Read Antes de que los cuelguen Online
Authors: Joe Abercrombie
—¿Qué pasa...? —dijeron desde dentro. Se puso de pie a toda prisa, se dio la vuelta y corrió a trompicones por la nieve en medio de la oscuridad mientras a sus espaldas oía cómo descorrían las solapas de la tienda—. ¡Maldita sea! ¿Quién de vosotros es? —llegó desde arriba la voz del Sabueso rugiendo en norteño—. ¿Eres tú, Dow? ¡Desgraciado, te voy a matar!
—Las Montañas Quebradas —exhaló el Hermano Pielargo con la voz sobrecogida por la emoción—. Una vista verdaderamente magnífica.
—Creo que me gustaría más si no tuviera que subirlas —rezongó Logen.
Jezal no podía estar más de acuerdo. El carácter del terreno por el que habían estado cabalgando había ido cambiando día a día. De los pastizales de suave pendiente habían pasado primero a un paisaje de ondulantes lomas y luego a otro de agrestes colinas, sembradas de peñascos y hoscos bosquetes de árboles raquíticos. Y, en todo momento, descollando en la distancia, la difusa silueta gris de los picos de las grandes montañas que a cada mañana habían ido creciendo y volviéndose más nítidos hasta que finalmente parecían perforar las nubes que se cernían en las alturas.
Ahora se hallaban sentados a su sombra. El extenso valle que acababan de cruzar, con sus árboles mecidos por el viento y su sinuoso arroyo, culminaba en un laberinto de muros derruidos. Un poco más allá arrancaba una empinada cuesta que ascendía por las abruptas estribaciones de la cordillera, tras las cuales se alzaban ya los primeros paredones de la montaña propiamente dicha, un orgulloso e imponente perfil de rocas recortadas, cuyas lejanas cumbres aparecían salpicadas de manchas de nieve. La vertiginosa imagen infantil de lo que ha de ser una montaña.
Los ojos verdes de Bayaz inspeccionaron con expresión adusta los ruinosos cimientos.
—En tiempos se alzó aquí una poderosa fortaleza que marcaba el límite occidental del Imperio antes de que los colonos cruzaran el paso y se establecieran en los valles de la otra vertiente —ahora los únicos habitantes del lugar eran unos matojos de punzantes hierbajos y lacerantes zarzas. El Mago se bajó a trancas y barrancas del carro, estiró la espalda, desentumeció las piernas y luego se puso en cuclillas haciendo una mueca de dolor. Seguía teniendo un aspecto enfermizo y avejentado, pero su cara había ganado en carnosidad y en color desde que dejaron Aulcus a sus espaldas—. Aquí se acaba mi descanso —suspiró—. Este carro nos ha sido muy útil, igual que las bestias, pero el paso es demasiado empinado para los caballos.
Entonces Jezal se fijó en el sendero que ascendía serpenteando por la montaña, una tenue línea que avanzaba entre matojos de hierba silvestre y empinada roca y desaparecía detrás de una elevada cresta.
—Parece un camino bastante largo.
Bayaz resopló.
—No es más que la primera de las muchas ascensiones que haremos hoy, y luego habrá que hacer muchas otras más. Por lo menos nos tiraremos una semana en las montañas, muchacho, eso contando con que todo vaya bien —Jezal ni se atrevía a preguntar qué pasaría si las cosas iban mal—. Hay que cargar con poco equipaje. El camino es largo y muy empinado. Llevaremos agua y toda la comida que nos quede. También ropa de abrigo; puede hacer mucho frío entre los picos.
—No creo que el inicio de la primavera sea la época más adecuada para cruzar una cadena de montañas —señaló Pielargo en voz baja.
Los ojos de Bayaz giraron en sus órbitas y miraron al Navegante.
