale.

A pesar de que era uno de los mayores escándalos que se habían producido en décadas —¿y cuándo había sido pequeño un escándalo?—, la opinión popular era que pronto estaría todo
insabbiata
, sepultado en la arena, tapado, junto con todos los escándalos del pasado. Cuando un italiano la emprende con el tema no hay quien lo pare, y te da una lista de todos los casos que han sido enterrados para siempre: Ustica, PG2, la muerte del papa Juan Pablo I, Sindona… Maria Lucrezia Patta, por sonada que hubiera sido su marcha de la ciudad, no podía competir con cuestiones de tanto fuste, por lo que las aguas habían vuelto a su cauce, y la única novedad era que el travesti hallado en Mestre hacía una semana había resultado ser el director de la Banca di Verona, ¿y quién iba a esperar algo así de un director de banco, por Dios?

Una de las empleadas de la oficina de pasaportes que estaba unas puertas más arriba de la
questura
había oído decir esta mañana en el bar que el tal Mascari era muy conocido en Mestre y que lo que hacía durante sus viajes de negocios había sido un secreto a voces durante muchos años. En otro bar se comentaba que su matrimonio era una tapadera, para disimular, ya que trabajaba en un banco. Alguien dijo entonces que seguramente se habría buscado una esposa de su misma talla, para ponerse su ropa: ¿por qué iba a casarse con ella si no? Una verdulera de Rialto sabía de buena tinta que Mascari había sido así desde que iba al colegio.

A última hora de la mañana, la opinión pública tuvo que tomarse un respiro, pero por la tarde era de dominio público no sólo que Mascari había muerto a causa de la «mala vida» que llevaba pese a los consejos de los pocos amigos que conocían su vicio secreto, sino que su esposa se negaba a reclamar el cuerpo y a darle cristiana sepultura.

Brunetti tenía una cita con la viuda a las once, y acudió a ella ignorante de los rumores que circulaban por la ciudad. Llamó a la Banca di Verona y le informaron de que, hacía una semana, su oficina en Mesina había recibido una llamada telefónica de un hombre que dijo ser Mascari, que les avisó de que tenía que aplazar la visita dos semanas o quizá un mes. No; no se habían preocupado de confirmar la llamada, ya que no había razones para dudar de su autenticidad.

El apartamento de Mascari estaba en el tercer piso de un edificio próximo a
via
Garibaldi, la arteria principal de Castello. Cuando la viuda le abrió la puerta, él comprobó que tenía el mismo aspecto que dos días antes, salvo que ahora vestía de negro y tenía las ojeras más pronunciadas.

—Pase, por favor —dijo la mujer, dando un paso atrás. Él, después del preceptivo «con permiso», entró en el apartamento y tuvo la extraña sensación de que ya había estado allí otra vez. Cuando miró más atentamente, descubrió que ello se debía a que este apartamento era casi igual al de la anciana de
campo
San Bartolomeo, la típica casa que ha sido habitada por varias generaciones de la misma familia. En la pared del fondo, una gran cómoda, idéntica a la de la anciana y, en el tresillo y las butacas, una tapicería similar de pana verde. También estas ventanas tenían las persianas cerradas, por el calor o las miradas curiosas.

—¿Quiere beber algo? —preguntó ella, por formulismo, evidentemente.

—No,
signora
, muchas gracias. Sólo deseo pedirle un poco de su tiempo. Debo hacerle varias preguntas.

—Sí, comprendo —dijo ella retrocediendo a la habitación. Se sentó en una de las mullidas butacas y Brunetti en la otra. La mujer retiró un hilo del brazo de la butaca, hizo con él una bolita y la guardó cuidadosamente en el bolsillo de la chaqueta.

—No sé si habrá oído los rumores que rodean la muerte de su marido,
signora
.

—Sé que lo encontraron vestido de mujer —dijo ella con voz ahogada.

—Si sabe eso, comprenderá que debo hacerle ciertas preguntas.

Ella asintió mirándose las manos.

Él podía preguntar con brutalidad o con rodeos, y optó por los rodeos.

—¿Tiene o ha tenido alguna vez razones para creer que su marido incurriera en prácticas semejantes?

—No sé a qué se refiere —dijo ella, aunque lo que él quería decir no podía estar más claro.

—Me refiero al travestismo.

¿Por qué no decir que era un travesti, sencillamente?

—Eso es imposible.

Brunetti no dijo nada, sólo esperó a que ella siguiera hablando. Pero ella sólo repitió, imperturbable:

—Eso es imposible.

—¿Su marido recibía llamadas telefónicas extrañas?

—No sé qué quiere decir.

—¿Recibió su marido alguna llamada después de la cual pareciera preocupado o decaído? ¿O una carta? ¿Estaba tenso últimamente?

—En absoluto.

—Si me permite volver sobre mi primera pregunta, ¿dio su marido algún indicio de tener esa orientación?

—¿Hacia los hombres? —dijo ella con voz áspera de incredulidad y de algo más. ¿Repugnancia?

—Sí.

