Antes de que los cuelguen (3 page)

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Authors: Joe Abercrombie

—¡Obedecer las órdenes! —exclamó Burr a pleno pulmón. West pegó un respingo del susto y en sus oídos resonó durante unos instantes el eco atronador de la voz del mariscal.

El rostro de Meed palpitó, se le abrió la boca y un temblor sacudió sus labios. Los ojos del anciano se inundaron de lágrimas mientras volvía a hundirse en su silla.

—He perdido a mis hijos —susurró con la vista clavada en el gélido suelo—. He perdido a mis hijos.

—Compadezco a sus hijos, y a todos los demás hombres que han perdido la vida, pero a usted no. Usted mismo se lo ha buscado —Burr torció el gesto, tragó saliva y se frotó la tripa. Luego se acercó lentamente a la ventana, se asomó y contempló el panorama frío y gris de la ciudad—. Ha dilapidado todas sus fuerzas y ahora tengo que debilitar las mías para guarnecer sus ciudades y sus fortalezas. Los supervivientes del Pozo Negro, así como todo hombre provisto de armas y capaz de combatir, serán transferidos a mi mando. Necesitamos contar con todos los hombres disponibles.

—¿Y qué pasará conmigo? —murmuró Meed—. Apuesto a que esos perros del Consejo Cerrado claman por mi sangre.

—Pues que clamen. Le necesito aquí. Grandes masas de refugiados vienen hacia el Sur huyendo de Bethod o del miedo que le tienen. ¿Se ha asomado a la ventana últimamente? Ostenhorm está llena de ellos. Se apelotonan en torno a las murallas a millares, y esto es sólo el principio. Se ocupará de su bienestar y de preparar su evacuación a Midderland. Durante treinta años han acudido a usted en busca de protección. Todavía le necesitan.

Burr se volvió hacia la sala.

—Entregará al comandante West una lista de todos los hombres aptos para el combate. Y, en cuanto a los refugiados, ocúpese de proporcionarles alimento, ropa y refugio. Los preparativos para la evacuación deben comenzar de inmediato.

—De inmediato —susurró Meed—. Sí, de inmediato.

Burr lanzó a West una mirada bajo sus pobladas cejas, aspiró una bocanada de aire y luego se dirigió con grandes zancadas hacia la puerta. Antes de salir, West echó la vista atrás un instante. El Lord Gobernador de Angland seguía encorvado en la silla de su vacío y gélido salón, con la cabeza entre las manos.

—Esto es Angland —dijo West señalando un mapa enorme. Luego se volvió para mirar a la concurrencia. Pocos de los oficiales mostraban el más mínimo interés en lo que tenía que decirles. Nada nuevo, en realidad, pero seguía amargándole.

Al lado derecho de la larga mesa estaba el general Kroy, tieso e inmóvil en su silla. Un hombre alto, enjuto, de hirsuto cabello gris, rapado siguiendo el anguloso contorno de su cráneo, y vestido con un sencillo e impoluto uniforme negro. Los miembros de su Estado Mayor, todos ellos rapados, afeitados y atildados de forma similar, parecían un adusto cortejo fúnebre. En el lado contrario, a la izquierda, estaba repantigado el general Poulder, un hombre de cara redonda y tez rubicunda, provisto de unos imponentes mostachos. El voluminoso cuello de su guerrera, tieso por la profusión de hilo de oro, se prolongaba casi hasta sus enormes orejas rosáceas. Los miembros de su Estado Mayor vestían unos uniformes carmesíes repletos de cordones, se sentaban a horcajadas en sus sillas, llevaban desabrochado el último botón de su guerrera con afectado descuido y hacían ostentación de las salpicaduras de barro como si fueran medallas.

