Antes de que los cuelguen (68 page)

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Authors: Joe Abercrombie

—Ah —Logen la rodeó con un brazo y la acercó un poco más. Estrujó la cara posterior del muslo con una mano, sintiendo cómo los músculos de Ferro se arracimaban y se soltaban al moverse, y, enredando la otra entre sus cabellos grasientos, le acercó la cabeza hasta pegarla a su cara. Los pantalones se le habían quedado enredados a la altura de los tobillos. Trató de quitárselos de una patada y lo único que consiguió fue enredarlos aún más, pero ni loco iba a decirle que parara sólo por eso.

—Urrr —le susurró Ferro, y, abriendo la boca, deslizó sus labios, cálidos y suaves, por su mejilla. Logen sentía en su boca su aliento caliente y agrio, su piel frotándose contra la suya, pegándose y despegándose.

—Ah —respondió él con un gruñido, y entonces ella empezó a mover sus caderas de atrás adelante, de atrás adelante, de atrás adelante.

—Urrr —Ferro le apretaba la mandíbula con una mano, metiéndole el pulgar en la boca; la otra la tenía entre las piernas, deslizándose de arriba abajo. Logen sentía el tacto húmedo de sus dedos enroscándose en sus partes, una sensación algo más que un poquito dolorosa y algo más que un poquito placentera.

—Ah.

—Urrr.

—Ah.

—Urrr.

—Ah.

—¿Qué?

—Ejem...

—¡No es posible!

—Bueno...

—¡No había hecho más que empezar!

—Ya te dije que hacía mucho que...

—¡Un montón de años debe de haber sido! —se salió de su verga flácida, se limpió con una mano y luego la frotó con furia contra el muro. A continuación, se dejó caer de costado, le dio la espalda, agarró la zamarra y se cubrió con ella.

Bueno, aquello había sido un auténtico bochorno.

Logen se maldijo en silencio. Tanto tiempo esperando y cuando se presentaba la ocasión no era capaz de retener la leche en el cubo. Se rascó la cara con gesto pesaroso y se hurgó las costras de su barbilla. Dígase una cosa de Logen Nuevededos: es un amante.

Miró de reojo a Ferro, cuya silueta se recortaba borrosa sobre la oscuridad. El pelo de punta, el cuello estirado, los hombros picudos, un largo brazo apretado contra el costado. Pese a estar tapada con la zamarra, distinguía la elevación de su cadera y podía intuir la forma que había debajo. Miró su piel, cuyo tacto ya conocía: suave, terso, fresco. La oía respirar. Una respiración leve, pausada, cálida...

Un momento.

Había algo ahí abajo que volvía a moverse. Un poco irritada tal vez, pero de nuevo dura. Era una de las pocas ventajas de haberse pasado tanto tiempo sin hacerlo: el cubo se vuelve a llenar muy rápido. Logen se humedeció los labios. Sería una lástima dejar escapar la oportunidad por no echarle valor al asunto. Se deslizó hasta donde estaba Ferro, se arrimó a ella y carraspeó.

—¿Qué? —el tono de voz de Ferro era seco, pero no lo bastante seco para ahuyentarle.

—Oye, mira, si me das un momento, a lo mejor... —levantó un poco la zamarra y, lentamente, dándole tiempo para que le apartara, si así lo quería, su mano, produciendo un leve silbido al rozar su piel, se puso a acariciarle el costado. No se habría llevado ninguna sorpresa si de pronto se hubiera dado la vuelta y le hubiera pegado un rodillazo en sus partes. Pero no lo hizo.

Ferro retrocedió hasta pegar su trasero desnudo contra su vientre y luego alzó una rodilla.

—¿Por qué tengo que darte una segunda oportunidad?

—No lo sé... —masculló mientras en su rostro comenzaba a dibujarse una sonrisa. Le deslizó la mano sobre el pecho, la bajó luego al vientre y finalmente se la metió entre las piernas—. ¿Por la misma razón por la que me diste la primera?

