—Pero, ¿por qué nadie dijo nada entonces?
—Supongo que porque la mayoría de nosotros preferimos tomar a broma la Liga, lo cual me parece un grave error.
Había en su voz una nota de seriedad insólita.
—¿Por qué lo dices?
—Porque creo que los grupos como la Liga configuran la tendencia política del futuro; grupos que tienden a la fragmentación, al desmembramiento. Fíjate en lo que está ocurriendo en la Europa oriental y en Yugoslavia. Y en nuestra propia Italia, a la que las ligas políticas quieren desmenuzar en pequeñas unidades independientes.
—¿No es posible que exageres, Damiano?
—Desde luego. La Lega della Moralità también podría ser un puñado de inofensivas viejecitas que quieren reunirse para rememorar con nostalgia los viejos tiempos. Pero ¿quién sabe cuántos miembros la componen? ¿Cuáles son sus objetivos?
En Italia, las sospechas acerca de posibles conspiraciones se maman con la leche materna, y no hay italiano que esté exento del impulso de ver una conspiración en todo. Por consiguiente, cualquier grupo remiso a definirse resulta sospechoso, como les ocurrió a los jesuitas y les ocurre a los Testigos de Jehová. «Y sigue ocurriéndoles a los jesuitas», añadió Brunetti. La conspiración engendra el secreto, desde luego, pero Brunetti no estaba dispuesto a aceptar la proposición inversa, de que el secreto indefectiblemente alimentara la conspiración.
—¿Tú qué dices? —inquirió Padovani.
—¿Qué digo de qué?
—De la Liga.
—Es muy poco lo que puedo decir —reconoció Brunetti—. Pero, si tuviera que sospechar de ellos, no miraría sus objetivos; miraría sus finanzas.
Una de las pocas reglas que Brunetti había podido comprobar durante sus veinte años de trabajo policial era la de que ni los principios éticos ni los ideales políticos mueven a la gente con tanta fuerza como el afán de lucro.
—No creo que Santomauro pueda interesarse por algo tan prosaico como el dinero.
—Dami, el dinero interesa a todo el mundo, y motiva a la mayoría.
—Dejando aparte motivos y objetivos, puedes estar seguro de que, si a Santomauro le interesa dirigirlo, no puede ser bueno. Es poco, pero cierto.
—¿Qué sabes de su vida privada? —preguntó Brunetti, pensando que «privada» sonaba mejor que «sexual», que era lo que quería decir.
—Lo único que sé es lo que se sugiere e insinúa en observaciones y comentarios. Ya sabes lo que son estas cosas. —Brunetti asintió. Lo sabía, efectivamente—. Lo único que sé y que, repito, no lo sé realmente, aunque me consta, es que le gustan los chicos, cuanto más jóvenes, mejor. Si indagas en su pasado, verás que solía ir a Bangkok por lo menos una vez al año. Sin la inefable
signora
Santomauro, por descontado. Pero desde hace varios años ha dejado de ir. No tengo la explicación, pero sé que esas aficiones no se pierden fácilmente, no se borran de la noche a la mañana, y que para satisfacerlas no hay sucedáneo que valga.
—¿Aquí también se encuentra… de eso?
¿Por qué hablar de ciertas cosas le resultaba tan fácil con Paola y tan difícil con otras personas?
—Bastante, aunque no tanto como en Roma o en Milán.
Brunetti había leído informes de la policía sobre la cuestión.
—¿Películas?
—Películas y lo que no son películas, para los que pueden pagar. Iba a decir: y están dispuestos a correr el riesgo, pero en realidad hoy ya no puede hablarse de riesgo.
Brunetti miró su plato y vio el melocotón, pelado pero entero. Ya no le apetecía.
—Damiano, al decir «chicos», ¿a qué edad te refieres?
Padovani sonrió repentinamente.
—Guido, tengo la curiosa impresión de que te violenta hablar de esto. —Brunetti no contestó—. Chicos de doce años, incluso de diez.
—Oh. —Una pausa larga, y Brunetti preguntó—: ¿Estás seguro de lo de Santomauro?
—Estoy seguro de que es lo que se dice de él, y no es probable que sea mentira. Pero no tengo pruebas, ni testigos, nadie que estuviera dispuesto a jurarlo.
Padovani se levantó y se acercó a un aparador bajo con varias botellas agrupadas a un extremo.
—
Grappa
?
—Encantado.
—Tengo una muy buena con sabor a pera. ¿Quieres probarla?
—Sí.
Brunetti se reunió con él en el extremo de la habitación, tomó el vasito que se le ofrecía y se sentó en el sofá. Padovani volvió a su butaca de antes, llevándose la botella.
Brunetti bebió. No era pera sino néctar.
—Es muy tenue.
—¿La
grappa
?. —preguntó Padovani, realmente perplejo.
—No, no; me refiero a la relación entre Crespo y Santomauro. Si lo que le gusta a Santomauro son los niños, Crespo podría ser su cliente y nada más.
—Perfectamente posible —dijo Padovani con una voz que sugería que pensaba todo lo contrario.