En el lado de la sala donde estaba Kroy, la guerra era una simple cuestión de pulcritud, abnegación y estricto cumplimiento de las ordenanzas. En el de Poulder, era cuestión de vistosidad y de llevar el pelo primorosamente arreglado. Los dos grupos se contemplaban desde cada lado de la mesa con altivo desdén, como si sólo ellos conocieran los secretos del arte militar, y los otros, por mucho empeño que pusieran, jamás pasarían de ser un estorbo.

En opinión de West ambos constituían un serio estorbo, aunque ninguno de los dos podía compararse con el obstáculo que representaba un tercer grupo que se apiñaba en el extremo más alejado de la mesa. Su jefe no era otro que el heredero del trono, el Príncipe Ladisla. Más que un uniforme, lo que llevaba puesto era una bata púrpura con charreteras. Una especie de salto de cama ornamentado con motivos militares. Sólo con los lazos de sus puños se habría podido hacer un mantel de buen tamaño, y las galas de su Estado Mayor no le andaban demasiado a la zaga. Despatarrados en las sillas que rodeaban al Príncipe se encontraban algunos de los jóvenes más ricos, apuestos, elegantes e inútiles de toda la Unión. Si la valía de un hombre se pudiera medir por el tamaño de su sombrero, habría que concluir que aquellos hombres eran auténticamente grandes.

Aquejado de una molesta sequedad en la garganta, West se volvió hacia el mapa. Sabía lo que tenía que decir, lo único que tenía que hacer era decirlo de la manera más clara posible y luego sentarse. Daba igual que a sus espaldas se encontraran algunos de los principales mandos del ejército. Por no hablar del heredero al trono. Unos hombres que, bien lo sabía, le despreciaban. Le odiaban por el alto puesto que ocupaba y por su baja alcurnia. Por el hecho de que se hubiera ganado su posición por sus propios méritos.

—Esto es Angland —repitió con un tono que confiaba transmitiera una sensación de serena autoridad—. El río Cumnur —prosiguió, recorriendo con la punta de su vara la serpenteante línea azul del río— divide la provincia en dos partes. La parte meridional es mucho más pequeña, pero en ella se encuentra la gran mayoría de la población, así como casi todas las ciudades importantes, incluida la capital, Ostenhorm. La red de caminos es de una calidad razonable y el terreno es relativamente abierto. Por lo que sabemos, los hombres del Norte aún no han puesto el pie a este lado del río.

Un ruidoso bostezo, perfectamente audible incluso desde el extremo opuesto de la mesa, sonó a espaldas de West. Acometido de una súbita punzada de rabia, se volvió en redondo. El Príncipe Ladisla, por lo menos, parecía estar prestando atención. El culpable era un miembro de su Estado Mayor, el joven Lord Smund, un hombre de intachable linaje e inmensa fortuna, que tenía poco más de veinte años pero una capacidad intelectual equiparable a la de un niño de diez años un tanto precoz. Estaba repantigado en su silla mirando al vacío con la boca desmesuradamente abierta.

Poco más podía hacer West para contener su deseo de abalanzarse sobre aquel hombre y cruzarle la cara con su vara.

—¿Le aburro? —bufó.

A Smund pareció sorprenderle que se dirigiera a él. Miró a izquierda y derecha, como si pensara que West se refiriera a alguno de sus vecinos.

—¿Cómo, a mí? No, no, comandante West, ni mucho menos. ¿Aburrirme? ¡Qué va! El río Cumnur divide la provincia en dos, y todo eso, sí, sí. ¡Un tema apasionante! ¡Apasionante! Le pido mis más sinceras disculpas. Ayer me acosté tarde, ¿sabe?

West no lo ponía en duda. Se pasaría hasta altas horas de la madrugada bebiendo y pavoneándose con los demás parásitos del Príncipe, para así poder hacerle perder a todo el mundo el tiempo a la mañana siguiente. Era posible que los hombres de Kroy fueran unos pedantes y los de Poulder unos arrogantes, pero al menos eran soldados. La gente que formaba el Estado Mayor del Príncipe, por lo que West alcanzaba a ver, carecía de cualquier tipo de habilidad, exceptuando, claro está, la de sacarle a él de sus casillas. Mientras se volvía de nuevo hacia el mapa, los dientes casi le rechinaban de la frustración.