Ferro se despertó dando una sacudida. No sabía dónde estaba, pero lo que sí sabía era que la tenían atrapada. Exhaló un gruñido, se revolvió soltando codazos y logró liberarse. Luego se apartó a toda prisa, apretando los dientes y con los puños cerrados para disponerse a combatir. Pero ahí no había ningún enemigo. Sólo la tierra pelada y la roca desnuda iluminadas por los desvaídos tonos grises del amanecer.

Eso y el pálido grande.

Nuevededos se levantó tambaleándose, gruñó, escupió al suelo y miró desaforado a su alrededor. Cuando comprobó que no había ningún Cabeza Plana presto a acabar con él, se dio lentamente la vuelta y, con ojos de sueño, miró a Ferro pestañeando.

—Ah... —hizo una mueca de dolor y se tocó con la yema de los dedos su boca ensangrentada. Se quedaron un rato mirándose con gesto hosco; los dos desnudos y silenciosos en el frío esqueleto del molino en ruinas. Entre ellos, arrugada sobre la tierra húmeda, estaba la zamarra en la que habían yacido.

Y fue entonces cuando Ferro se dio cuenta de que había cometido tres errores imperdonables.

Se había quedado dormida, y siempre que le había pasado eso no le había traído nada bueno. Luego le había dado a Nuevededos un codazo en la cara. Y, lo que era mil veces peor, una tontería tan grande que sólo de pensar en ello se le dibujaba en la cara una mueca de espanto: la noche anterior se lo había follado. Ahora que lo veía a la cruda luz matinal, con sus cabellos pegados a un lado de su cara ensangrentada y llena de cicatrices, con una gran mancha de barro en el costado sobre el que había estado tumbado, no conseguía explicarse por qué lo había hecho. Por alguna razón, cansada y aterida en medio de la oscuridad, había sentido la necesidad de tocar a alguien y de entrar en calor, aunque sólo fuera por unos momentos, y se había dicho: ¿qué hay de malo en ello?

Una locura.

Los dos habían salido mal parados de la experiencia, eso saltaba a la vista. Lo que hasta entonces había sido sencillo se volvería complicado. A la comprensión mutua que había ido surgiendo entre ellos le sucedería la más absoluta confusión. De hecho, ya se sentía confusa, y él empezaba a parecer dolido y furioso, ¿qué otra cosa cabía esperar? A nadie le gusta recibir un codazo en la cara mientras duerme. Abrió la boca para pedirle disculpas, y entonces se dio cuenta. Ni se sabía la palabra. Lo único que podía hacer era pedírselas en kantic, pero estaba tan furiosa consigo misma que le salió un gruñido que más bien parecía un insulto.

El, desde luego, así pareció entenderlo. Entornó los ojos, le espetó unas palabras en su propio idioma, agarró sus pantalones y, mascullando improperios, se lo metió por una pierna.

—Pálido de mierda —le respondió con un bufido, apretando con furia los puños. Cogió del suelo su camisa rasgada y le dio la espalda. Debía de haberla dejado en un trozo de tierra húmeda. Mientras se la metía dando tirones, el harapo se le pegaba a su piel viscosa como si fuera una capa de barro helado.

Maldita camisa. Maldito pálido.

Frustrada, apretó los dientes mientras se abrochaba el cinturón. Maldito cinturón. Por qué demonios tuvo que desabrochárselo. Siempre pasaba lo mismo. El trato con la gente nunca era fácil, pero ella siempre se las arreglaba para poner las cosas aún más difíciles de lo que ya eran de por sí. Se detuvo un instante, con la cabeza gacha, y luego se volvió un poco hacia él.

Estaba a punto de explicarle que no había sido su intención darle un golpe en la boca, pero que siempre que se quedaba dormida pasaba algo malo. Estaba a punto de decirle que había cometido un error, que sólo pretendía mostrarse cariñosa. Estaba a punto de decirle que aguardara un momento.