—¡Hay quienes piensan que el mejor momento para superar un obstáculo es cuando uno se lo encuentra de frente! ¿O acaso sugiere que esperemos al verano? —sabiamente, en opinión de Jezal, el Navegante se abstuvo de responder—. En su mayor parte, el paso está bien resguardado, así que las inclemencias del tiempo no serán nuestro principal problema. Ahora bien, es posible que a veces haya que emplear cuerdas. La senda, a pesar de ser angosta, solía conservarse en buen estado, al menos en los Viejos Tiempos, pero, claro, de eso hace ya mucho. Puede que esté borrada en algunos tramos o que se haya hundido en algún barranco, ¿quién sabe? Quizás nos aguarde alguna que otra escalada dura.
—Me muero de ganas de empezar —masculló Jezal.
—Y no nos olvidemos de esto —el Mago abrió de un tirón un saco de forraje que estaba medio vacío y apartó el heno con sus manos huesudas. Al fondo se encontraba la caja que habían sacado de la Casa del Creador, un bloque de oscuridad en medio de la paja seca.
—¿Y quién va a tener el honor de cargar con esa maldita mujer? —Logen alzó la vista por debajo de sus cejas—. ¿Qué tal si lo echamos a suertes? ¿Eh? —nadie abrió la boca. El norteño soltó un gruñido y, acto seguido, entrelazó las manos, las metió por debajo de la caja, la aupó sobre el borde del carro y, arrancando un chirrido a la madera, la sacó fuera—. Vale, ya veo que me ha tocado a mí —dijo, y, con todas las venas del cuello resaltadas por la tensión, depositó el pesado armatoste en una manta.
A Jezal no le hizo ninguna gracia volver a verlo. Le traía a la memoria los sofocantes pasadizos de la Casa del Creador. Las tenebrosas historias que contaba Bayaz sobre la magia, los demonios y el Otro Lado. Le recordaba que aquel viaje respondía a un propósito que no comprendía en absoluto, pero que no le daba buena espina. Cuando Logen la tuvo ya envuelta en la manta, respiró aliviado. Al menos sus ojos ya no la veían, aunque su corazón seguía sintiendo su presencia.
Todos tenían mucho que cargar. Jezal, por supuesto, tenía sus aceros, que iban envainados al cinto. Luego estaban las ropas que llevaba puestas: las prendas menos sucias, rotas y malolientes que tenía, y, encima de todo ello, su desgarrada y harapienta zamarra de una sola manga. En su petate llevaba una camisa de repuesto, una soga enrollada encima de ella y, coronándolo todo, sus provisiones. Casi habría deseado que esa parte de su equipaje fuera más pesada: ya sólo les quedaba una caja de galletas, medio saco de harina de avena y un paquete de pescado en salmuera, un alimento por el que todo el mundo menos Quai sentía auténtica repugnancia. Enrolló un par de mantas y las amarró a la parte de arriba del petate, luego se colgó una cantimplora llena en la cintura, y ya estuvo listo para partir. Al menos, todo lo listo que se podía estar dadas las circunstancias.
Quai desenganchó los caballos del carro mientras Jezal despojaba a los otros dos de sus sillas y sus arneses. No parecía demasiado justo dejarlos abandonados en medio de aquella desolación después de que los hubieran llevado todo el trayecto desde Calcis. Al rememorarlo, le pareció como si todo hubiera ocurrido hacía muchos años. Ya no tenía nada que ver con el hombre que había partido de aquella ciudad para cruzar la llanura. Casi se le dibujaba en el semblante una mueca de dolor al recordar su arrogancia, su ignorancia, su egoísmo.
—¡Ia! —gritó. El caballo, en lugar de moverse, le miró con tristeza y luego agachó la cabeza y se puso a mordisquear la hierba que crecía junto a sus pezuñas. Jezal le acarició el lomo con ternura—. En fin, supongo que ya encontrarán el camino de vuelta más adelante.
—O no —gruñó Ferro mientras desenvainaba su espada.
—¿Qué demonios va a...?
