Read Antes de que los cuelguen Online
Authors: Joe Abercrombie
—Vaya, vaya, vaya. De modo que el poderoso Uthman-ul-Dosht nos ofrece ahora clemencia y paz. Extraños tiempos estos que nos ha tocado vivir, ¿eh, Tulkis? ¿Es que los gurkos han aprendido a amar a sus enemigos? ¿O lo que han aprendido más bien es a temerlos?
—Para desear la paz no es necesario amar a los enemigos, ni siquiera temerlos. Basta con amarse a uno mismo.
—¿De veras?
—Sí. Los conflictos entre nuestras dos naciones me han arrebatado a dos hijos. Uno cayó en Ulrioch, en la anterior guerra. Era sacerdote y murió calcinado en el templo. El otro murió hace no mucho, en el asedio de Dagoska. Encabezaba el ataque que se produjo cuando se abrió la primera brecha en las murallas.
Glokta frunció el ceño y estiró el cuello.
Las ballestas sueltan un diluvio de saetas. Minúsculas figuras caen entre los cascotes
.
—Un ataque muy valeroso.
—La guerra es muy cruel con los valientes.
—Cierto. Lamento las bajas que han sufrido.
Aunque no siento ninguna pena especial
.
—Le agradezco sus sentidas condolencias. Dios ha tenido a bien concederme tres hijos más, pero el vacío que ha dejado la pérdida de esos dos no se llenará jamás. Es como perder una parte de tu propia carne. Por eso creo entender hasta cierto punto lo que ustedes mismos han perdido en estas guerras. Yo también lamento sus bajas.
—Es usted muy amable.
—Somos líderes. Las guerras tienen lugar cuando nosotros fracasamos. O cuando nos dejamos conducir al fracaso por gentes insensatas e imprudentes. Una victoria siempre es mejor que una derrota, pero... no por mucho. El Emperador ofrece la paz con la esperanza de que de esa forma se ponga fin para siempre a la enemistad entre nuestras dos grandes naciones. Nosotros no tenemos ningún interés especial en cruzar el mar para llevar la guerra a su territorio y ustedes no lo tienen en mantener una cabeza de puente en el continente kantic.
—¿A eso se reduce su propuesta?
—¿Le parece poco?
—¿Qué cree que pensará nuestro pueblo si les entregamos Dagoska después de lo mucho que nos costó ganarla en la última guerra?
—Seamos realistas. Sus compromisos militares en el Norte les sitúan en una posición claramente desfavorable. Dagoska está perdida, más vale que se olviden de ella —Tulkis pareció cavilar unos instantes—. No obstante, podría arreglar el envío de una docena de cofres a modo de reparación, una ofrenda de nuestro Emperador a su Rey. Cofres de fragante madera de ébano, decorada con panes de oro, y cargados a espaldas de unos esclavos precedidos por un cortejo de humillados funcionarios de la administración imperial.
—¿Y qué contendrían esos cofres?
—Nada —se miraron fijamente desde cada lado de la sala—. Sólo orgullo. Puede decir que contienen cualquier cosa que se le ocurra. Una fortuna en oro gurko, en joyas kantics, en incienso procedente del otro lado del desierto. Por un valor superior incluso al de la propia Dagoska. Puede que eso aplaque a su pueblo.
Glokta aspiró de golpe una bocanada de aire y luego la expulsó.
—Paz. Y cajas vacías —la pierna izquierda se le había quedado dormida debajo de la mesa y, al moverla, se dibujó en su rostro una mueca de dolor. Luego resopló entre sus encías mientras hacía un esfuerzo para salir de la silla—. Transmitiré su propuesta a mis superiores.
Se estaba dando la vuelta para irse, cuando advirtió que Tulkis le tendía la mano. Glokta se la quedó mirando durante unos instantes.
Bueno, qué hay de malo en ello
. Alargó la suya y la estrechó.
