Read Antes de que los cuelguen Online
Authors: Joe Abercrombie
—Rápido de cojones —apostilló Dow.
—Lo que vino luego fue una carnicería. Dispersos por el camino. Atrapados contra las aguas. Poca escapatoria tenían. Algunos trataron de desprenderse de la armadura, otros intentaron cruzar el río con ella puesta. Una masa de hombres tratando de trepar unos por encima de otros bajo una lluvia incesante de flechas. Puede que algunos lograran alcanzar ese bosque de ahí, pero conociendo a Bethod seguro que tenía a unos cuantos jinetes de reserva listos para rebañar el plato.
—Mierda —dijo el Sabueso, al que empezaban a revolvérsele las tripas. Sabía por propia experiencia lo que era verse cogido en una encerrona, y el recuerdo no tenía nada de grato.
—Un golpe maestro —sentenció Tresárboles—. Hay que reconocérselo al cabrón de Bethod. Conoce su oficio como nadie.
—Entonces, ¿todo ha terminado? —preguntó el Sabueso—. ¿Bethod ha ganado ya?
Tresárboles sacudió con parsimonia la cabeza.
—Hay muchos sureños por ahí. Una auténtica montonera. La mayoría viven al otro lado del mar. Dicen que son más de los que puedan contarse. Más que árboles hay en el Norte. Puede que aún tarden un tiempo en llegar hasta aquí, pero vendrán. Esto no ha hecho más que empezar.
El Sabueso echó un vistazo al valle húmedo, a la multitud de cadáveres que yacían acurrucados, retorcidos y despatarrados por el suelo, convertidos en alimento para los cuervos.
—No parece que haya empezado muy bien para ellos.
Dow enroscó la lengua y lanzó un escupitajo procurando hacer el máximo ruido posible.
—¡Se han dejado acorralar y sacrificar como si fueran un rebaño de ovejas! ¿Es así como quieres morir? ¿Eh, Tresárboles? ¿Quieres aliarte con una gente como ésa? ¡Maldita Unión! ¡No saben nada sobre la guerra!
Tresárboles asintió.
—En tal caso me parece que nos a va a tocar a nosotros enseñarles.
Una muchedumbre se agolpaba en torno a la verja. Mujeres de cara demacrada y aspecto hambriento. Niños sucios y andrajosos. Hombres, viejos y jóvenes, doblados bajo el peso de grandes fardos o aferrando todo tipo de objetos. Algunos llevaban mulas o empujaban carretas cargadas hasta los topes con trastos de aspecto inútil: sillas de madera, cacharros de latón, aperos de labranza. Muchos otros no tenían nada, aparte de su miseria. El Sabueso supuso que de eso no debían de andar escasos en aquel lugar.
Obstruían el camino con sus cuerpos y sus bártulos. Llenaban el aire con sus ruegos y amenazas. El Sabueso podía oler su miedo, tan espeso como un puré. Todos huían de Bethod.
Se daban empellones a base de bien; unos empujaban hacia dentro, otros salían rebotados hacia fuera, acá y allá alguno caía al barro, pero todos bregaban con desesperación por alcanzar aquella verja como si se tratara de la teta de una madre. La multitud, sin embargo, no parecía avanzar. Por encima de las cabezas de la muchedumbre, el Sabueso vislumbró el destello de unas puntas de lanza y oyó unas voces desabridas que gritaban. Allí adelante había soldados, soldados impidiendo a todo el mundo el acceso a la ciudad.
El Sabueso se inclinó hacia Tresárboles.
—Parece que ni siquiera quieren saber nada de los suyos —le susurró—. ¿Crees que nos querrán a nosotros, jefe?
—Nos necesitan, eso está claro. Hablaremos con ellos y ya veremos lo que pasa. ¿Tienes alguna idea mejor?
—¿Volvernos a nuestra tierra y mantenernos al margen de todo este asunto? —masculló el Sabueso, pero de inmediato se internó en la multitud detrás de Tresárboles.
Mientras se abrían paso entre ellos, los sureños les miraban boquiabiertos. Una niña pequeña, al ver acercarse al Sabueso, abrió mucho los ojos y apretó con fuerza un trapo que tenía entre las manos. El Sabueso quiso sonreiría, pero hacía mucho que sólo trataba con hombres duros y duro acero, y no debió de quedarle demasiado bien. La pequeña pegó un chillido y salió corriendo, y no era ni mucho menos la única que estaba asustada. A pesar de que habían dejado sus armas con sus camaradas, al ver acercarse al Sabueso y a Tresárboles la multitud se sumía en un silencio receloso y se echaba a un lado para dejarlos pasar.