Pero él ya estaba atravesando el portal destartalado dando pisotones y con el resto de sus ropas agarradas con una mano.

—Que te jodan —bufó mientras se sentaba para ponerse las botas.

Pero ése era precisamente el problema.

Sentado en las agrietadas escalinatas del templo, Jezal tiraba de las costuras deshilachadas del hombro de su zamarra con gesto apenado mientras contemplaba el barrizal interminable que lo separaba de las ruinas de Aulcus. No esperaba ver venir a nadie.

Bayaz estaba recostado en la parte trasera del carro, su rostro demacrado tenía una palidez cadavérica, sus venas hinchadas se destacaban alrededor de sus ojos hundidos y un pronunciado ceño se cincelaba en sus labios descoloridos.

—¿Cuánto vamos a esperar? —inquirió Jezal por enésima vez.

—Cuanto sea necesario —respondió el Mago sin molestarse en mirarle—. Los necesitamos.

Jezal vio al Hermano Pielargo, que se encontraba de pie unos escalones más arriba, dirigirle una mirada transida de preocupación.

—Es usted mi patrón, qué duda cabe, y yo no soy quién para mostrarme en desacuerdo...

—Pues entonces no lo haga —gruñó Bayaz.

—Pero no hay ninguna duda de que Nuevededos y la dama Maljinn han muerto —insistió el Navegante—. El propio maese Luthar los vio caer en un abismo. Un abismo de enorme profundidad. Siento un pesar inconmensurable, y hay pocos hombres más pacientes que yo; de hecho, es otra de mis muy notables cualidades, pero... en fin... me temo que aunque esperáramos hasta el final de los tiempos el resultado sería...

—Esperaremos todo lo que haga falta —dijo el Primero de los Magos.

Jezal respiró hondo y, frunciendo el entrecejo para protegerse del viento, miró hacia la ciudad desde lo alto de la colina, recorriendo con la vista la vasta extensión vacía, salpicada de minúsculos pliegues por los que corrían arroyos, y la franja gris de un camino ruinoso que arrancaba de las lejanas murallas y avanzaba hacia ellos entre las siluetas quebradas de varios edificios desmoronados: posadas, granjas y aldeas abandonadas hacía mucho tiempo.

—Ahí están —llegó la voz impasible de Quai.

Apoyándose en su pierna buena, Jezal se levantó, se hizo sombra con una mano y miró hacia el punto que señalaba el aprendiz. De pronto los vio: dos minúsculas figuras pardas en medio del páramo pardo, muy cerca ya de las faldas del peñón.

—¿Qué les había dicho? —graznó Bayaz.

Pielargo sacudió la cabeza, asombrado.

—En nombre de Dios, ¿cómo es posible que hayan sobrevivido?

—Esos dos tienen muchos recursos —Jezal ya había empezado a sonreír. Hacía apenas un mes ni en sueños habría pensado que alguna vez pudiera alegrarse de volver a ver a Logen, y menos aún a Ferro, y, ahora, ahí estaba, sonriendo de oreja a oreja al comprobar que seguían con vida. De alguna manera, el hecho de haber tenido que afrontar juntos la muerte y la adversidad en medio de aquella tierra salvaje había creado un vínculo entre ellos. Un vínculo que se fortalecía con gran rapidez a pesar de lo diferentes que eran. Un vínculo que hacía que, en comparación, sus amistades anteriores le parecieran débiles, tibias, carentes de pasión.

Jezal se quedó mirando a las dos figuras, que cada vez se encontraban más cerca. Avanzaban penosamente por la destartalada senda que conducía a través de las empinadas rocas hasta el templo caminando muy separados el uno del otro, como si no fueran juntos. Cuando se acercaron un poco más, le parecieron dos presos huidos del infierno. Tenían las ropas rasgadas, desgarradas, cubiertas de mugre; sus rostros sucios estaban tan endurecidos como dos piedras. La frente de Ferro estaba atravesada por un corte con costra. La mandíbula de Logen era un amasijo de rasguños y la piel en torno a sus ojos estaba llena de oscuros hematomas.