—Espero que pueda convencerles —dijo el enviado gurko.
Yo también.
A la mañana de su noveno día en las montañas, Logen avistó el mar. Coronó dolorosamente el enésimo repecho y se topó con él. La senda descendía en pronunciada pendiente hacia una franja de terreno llano y bajo, al fondo de la cual se atisbaba una línea brillante en el horizonte. Casi podía olerlo: un penetrante olor a sal que se le metía dentro con cada respiración. Habría sonreído, si no fuera porque le recordaba demasiado a su tierra.
—El mar —dijo en un susurro.
—El océano —repuso Bayaz.
—Hemos atravesado el continente occidental de costa a costa —terció Pielargo con una sonrisa radiante—. Ya estamos cerca.
A la tarde estaban aún más cerca. La senda se había ensanchado hasta convertirse en un camino embarrado que discurría entre unos campos cercados por setos irregulares. La mayor parte eran simples cuadrados marrones de tierra removida, pero también los había verdes con hierba joven o con brotes de verduras, algunos de los cuales tenían ya bastante altura y se mecían con el peso de unos frutos invernales de color gris y aspecto insípido. Logen nunca había estado muy puesto en cuestiones de agricultura, pero saltaba a la vista que en esos terrenos se había estado trabajando, y no hacía mucho.
—¿Qué clase de gente vive en un lugar tan apartado como éste? —murmuró Luthar mirando con recelo los descuidados campos.
—Los descendientes de los colonos de antaño. Cuando se desmoronó el Imperio se quedaron aquí solos. Y solos han prosperado, más o menos.
—¿Han oído eso? —siseó Ferro entornando los ojos y sacando una flecha de su aljaba. Logen alzó la cabeza y aguzó el oído. A no mucha distancia se oían resonar unos golpes sordos. Luego el viento le trajo el débil sonido de una voz. Posó una mano en la empuñadura de la espada, se agachó y, acompañado por Ferro, se acercó sigilosamente a un desmañado seto y se asomó por encima.
Dos hombres bregaban con el tocón de un árbol en medio de un campo arado: uno le daba tajos con un hacha y el otro miraba con los brazos en jarras. Logen, inquieto, tragó saliva. Los dos tipos aquellos no parecían representar ninguna amenaza, pero no convenía fiarse de las apariencias. Hacía mucho que no se encontraban un ser vivo que no quisiera matarles.
—Tranquilícense —indicó Bayaz—. Aquí no hay ningún peligro.
Ferro le dirigió una mirada ceñuda.
—No es la primera vez que nos lo dice.
—¡No maten a nadie hasta que yo se lo diga! —bufó el Mago, y, a continuación, ondeando una mano a modo de saludo, llamó a los hombres en una lengua desconocida para Logen. Los dos hombres se volvieron de golpe y los miraron con la boca abierta. Bayaz volvió a gritar. Los campesinos intercambiaron una mirada y luego dejaron sus herramientas y se les acercaron andando lentamente.
Cuando se encontraba a unas pocas zancadas de ellos, se detuvieron. Incluso a los ojos de Logen, la pareja parecía bastante fea de aspecto: bajos, robustos, de rasgos toscos y vestidos con unas ropas de faena descoloridas y llenas de manchas y remiendos. Contemplaban con nerviosismo a los seis forasteros, y más en concreto sus armas, como si nunca hubieran visto gentes u objetos semejantes.
Bayaz les habló en un tono cálido, sonriendo y agitando los brazos mientras señalaba el océano. Uno de ellos asintió con la cabeza, se encogió de hombros y señaló el camino. Luego atravesó el seto por un hueco, saliendo del prado y entrando en el camino, pasando de un barro blando a otro duro, al menos. Les hizo una seña indicándoles que le siguieran mientras su compañero los observaba con desconfianza desde el otro lado del seto.
—Nos va a guiar hasta donde está Cawneil —dijo Bayaz.