—No, nunca. Es horroroso, execrable. No le consiento que diga eso de mi marido. Leonardo era un hombre.

Brunetti observó que apretaba los puños.

—Le ruego que tenga paciencia conmigo,
signora
. Sólo trato de entender las cosas y por eso tengo que hacerle estas preguntas acerca de su marido. Ello no significa que yo sospeche de él.

—¿Por qué pregunta entonces? —preguntó ella con voz destemplada.

—Para que podamos descubrir la verdad acerca de la muerte de su marido,
signora
.

—No contestaré esas preguntas. Es una indecencia.

Él deseaba decirle que el asesinato también es una indecencia, pero se limitó a preguntar:

—Durante las últimas semanas, ¿parecía diferente su marido?

Como era de esperar, ella dijo:

—No sé a qué se refiere.

—Por ejemplo, ¿dijo algo acerca del viaje a Mesina? ¿Parecía complacido o reacio a hacer el viaje?

—No; parecía como siempre.

—¿Y cómo estaba siempre?

—Tenía que ir. Era su trabajo y tenía que hacerlo.

—¿Le dijo algo del viaje?

—No; sólo que tenía que irse.

—¿Y durante estos viajes nunca la llamaba por teléfono?

—No.

—¿Por qué,
signora
?

Ella pareció comprender que él no pensaba desistir, y contestó:

—El banco no autorizaba a Leonardo a cargar las llamadas particulares a su cuenta de gastos. A veces llamaba a un amigo al despacho y le pedía que me llamara de su parte, pero no siempre.

—Comprendo —dijo Brunetti. Director de banco, y no podía pagar de su bolsillo una llamada a su mujer.

—¿Tuvieron hijos usted y su marido,
signora
?

—No —respondió ella rápidamente.

Brunetti abandonó esta vía y preguntó:

—¿Tenía su marido alguien de confianza en el banco? Antes se ha referido usted a un amigo. ¿Podría darme su nombre?

—¿Por qué quiere hablar con él?

—Quizá su marido le dijera algo, o quizá dejara traslucir lo que sentía acerca del viaje a Mesina. Me gustaría hablar con el amigo de su marido, para averiguar si observó algo raro en su conducta.

—Estoy segura de que no.

—De todos modos, deseo hablar con él y le agradeceré que me dé su nombre,
signora
.

—Marco Ravanello. Pero no podrá decirle nada. A mi marido no le pasaba nada raro. —Lanzó a Brunetti una mirada llameante y repitió—: Mi marido no tenía nada raro.

—No la molesto más,
signora
—dijo Brunetti levantándose y yendo hacia la puerta—. ¿Ya se han hecho los preparativos para el funeral?

—Sí; la misa es mañana. A las diez.

No dijo dónde, ni Brunetti preguntó. Era una información fácil de conseguir, y tenía intención de asistir.

El comisario se paró en la puerta.

—Muchas gracias por todo,
signora
. Le ruego que acepte mi pésame y tenga la seguridad de que haremos cuanto esté en nuestra mano para encontrar al culpable de la muerte de su marido.

¿Por qué suena mejor «muerte» que «asesinato»?

—Mi marido no era de ésos. Ya lo verá. Él era un hombre.

Brunetti no le dio la mano sino que se limitó a inclinar la cabeza antes de abrir la puerta para marcharse. Mientras bajaba la escalera, pensaba en la última escena de
La casa de Bernarda Alba
, en que la madre, desde el centro del escenario, grita al público y al mundo que su hija ha muerto virgen, que ha muerto virgen. Para Brunetti sólo tenía importancia la muerte en sí; todo lo demás era accesorio.

Al llegar a la
questura
, pidió a Vianello que subiera a su despacho. Como estaba dos pisos más arriba, allí podría captarse más fácilmente cualquier asomo de brisa. Cuando llegaron arriba, Brunetti abrió las ventanas, se quitó la chaqueta y preguntó al sargento:

—Vamos a ver, ¿ha podido averiguar algo sobre la Liga?

—Nadia dice que tendríamos que ponerla en nómina por esto,
dottore
—dijo Vianello sentándose—. Este fin de semana se ha pasado dos horas al teléfono hablando con sus amigas. Muy interesante, esta Lega della Moralità.

Vianello tenía que contarlo a su manera, Brunetti lo sabía, pero, para suavizar el proceso, dijo:

—Mañana por la mañana me acercaré a Rialto a comprarle unas flores. ¿Cree que será suficiente?

—Ella preferiría tenerme en casa el sábado —dijo Vianello.

—¿Qué servicio tiene?

—En principio, debo estar en el barco que ha de traer del aeropuerto al ministro del Medio Ambiente. Pero todo el mundo sabe que el ministro no vendrá a Venecia, que anulará el viaje en el último minuto. ¿Imagina que va a venir en pleno agosto, con la ciudad apestando a algas podridas, para hablar de proyectos medioambientales? —Vianello rió burlonamente; su interés por el nuevo partido Verde era otra de las consecuencias de sus recientes experiencias médicas—. Así que me gustaría no tener que perder la mañana en el aeropuerto para que luego resulte que él no viene.

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