La hoja curva se hundió hasta la mitad del cuello del caballo, salpicando de sangre caliente la acongojada cara de Jezal. Las manos de la bestia se doblaron y el animal se desplomó de costado inundando de sangre la hierba.
Ante la mirada atónita de Jezal, Ferro agarró una de las pezuñas, la levantó con una mano y, con golpes secos y precisos, se puso a cortar una pata. Luego alzó la vista y le miró con gesto torcido.
—No pienso dejar aquí un montón de carne para que se la coman los pájaros. No aguantará mucho, pero al menos esta noche comeremos bien. Que alguien me tire un saco.
Logen le arrojó uno de los sacos de forraje vacíos y se encogió de hombros.
—No se le puede coger cariño a las cosas. No en una tierra como ésta.
Nadie hablaba mientras comenzaban la ascensión. Todos iban doblados hacia delante con la mirada clavada en el accidentado camino que tenían bajo sus pies. La senda remontaba y daba la vuelta, volvía a ascender y de nuevo daba la vuelta; al cabo de poco, Jezal tenía ya las piernas en un grito, los hombros doloridos y la cara empapada de sudor. Paso a paso. Eso solía decirle West cuando flaqueaba en las carreras que daba alrededor del perímetro del Agriont. Paso a paso, cuánta razón tenía. Primero el pie izquierdo, luego el derecho, y para arriba.
Tras mantener durante un rato aquel esfuerzo repetitivo, se detuvo y miró hacia abajo. Era asombroso lo mucho que había ascendido en tan poco tiempo. Distinguía a lo lejos los cimientos de la fortaleza en ruinas, unas siluetas grises en medio de la hierba verde que se extendía a los pies del paso. Más allá, se veía el camino rehundido que atravesaba las rugosas colinas y conducía de regreso a Aulcus. Jezal sintió de pronto un estremecimiento y se volvió de nuevo hacia las montañas. Mejor dejar todo eso atrás.
Logen avanzaba trabajosamente por la empinada pendiente: sus botas desgastadas raspaban y aplastaban la gravilla y el polvo del camino; el peso muerto de la caja de metal que llevaba a hombros parecía hacerse más pesado a cada paso que daba y, a pesar de estar envuelto en una manta, se le clavaba en la carne como si fuera un saco repleto de clavos. Pero a Logen nada de eso le preocupaba en exceso. Estaba demasiado concentrado mirando los movimientos del trasero de Ferro mientras caminaba delante de él, viendo cómo sus músculos fibrosos se tensaban a cada paso tras la sucia lona de sus pantalones.
Era un asunto de lo más raro. Antes de que follaran no la había mirado con esos ojos. Había estado demasiado preocupado procurando que no se escapara, o le disparara, o apuñalara a alguno de los otros. Había estado tan ocupado en ver si fruncía el ceño, que no se había fijado en su cara. Tan ocupado en vigilar sus manos, que nunca se había fijado en el resto de su cuerpo. Ahora, en cambio, no podía pensar en otra cosa.
Todos sus movimientos le parecían fascinantes. Cada dos por tres se sorprendía a sí mismo mirándola. Cuando caminaba. Cuando estaba sentada. Cuando comía o bebía o hablaba o escupía. Cuando se ponía las botas al amanecer o cuando se las quitaba a la noche. Y, para empeorar aún más las cosas, de tanto mirarla de soslayo e imaginársela desnuda, su verga se pasaba medio empalmada la mayor parte del tiempo. Empezaba a resultar un tanto embarazoso.
—¿Qué miras? —Logen se detuvo y alzó la vista hacia la luz. Ferro le miraba desde arriba con cara de pocos amigos. Se irguió y luego cambió de posición el fardo que tenía a la espalda para frotarse un momento sus doloridos hombros y limpiarse la película de sudor de su frente. No le habría costado nada inventarse alguna mentira. Miraba los majestuosos picos de la montaña. Miraba dónde iba a poner el pie. Comprobaba que su fardo estaba bien sujeto. ¿Pero para qué? Los dos sabían perfectamente qué era lo que miraba y los demás estaban demasiado lejos para oírlos.