—¿Quién? —masculló Logen, pero el Mago no le respondió. Ya había comenzado a andar a grandes zancadas en pos del campesino.
Caminaban por una ciudad desierta bajo un turbio cielo crepuscular siguiendo a su huraño guía. Un tipo bastante poco agraciado, según el parecer de Jezal, aunque sabía por propia experiencia que los campesinos rara vez eran bellezas y suponía que debían de ser bastante parecidos en todas partes. Las calles vacías estaban llenas de polvo y sembradas de malas hierbas y desperdicios. Muchas de las casas estaban cubiertas de musgo y trepadas de hiedra, como si estuvieran abandonadas. Y las pocas en las que se apreciaba algún signo de ocupación se encontraban en un estado lamentable.
—Da la impresión de que el esplendor del pasado también se ha desvanecido aquí —señaló con un deje de decepción Pielargo—. Eso, si es que alguna vez lo tuvo.
Bayaz asintió.
—El esplendor es un bien escaso en los tiempos que corren.
En el lugar donde acababan las casas destartaladas se abría una amplia plaza. A su alrededor, un anónimo jardinero había plantado un jardín ornamental, pero el césped estaba lleno de calvas, los parterres se habían transformado en manchas de brezo y los árboles no eran más que unas garras marchitas. En medio de aquel paisaje de lenta decadencia se erguía un edificio tan alto como sorprendente o, para ser más exactos, un revoltijo de edificaciones de todas las formas y tamaños imaginables. De su parte central surgían tres esbeltas torres, redondas y puntiagudas, que estaban unidas en la base pero separadas en lo alto. Una de ellas se encontraba desmochada, y las vigas de su tejado, derrumbado sin duda hacía mucho tiempo, quedaban a la vista.
—Una biblioteca... —dijo Logen entre dientes.
A Jezal no se lo parecía.
—¿De veras?
—La Gran Biblioteca Occidental —terció Bayaz mientras atravesaban la destartalada plaza a la sombra de las tres torres ruinosas—. Aquí fue donde me inicié con paso vacilante en la senda del Arte. Aquí fue donde mi maestro me enseñó la Primera Ley. Donde me la repitió una y otra vez hasta que pude recitarla sin cometer ningún error en todas las lenguas conocidas. Este fue un templo de la erudición, un lugar lleno de prodigios y belleza.
Pielargo se sorbió los dientes.
—El tiempo no parece haber sido muy benigno con él.
—El tiempo nunca es benigno.
Su guía pronunció unas pocas palabras y señaló una puerta bastante alta cubierta de pintura verde descascarillada. A continuación, se alejó arrastrando los pies, no sin antes dirigirles a todos una mirada teñida de recelo.
—Está visto que no hay forma de conseguir un poco de ayuda —comentó el Primero de los Magos mientras observaba al campesino, que se alejaba apresuradamente. Luego alzó su cayado y descargó tres buenos golpes contra la puerta. Se produjo un prolongado silencio.
—¿Una biblioteca? —oyó Jezal que decía Ferro en un tono que indicaba muy a las claras que desconocía la palabra.
—Un sitio donde hay libros —le oyó decir a Logen.
—Libros —repuso ella con desdén—. Una pérdida de tiempo.
Al otro lado de la puerta resonaban unos ruidos apagados: unos pasos que se acercaban, acompañados de un refunfuño. Al cabo de un instante, se oyó el chasquido y el crujir de los pestillos y, acto seguido, la puerta se abrió con un chirrido. Un hombre de avanzada edad y muy cargado de espaldas los miraba asombrado con una maldición ininteligible congelada en sus labios. En una mano llevaba una palmatoria encendida, que iluminaba con tenue luz uno de los lados de su cara arrugada.
—Soy Bayaz, el Primero de los Magos, y tengo que tratar unos asuntos con Cawneil —el sirviente seguía mirándolos con el mismo gesto de asombro. Tenía las mandíbulas tan separadas que Jezal casi esperaba ver caer en cualquier momento un hilillo de babas de su boca desdentada. Estaba claro que no recibían muchas visitas.