—La parte norte de la provincia es otra historia —gruñó—. Una inhóspita extensión de densos bosques, impenetrables ciénagas y abruptas colinas sin apenas población. Hay minas, explotaciones madereras y aldeas, así como varias colonias penales gestionadas por la Inquisición, pero se encuentran muy dispersas por el territorio. Sólo existen dos caminos mínimamente apropiados para ser utilizados por grandes contingentes de hombres y de pertrechos, sobre todo ahora que el invierno se nos está echando encima —su vara recorrió dos líneas de puntos que iban de norte a sur atravesando los bosques—. La ruta occidental discurre cerca de las montañas y sirve para conectar entre sí las diversas poblaciones mineras. La oriental sigue más o menos la línea de la costa. Ambas convergen en la fortaleza de Dunbrec, junto al Torrente Blanco, la frontera norte de Angland. Esa fortaleza, como sabemos, se encuentra ya en manos del enemigo.

West se apartó del mapa y tomó asiento, esforzándose por dar a su respiración un ritmo lento y regular, por reprimir su furia, por librarse del dolor de cabeza que ya empezaba a palpitar tras sus ojos.

—Gracias, comandante West —dijo Burr poniéndose de pie para dirigirse a la asamblea. Un rumor se extendió por la sala mientras los asistentes, que sólo ahora parecían despiertos, rebullían en sus asientos. El Lord Mariscal dio un par de vueltas por delante del mapa para poner en orden sus ideas. De pronto, se paró y propinó unos golpecitos con su vara en un punto que se encontraba bastante al norte del Cumnur.

—La aldea de Pozo Negro. Un asentamiento insignificante a unos diez kilómetros de la ruta de la costa. Poco más que un puñado de casas, en la actualidad completamente abandonado. Ni siquiera figura en el mapa. Un lugar que no merecería ni la más mínima atención. Si no fuera, por supuesto, porque es el lugar donde se ha producido la reciente matanza de nuestras tropas a manos de los Hombres del Norte.

—Esos angleses son unos malditos idiotas —masculló alguien.

—Tenían que habernos esperado —dijo Poulder con una sonrisa de suficiencia.

—Desde luego —le espetó Burr—. Pero tenían confianza en sus fuerzas, ¿y por qué no iban a tenerla? Eran varios miles de hombres bien equipados y provistos de caballería. Muchos de ellos, soldados profesionales. Tal vez no de la misma categoría que las unidades de la Guardia Real, pero en todo caso bien preparados y decididos. Cualquiera habría pensado que esos salvajes no serían rivales para ellos.

—Pero seguro que combatieron muy bien —le interrumpió el Príncipe Ladisla—, ¿eh, Mariscal Burr?

Burr miró con gesto torcido hacia el fondo de la mesa.

—Cuando se combate bien, se gana, Alteza. Fue una carnicería. Sólo los que tuvieron buenas monturas y muy buena suerte lograron escapar. A la lamentable pérdida de contingente humano hay que añadir la pérdida de pertrechos y provisiones. Grandes cantidades de ambos han pasado ahora a manos de nuestro enemigo. Y lo que es más grave tal vez, la derrota ha hecho que cunda el pánico entre la población. Las rutas que habrá de tomar nuestro ejército están bloqueadas por masas de refugiados convencidos de que de un momento a otro Bethod caerá sobre sus granjas, aldeas y hogares. Una auténtica catástrofe, sin duda. Tal vez la peor que haya sufrido la Unión en tiempos recientes. Pero una catástrofe de la que podemos sacar provechosas lecciones.

El Lord Mariscal plantó con firmeza sus enormes manos sobre la mesa y se inclinó hacia delante.