—¿Conoces a alguien que pudiera darte más información sobre cualquiera de ellos? —preguntó Brunetti.
—¿Santomauro y Crespo?
—Sí. Y también sobre Leonardo Mascari, si existe alguna relación.
Padovani miró su reloj.
—Ya es tarde para llamar a mis conocidos. —Brunetti miró el reloj a su vez y vio que no eran más que las diez y cuarto. ¿Monjas? Padovani, observando su gesto, se echó a reír—. Guido, me refiero a que a esta hora ya estarán todos fuera de casa. Pero mañana los llamaré desde Roma, a ver qué saben o qué pueden averiguar.
—Preferiría que ninguno de los dos se enterase de que se indaga sobre ellos.
Era una forma de hablar cortés pero también rígida y forzada.
—La operación será discreta, Guido. Todo el que conozca a Santomauro estará encantado de revelar cuanto sepa de él, tanto por experiencia propia como de oídas, y puedes estar seguro de que nada de esto llegará a sus oídos. La sola idea de que pueda estar envuelto en algo feo llenará de regocijo a las personas en las que estoy pensando.
—Eso es lo malo, Damiano. No quiero comentarios, y mucho menos, que se diga que pueda estar mezclado en algo feo.
Comprendió que había utilizado un tono muy severo, y sonrió extendiendo el vasito para pedir más
grappa
.
Entonces se esfumó la loca y apareció el periodista.
—De acuerdo, Guido. Nada de chismorreos. Haré varias llamadas y quizá el martes o miércoles ya sepa algo. —Padovani se sirvió otro vasito de
grappa
y tomó un sorbo—. Tú deberías investigar la Liga, Guido, por lo menos, a los socios.
—A ti te preocupa, ¿verdad?
—Me preocupa cualquier grupo que actúe desde una pretendida superioridad sobre otras personas.
—¿Como la policía, por ejemplo? —sonrió Brunetti, tratando de animar a su interlocutor.
—No, como la policía, no, Guido. Nadie os cree superiores, y tengo la impresión de que la mayoría de vuestros hombres tampoco se lo cree. —Apuró el vaso, pero no se sirvió más licor. Dejó el vaso y la botella en el suelo, al lado de la butaca—. Esa gente me hace pensar en Savonarola —dijo—. Él quería un mundo mejor, pero para conseguirlo sólo se le ocurrió destruir todo aquello que no le gustaba. Me parece que, en el fondo, todos los fanáticos son iguales, incluidos los ecologistas y las feministas. Empiezan por desear un mundo mejor y acaban tratando de conseguirlo eliminando del mundo todo aquello que no casa con su idea del mundo. Lo mismo que Savonarola, todos acabarán en la hoguera.
—¿Y entonces qué? —preguntó Brunetti.
—Pues supongo que los demás conseguiremos salir adelante, a trancas y barrancas.
No podía decirse que esto fuera una gran afirmación filosófica, pero a Brunetti le pareció una nota lo bastante optimista como para que sirviera de cierre a la velada. Se levantó, dijo a su anfitrión las frases de rigor y se fue a casa, a su cama vacía.
Otra de las razones por las que Brunetti no se había decidido a ir a las montañas era que aquél era el domingo de la visita a su madre; él y su hermano Sergio se alternaban para ir a verla los fines de semana, o se cambiaban el turno si era necesario. Pero Sergio y su familia se habían ido de vacaciones a Cerdeña, y Brunetti no podía pedirle que fuera en su lugar. A pesar de que daba lo mismo que fueran o no, uno u otro seguían visitándola cada fin de semana. La madre estaba en Mira, a unos diez kilómetros de Venecia, por lo que había que tomar un autobús y luego un taxi o caminar un buen trecho hasta la
casa di riposo
.
Aquella noche, con aquella visita en perspectiva, los recuerdos le impedían conciliar el sueño, además del calor y los mosquitos, a los que no había manera de mantener a raya. Despertó a eso de las ocho, ante la misma disyuntiva que se le planteaba domingo sí y domingo no: ir a Mira antes o después de comer. No tenía más importancia la hora que la visita en sí, y hoy el único factor que podía influir en su decisión era el calor. Por la tarde sería más infernal todavía, y optó por no demorar la marcha.
Salió de casa antes de las nueve, fue andando hasta
piazzale
Roma y tuvo la suerte de llegar pocos minutos antes de que saliera el autobús de Mira. Como fue de los últimos en subir, tuvo que hacer el viaje de pie y dejarse zarandear por el autobús mientras cruzaban el puente y entraban en la intrincada red de pasos elevados que conducían el tráfico por encima o por los lados de Mestre.
En el autobús había caras conocidas; a veces, algunos pasajeros compartían el taxi desde la terminal de Mira o, si hacía buen tiempo, iban andando en grupo hasta el sanatorio, sin hablar casi nunca de algo que no fuera el tiempo. En la estación de autobuses se apearon seis personas, dos de las cuales eran mujeres a las que él conocía de otros viajes, y los tres acordaron rápidamente compartir el taxi. Como el vehículo no tenía aire acondicionado, el tiempo les dio motivo de conversación para rato, y todos se alegraron de la distracción.