La luz parpadeante de una triste vela era de todo punto insuficiente para iluminar el grandioso salón que había al otro lado de la puerta. Gruesas mesas, vencidas por el peso de inestables pilas de libros. Estanterías que trepaban por todas las paredes y se perdían en la húmeda oscuridad de las alturas. Las sombras vacilantes pululaban por los lomos de cuero de unas encuadernaciones de todos los tamaños y colores, por holgados fajos de pergaminos, por rollos amontonados con descuido que formaban pirámides inclinadas. La luz chispeaba y destellaba reflejada en la plata dorada, en los adornos de oro, en las piedras mate que había incrustadas en algunos volúmenes de enorme tamaño. Una larga escalera, con la barandilla pulida por el roce de incontables manos y los escalones desgastados en el centro por el paso de innumerables pies, descendía trazando una curva hacia aquella acumulación de venerable sabiduría. Gruesas capas de polvo cubrían todas las superficies. Al cruzar el umbral, una pegajosa telaraña de dimensiones gigantescas se enredó en el cabello de Jezal, que se revolvió contra ella dándole de manotazos con cara de asco.
—La señora de la casa —resolló con un acento extraño el portero— ya se ha acostado.
—Pues despiértela —le espetó Bayaz—. Comienza a oscurecer y hay prisa. No tenemos tiempo de...
—Vaya, vaya, vaya —una mujer apareció en lo alto de las escaleras—. Oscura es la hora en la que los viejos amantes llaman a mi puerta —tenía una voz grave y acariciante como el sirope. Descendió con exagerada lentitud, arrastrando sus largas uñas sobre la barandilla curva. Parecía ser una mujer madura: alta, delgada y grácil, cuyos cabellos oscuros caían formando una larga cortina que le tapaba medio rostro.
—Hermana. Asuntos muy urgentes reclaman nuestra atención.
—¿Ah, sí? —el único ojo que Jezal alcanzaba a ver era grande, oscuro y de párpados pesados, con un leve reborde rosáceo un poco lloroso e irritado. Lánguida y perezosamente, con somnolencia casi, se deslizó hacia el grupo—. Qué aburrimiento más mortal.
—Estoy cansado, Cawneil, no estoy de humor para tus juegos.
—Todos estamos cansados, Bayaz, terriblemente cansados —cuando llegó por fin a los pies de las escaleras, exhaló con afectación un prolongado suspiro y luego comenzó a avanzar hacia ellos por el suelo desnivelado—. Hubo un tiempo en que siempre estabas dispuesto a jugar. Podías pasarte días y días seguidos jugando conmigo, si no recuerdo mal.
—Eso fue hace mucho. Las cosas cambian.
El rostro de la mujer se contrajo en un súbito y amenazador gesto de rabia.
—¡Las cosas se pudren, querrás decir! Pero aun así —y su voz se suavizó convirtiéndose de nuevo en un susurro grave—, nosotros, los últimos supervivientes de la Gran Orden de los Magos, deberíamos al menos intentar mantener las formas. Vamos, querido hermano, amigo mío, ¿a qué viene tanta prisa? El día se acaba y hay tiempo de que tus compañeros y tú os limpiéis el polvo del camino, os desprendáis de esos apestosos harapos y os vistáis para la cena. Luego podemos hablar durante la comida, como hacen las personas civilizadas. Rara vez se me presenta la ocasión de tener huéspedes —pasó deslizándose al lado de Logen y lo miró con admiración de arriba abajo—. Y me has traído unos huéspedes tan recios —luego se detuvo un instante junto a Ferro—. Unos huéspedes tan exóticos —finalmente extendió una mano y pasó uno de sus largos dedos por la mejilla de Jezal—. ¡Unos huéspedes tan apuestos!