Jezal dio un paso hacia ellos saltando a la pata coja.

—¿Qué ha pasado? ¿Cómo han conseguido...?

—No ha pasado nada —le respondió, huraña, Ferro.

—Absolutamente nada —gruñó Nuevededos, y los dos se cruzaron una mirada furiosa. Saltaba a la vista que habían pasado una dura prueba y que ninguno de los dos tenía ganas de hablar de ello. Ferro se dirigió al carro sin molestarse en saludar a nadie y se puso a hurgar en la parte de atrás. Logen se quedó quieto, con los brazos en jarras, mirándola con el gesto torcido.

—Bueno... —farfulló Jezal, sin saber muy bien qué decir—, ¿se encuentra bien?

Los ojos de Logen se giraron hacia él.

—Oh, perfectamente —dijo con marcada ironía—. En mi vida me he sentido mejor. ¿Cómo demonios consiguieron sacar el carro del sitio ese?

El aprendiz se encogió de hombros.

—Los caballos lo sacaron.

—Maese Quai posee un notable talento para el eufemismo —dijo Pielargo con una risa nerviosa—. La cabalgada hasta la Puerta Sur de la ciudad fue una experiencia de lo más estimulante.

—Tuvieron que abrirse paso combatiendo, ¿no?

—Bueno, yo no, desde luego, combatir no es uno de mis...

—Ya me lo suponía —Logen se inclinó hacia delante y escupió con gesto agrio al suelo.

—En todo caso haríamos bien en mostrarnos agradecidos —dijo con voz ronca Bayaz—. Hay muchas razones para mostrarse agradecidos. Todos seguimos vivos.

—¿Está seguro? —insistió Ferro—. Usted no lo parece —Jezal se sintió en silencioso acuerdo con ella. El aspecto del Mago no habría sido peor si hubiese muerto en Aulcus. Si hubiese muerto y ya estuviera descomponiéndose.

Ferro se arrancó su andrajosa camisa y, tensando los músculos de su esquelética espalda, la arrojó con violencia al suelo.

—¿Qué mira? —le espetó a Jezal.

—Nada —repuso Jezal, bajando la vista. Cuando se atrevió a levantarla de nuevo, Ferro se estaba abrochando por delante una camisa nueva. Bueno, no del todo nueva. Él mismo la había estado usando hacía un par de días.

—Ésa es mía... —Ferro alzó la cabeza y le lanzó una mirada tan fulminante que Jezal, casi sin querer, dio un paso atrás—. Pero puede usarla si quiere... por supuesto.

—Chsss —bufó Ferro metiéndose con furia los faldones por detrás del cinturón como si estuviese apuñalando a un hombre hasta darle muerte. A él seguramente. En conjunto, aquello se había parecido bastante poco al lacrimógeno reencuentro que Jezal podía haberse imaginado, aunque, la verdad sea dicha, en aquel momento casi tenía ganas de ponerse a llorar.

—Espero no tener que volver a ver este sitio nunca más —masculló con pasión.

—Totalmente de acuerdo —dijo Logen—. No estaba tan vacío como creíamos, ¿eh? ¿Por qué no piensa un poco a ver si se le ocurre algún otro camino de vuelta?

Bayaz torció el gesto.

—Sí, será lo más prudente. Regresaremos a Calcis siguiendo el curso del río. Corriente abajo, en esta misma orilla, hay algunos bosques. Amarraremos unos cuantos troncos bien robustos y el Aos nos conducirá directamente al mar.

—O a una tumba marina —Jezal conservaba fresca en su memoria la imagen del impetuoso curso del gran río en el cañón.

—Esperemos que no sea así. En todo caso, quedan por recorrer muchos kilómetros hacia el oeste antes de empezar a pensar en el viaje de vuelta.

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