Al llegar a la
casa di riposo
, cada uno sacó cinco mil liras. El coche no tenía taxímetro; pero todo el que hacía aquel trayecto conocía la tarifa.
Brunetti y las dos mujeres entraron juntos, todavía manifestando la esperanza de que pronto cambiara el viento o que viniera lluvia, comentando que hacía muchos años que no era tan riguroso el verano y preguntando qué pasaría con las cosechas si no llovía pronto.
Él conocía el camino, tenía que subir al tercer piso. Las dos mujeres se quedaron en el segundo, donde estaban los hombres, aunque se fueron en direcciones distintas. En lo alto de la escalera, vio a
suor'
Immacolata, su monja favorita.
—
Buon giorno, dottore
—dijo ella con una sonrisa acercándose por el pasillo.
—
Buon giorno
, hermana —respondió—. La veo muy fresca, como si no sintiera el calor.
Ella sonrió, como siempre que él bromeaba sobre la temperatura.
—Ah, ustedes, los del norte, no saben lo que es el calor. Esto no es nada, apenas un soplo de primavera.
Suor'
Immacolata era de un pueblo de las montañas de Sicilia y su comunidad la había destinado aquí hacía dos años. En medio de la angustia, la demencia y el sufrimiento que eran su pan de cada día, lo que peor soportaba ella era el frío, pero sus quejas eran siempre irónicas y displicentes, dando a entender que era absurdo hablar de aquella pequeña mortificación, frente a tanto dolor verdadero. Al verla sonreír, él volvió a reparar en lo bonita que era, con sus ojos castaños almendrados, sus labios suaves y su nariz fina y elegante. Ésta era una de las cosas que Brunetti no comprendía. Él se consideraba un hombre realista y sensual, y en la vocación religiosa sólo podía ver el renunciamiento, no el amor que la inspiraba.
—¿Cómo está?
—Ha pasado buena semana,
dottore
.
Brunetti sabía que la semana sólo podía haber sido buena por omisión: su madre no había atacado a nadie, no había roto nada ni se había hecho daño a sí misma.
—¿Come?
—Sí,
dottore
. El miércoles hasta almorzó con las otras señoras.
Él esperaba que ahora le contara el desastre que ello había provocado, pero
suor'
Immacolata no dijo más.
—¿Puedo entrar a verla? —preguntó.
—Desde luego ¿Quiere que entre con usted?
Qué delicia, el tacto de la mujer, qué dulce su caridad.
—Gracias, hermana. Quizá ella se sienta más cómoda si la ve a usted conmigo, por lo menos, al entrar.
—Sí, eso podría mitigar la sorpresa. Una vez se acostumbra a cada persona, todo va bien. Y una vez intuye quién es usted,
dottore
, está contenta.
Era mentira, Brunetti lo sabía y
suor'
Immacolata también. Su religión le decía que mentir es pecado y, no obstante, cada semana, ella decía esta mentira a Brunetti o a su hermano. Después, de rodillas, pedía perdón por un pecado que no podía evitar y que sabía que volvería a cometer. En invierno, al acostarse, después de las oraciones, abría la ventana de su celda y quitaba de la cama la única manta con la que se le permitía abrigarse. Pero semana tras semana reincidía en la mentira.
La hermana dio media vuelta y lo llevó por el camino que tan bien conocía él, hacia la habitación 308. A la derecha del pasillo, arrimadas a la pared, había tres mujeres en silla de ruedas. Dos golpeaban rítmicamente los brazos de la silla musitando incoherencias y la tercera se balanceaba de un lado al otro, como un metrónomo humano. Al pasar él, la que siempre olía a orina, extendió el brazo tratando de agarrarlo.
—¿Eres Giulio? ¿Eres Giulio? —preguntó.
—No,
signora
Antonia —dijo
suor'
Immacolata inclinándose a acariciar el corto cabello blanco de la anciana—. Giulio ya estuvo aquí, ¿no se acuerda? Le trajo este precioso animalito —dijo tomando un osito de felpa con señales de haber sido mordido y poniéndoselo en las manos.
La anciana la miró con desconcierto en unos ojos de los que sólo la muerte podría borrar la confusión y preguntó:
—¿Giulio?
—Eso es. Giulio le trajo el
orsetto
, ¿verdad que es bonito? —dijo sosteniendo el muñeco.
La anciana lo tomó y miró a Brunetti.
—¿Eres Giulio?
Suor'
Immacolata se lo llevó del brazo diciendo:
—Su madre tomó la comunión esta semana. Eso pareció ayudarla mucho.
—Estoy seguro de ello —dijo Brunetti.
Le parecía que, cada vez que venía a esta casa, hacía lo que suele hacer el que sabe que va a experimentar una brusca impresión física, un pinchazo o una ducha de agua fría: tensar los músculos y concentrarse por completo en resistir el dolor, excluyendo cualquier otra sensación. Sólo que, en lugar de tensar los músculos del cuerpo, a él le parecía estar tensando los del alma.