—Te miro el culo —dijo encogiéndose de hombros—. Lo siento, pero es un señor culo. No hay nada malo en mirar, ¿no?
Ferro, furiosa, abrió la boca para decir algo, pero Logen metió los pulgares por las correas de su petate, agachó la cabeza y la adelantó antes de que tuviera ocasión de hablar. Cuando había dado unos diez pasos, giró la cabeza por encima de su hombro. Ferro estaba parada en el mismo sitio, con los brazos en jarras, mirándole con gesto ceñudo. Le dirigió una sonrisa.
—¿Qué miras? —le dijo.
Fresca aún la mañana, se detuvieron para coger agua en una cornisa que se alzaba sobre un valle encajonado. A través de una maraña de árboles, rebosantes de bayas, que crecían ladeados sobre la roca desnuda, Jezal distinguía en el angosto fondo un torrente de aguas blancas. Al otro lado se alzaban unos vertiginosos farallones de roca, enormes muros grises, casi verticales, rematados en lo alto por unos riscos gigantescos en torno a los cuales aleteaban y graznaban oscuros pájaros, mientras, al fondo, las blancas nubes flotaban por el cielo pálido. Un entorno espectacular, aunque un tanto desasosegante.
—Qué hermosura —murmuró Jezal cuidándose de no acercarse demasiado al borde.
Logen asintió con la cabeza.
—Me recuerda a mi tierra. De chico solía pasarme varias semanas seguidas en las Altas Cumbres para foguearme en la montaña —echó un trago de su petaca y luego se la pasó a Jezal mientras contemplaba con los ojos entornados los oscuros riscos—. Pero al final siempre te ganan. Ya ve, el Imperio ese que hubo aquí pasó a mejor vida, pero ahí siguen ellas mirándolo todo desde lo alto. Y ahí seguirán mucho tiempo después de que todos nosotros hayamos vuelto al barro. También miraban mi pueblo —soltó un resoplido y escupió un gargajo al precipicio—. Ahora ya no tienen nada a lo que mirar.
Jezal echó un trago de agua.
—¿Volverá al Norte después de este viaje?
—Puede ser. Tengo bastantes cuentas que saldar. Unas cuentas muy serias y muy profundas —el norteño se encogió de hombros—. Claro que si lo dejara correr, seguramente a nadie le iba a importar. Me imagino que todo el mundo me da por muerto y apuesto a que no hay ni una sola persona que no se sienta aliviada de que sea así.
—¿No hay nada que le haga regresar?
Logen hizo un gesto de dolor.
—Nada, excepto más sangre. Hace mucho que mi familia está muerta, y a los amigos que no maté con mis propias manos los mató mi estupidez y mi orgullo. Ya ve cuáles son mis logros. Pero usted todavía está a tiempo, ¿eh, Jezal? Todavía puede tener una vida grata y tranquila. ¿Qué hará usted?
—Bueno... He estado pensando en ello... —se aclaró la garganta. De pronto se sentía nervioso, como si el mero hecho de formular en voz alta sus planes los hiciera más viables—. Hay una chica en mi país... Ardee se llama. No sé, pero me parece que... la quiero —le resultaba raro hablar de sus sentimientos más íntimos con aquel hombre al que hasta hace no mucho había considerado un salvaje. Con aquel hombre que no entendía nada de las sutiles normas que regían la vida en la Unión, del sacrificio que Jezal se estaba planteando—. He estado pensando que... bueno... que si me acepta, tal vez... podríamos casarnos.
—Me parece una excelente idea —Logen sonrió y asintió con la cabeza—. Cásese con ella y siembre unas cuantas semillas.
Jezal alzó las cejas.
—Pero yo no sé nada de agricultura.
El norteño estalló en un torrente de carcajadas.