Llegaron hasta la verja sin otro problema que haber tenido que apartar a algún que otro tipo de un empujón. El Sabueso ya veía a los soldados: una docena, cada uno de ellos idéntico al de al lado, formados en línea delante de la verja. Rara vez había visto unas armaduras tan pesadas como aquéllas; iban cubiertos de la cabeza a los pies con grandes planchas metálicas, pulidas hasta adquirir un brillo cegador, llevaban la cara tapada con sendos yelmos y se mantenían tan inmóviles como pilares de metal. Se preguntó cómo se enfrentaría a unos tipos como ésos si llegara el caso. No se imaginaba que una flecha sirviera de mucho, ni siquiera una espada, a no ser que tuvieran la suerte de colarse por alguna rendija.
—Lo menos haría falta un pico o algo así.
—¿Qué? —bufó Tresárboles.
—Nada —estaba claro que en la Unión tenían unas ideas muy raras sobre la forma de combatir. Si las guerras las ganaran los contendientes con más lustre, le habrían dado una buena paliza a Bethod. Lo malo es que no era así.
Justo en medio, sentado detrás de una mesita sobre la que había varios papeles, se encontraba su jefe, que era de largo el más raro de todos. Vestía una especie de casaca de un rojo chillón. Un tejido muy poco indicado para un jefe, pensó el Sabueso. Haría un blanco perfecto para una flecha. Y, por si fuera poco, era jovencísimo. Apenas si tenía aún barba, aunque no parecía que eso le impidiera sentirse satisfecho de sí mismo.
Un hombre bastante corpulento que vestía un mugriento chaquetón discutía con él. El Sabueso se esforzó por oír lo que decían, tratando de desentrañar el sentido de las palabras de la lengua de la Unión.
—Estoy aquí con mis cinco hijos —decía el labriego— y no tengo nada con lo que alimentarles. ¿Qué pretende que haga?
De pronto, un anciano se le adelantó.
—Soy íntimo amigo del Lord Gobernador. Exijo que se me permita entrar en...
El muchacho no dejó acabar a ninguno de los dos.
—¡Me importa un carajo de quién sea usted amigo, y por mí puede usted tener un centenar de hijos! La ciudad de Ostenhorm está llena a rebosar. El Lord Mariscal Burr ha decretado que sólo se permita entrar a doscientos refugiados al día y ya hemos alcanzado nuestro cupo por hoy. Les sugiero que regresen mañana. Temprano.
Los dos permanecieron quietos mirándole fijamente.
—¿Su cupo? —gruñó el labriego.
—Pero el Lord Gobernador...
—¡Maldita sea! —aulló el muchacho golpeando con furia la mesa—. ¡Como sigan así se van a enterar! ¡Les voy a dejar pasar, vaya si les voy a dejar! ¡Voy a hacer que les metan a rastras y que les ahorquen de inmediato por traidores!
Aquello fue suficiente para los dos hombres, que se retiraron a toda prisa. El Sabueso, por su parte, empezaba a pensar que tal vez ellos deberían hacer lo mismo, pero Tresárboles se dirigía ya hacia la mesa. Al verlos, el muchacho torció el gesto como si olieran peor que un par de boñigas frescas. Al Sabueso no le habría importado gran cosa, si no fuera porque se había lavado expresamente para la ocasión. Y era la primera vez que lo hacía en meses.
—¿Qué demonios quieren? ¡No necesitamos ni espías ni mendigos!
—Muy bien —dijo Tresárboles hablando en tono claro y paciente—. Porque no somos ninguna de las dos cosas. Yo soy Rudd Tresárboles. Y este de aquí es el Sabueso. Hemos venido a hablar con la persona que esté al mando. Queremos ofrecer nuestros servicios a vuestro Rey.
—¿Ofrecer sus servicios? —una sonrisa se dibujó en el rostro del muchacho. Una sonrisa que no tenía nada de amistosa—. ¿El Sabueso ha dicho? Qué nombre más interesante. No consigo explicarme por qué se lo han puesto —el tipo acompañó aquella muestra de ingenio con una risita burlona, y el Sabueso oyó cómo algunos de los soldados le secundaban. Una panda de cretinos, concluyó el Sabueso, emperifollados y tiesos en sus ropas chillonas y sus relucientes armaduras. Sí, una auténtica panda de cretinos, pero no se ganaba nada diciéndoselo. Habían hecho bien en no traerse a Dow. Lo más seguro es que a esas alturas ya hubiera destripado a ese patán y habría hecho que los mataran a todos.
El muchacho se inclinó hacia delante y habló muy lentamente, como si se dirigiera a unos niños.
—No se permite entrar a ningún norteño en la ciudad si no es con un permiso especial.
Al parecer, el hecho de que Bethod hubiera cruzado sus fronteras, hubiera masacrado sus ejércitos y hubiera llevado la guerra a su territorio no eran circunstancias lo suficientemente especiales. Tresárboles no se dio por vencido, pero el Sabueso tenía la impresión de que aquello era como intentar arar en terreno pedregoso.
—Es poco lo que pedimos. Sólo comida y un lugar donde dormir. Somos cinco, todos Grandes Hombres y veteranos guerreros.
—Su Majestad está bien provista de soldados. Pero andamos un poco escasos de mulas. ¿Les interesaría cargar provisiones para nosotros?