—Ese Bethod es un tipo cauto, astuto e implacable. Está bien provisto de jinetes, infantes y arqueros y posee la organización suficiente para usarlos de manera coordinada. Cuenta con excelentes exploradores y sus fuerzas gozan de una gran movilidad, probablemente superior a la nuestra, sobre todo en un terreno abrupto como el que nos encontraremos en la parte norte de la provincia. Tendió una trampa a los angleses y cayeron en ella. No debemos permitir que nos ocurra lo mismo.

El general Kroy dejó escapar una risa carente de todo júbilo.

—¿Pretende decir que debemos temer a esos bárbaros, Lord Mariscal? ¿Es ése su consejo?

—¿Recuerda lo que escribió Stolicus, general Kroy? «Nunca temas a tu enemigo, pero respétalo siempre.» Si tuviera que dar un consejo, supongo que ése es el que daría —Burr miró desde detrás de la mesa con el ceño fruncido—. Pero yo no doy consejos, doy órdenes.

Contrariado por la reprimenda, Kroy rebulló en su asiento, pero al menos se abstuvo de abrir la boca. De todos modos, West sabía que no permanecería mucho rato en silencio. Jamás lo hacía.

—Debemos ser cautos —prosiguió Burr dirigiéndose ahora a todos los presentes en la sala—, pero aún contamos con una ventaja. Tenemos doce regimientos de la Guardia Real, casi igual número de levas de la nobleza y también al pequeño contingente de angleses que logró escapar de la carnicería del Pozo Negro. A juzgar por los informes de que disponemos, aventajamos en número a nuestros enemigos en una proporción de cinco a uno, tal vez más incluso. También les aventajamos en equipamiento, en conocimientos tácticos, en capacidad organizativa. Los Hombres del Norte, al parecer, no ignoran nada de esto. A pesar de sus éxitos, se mantienen al norte del Cumnur y se limitan a forrajear y a lanzar de vez en cuando alguna que otra incursión. No parecen muy dispuestos a cruzar el río y a aventurarse a entablar batalla en campo abierto.

—No es de extrañar, son unos sucios cobardes —soltó entre risas Poulder, secundado por un murmullo de asentimiento de su Estado Mayor—. ¡Seguro que a estas alturas ya se arrepienten de haber cruzado la frontera!

—Tal vez —masculló Burr—. Pero visto que no vienen a por nosotros, nos va a tocar cruzar el río y darles caza. Así pues, el principal cuerpo de nuestro ejército se dividirá en dos, el ala izquierda, al mando del general Kroy, el ala derecha, al mando del general Poulder —desde sus respectivos lados de la mesa, los dos hombres se cruzaron una mirada cargada de animosidad—. Marcharemos por la ruta oriental y nos desplegaremos en la otra orilla del río Cumnur, con la esperanza de localizar al ejército de Bethod y forzarle a entablar una batalla decisiva.

—Con el debido respeto —le interrumpió el general Kroy con un tono que indicaba que no se lo tenía—, ¿no sería mejor mandar a la mitad del ejército por la ruta occidental?

—Los territorios occidentales tienen poco que ofrecer, aparte de hierro, que es lo único de lo que andan bien provistos los Hombres del Norte. El camino de la costa puede proporcionarles mayores ventajas y está más cerca de sus líneas de abastecimiento y retirada. Además, no quiero que nuestras tropas se dispersen en exceso. Aún no estamos seguros de con qué fuerzas cuenta Bethod. Si logramos obligarle a entrar en combate, quiero que podamos concentrar todas nuestras tropas rápidamente para aplastarlo.

—¡Pero Lord Mariscal! —Kroy tenía toda la pinta de un hombre que se dirigiera a un padre senil que, ay, aún mantuviera la gestión de los asuntos familiares—. ¿No pretenderá dejar desguarnecida la ruta occidental?

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