La paciencia de Tresárboles era legendaria, pero todo tiene un límite, y el Sabueso se olía que el suyo andaba peligrosamente cerca. Aquel cretino no sabía con quién se las estaba gastando. Rudd Tresárboles no era un hombre con el que se pudiera jugar. En la tierra de donde venían era un nombre respetado. Un nombre que, según el bando en que se estuviera, infundía miedo o valor en el corazón de los hombres. Sí, su paciencia tenía un límite, pero todavía no lo habían alcanzado. Afortunadamente para todos.
—Conque mulas, ¿eh? —gruñó Tresárboles—. Las mulas dan coces. Será mejor que te andes con cuidado, muchacho, no vaya a ser que te cruces con una y te arranque la cabeza de una coz —y, acto seguido, se dio media vuelta y se alejó enfurecido por donde habían venido, mientras la gente, atemorizada, se apartaba para dejarles paso y luego se volvía a apelotonar y se ponía a lanzar gritos a los soldados quejándose de que hubieran permitido que se les adelantaran aquellos tipos mientras ellos tenían que aguardar en medio del frío.
—No era éste el recibimiento que esperábamos —murmuró el Sabueso. Tresárboles no dijo nada, se limitó a seguir andando por delante con la cabeza gacha—. ¿Y ahora qué, jefe?
El viejo guerrero volvió un instante la cabeza y le lanzó una mirada tétrica.
—Ya me conoces. ¿Crees que voy a aceptar esa mierda de respuesta? —el Sabueso, la verdad, ya suponía que no.
Hacía frío en el salón del Lord Gobernador de Angland. Un simple enlucido de tonos fríos revestía sus altas paredes, su amplio suelo estaba cubierto de frías losas de piedra y la monumental chimenea no contenía más que frías cenizas. Como único elemento decorativo colgaba en un extremo un gran tapiz que llevaba bordado el sol dorado de la Unión y, en el centro, los martillos cruzados de Angland.
El Lord Gobernador Meed se encontraba medio desplomado en una silla dura, ante una enorme mesa vacía, con la mirada perdida y la mano derecha enroscada con desgana alrededor del pie de una copa de vino. Tenía el rostro pálido y demacrado, las vestiduras de su cargo, arrugadas y manchadas, y sus ralos cabellos blancos estaban alborotados. El comandante West, que había nacido y se había criado en Angland, recordaba haber oído en muchas ocasiones que Meed era un enérgico líder, una figura imponente, un defensor incansable de la provincia y sus gentes. Ahora parecía una sombra de sí mismo, un hombre aplastado por el peso de la cadena de su cargo, tan vacío y frío como su descomunal chimenea.
Pero si la temperatura era gélida, más frío aún era el estado de ánimo de todos los presentes. El Lord Mariscal Burr estaba de pie en medio del salón, con los pies muy separados y sus grandes manos apretadas con fuerza a la espalda. A su lado se encontraba el comandante, tieso como un palo, con la cabeza agachada y arrepintiéndose de haberse quitado el abrigo. Casi hacía más frío dentro que fuera, y eso que la temperatura exterior era glacial a pesar de que aún era otoño.
—¿Quiere un poco de vino, Lord Mariscal? —dijo en un murmullo Meed sin tan siquiera alzar la vista. Su voz sonaba débil y aflautada en medio del vasto espacio vacío. A West casi le pareció ver salir vaho de la boca del anciano.
—No, gracias, Excelencia —Burr tenía el ceño fruncido. Por lo que West sabía, en los últimos dos meses no había dejado de fruncir el ceño en ningún momento. Tenía un ceño para la esperanza, otro para la satisfacción, otro para la sorpresa. El de ahora expresaba la furia más intensa. West, nervioso, se apoyaba alternativamente en sus pies entumecidos para tratar de que le circulara mejor la sangre mientras pensaba que preferiría estar en cualquier parte menos en aquel lugar.
—¿Y usted, comandante West? —le susurró el Lord Gobernador—. ¿Un poco de vino? —West abrió la boca para declinar el ofrecimiento, pero Burr se le adelantó.
—¿Qué ha sucedido? —gruñó. Sus palabras rechinaron contra los gélidos muros y rebotaron en las frías vigas del techo.
—¿Que ha sucedido? —el Lord Gobernador se sacudió y volvió lentamente sus ojos rehundidos hacia Burr como si lo viera por primera vez—. Que he perdido a mis hijos —su mano temblorosa alzó bruscamente la copa y la vació de un trago.
West vio cómo el Mariscal Burr apretaba con más fuerza aún las manos, que seguían enlazadas a su espalda.
—Lamento vuestra pérdida, Excelencia, pero me refería a la situación general. Le hablo del Pozo Negro.
Meed pareció estremecerse ante la mera mención de aquel nombre.
—Hubo una batalla.
—¡Hubo una masacre! —gritó Burr—. ¿Me quiere dar una explicación? ¿Acaso no recibió las órdenes del Rey? ¿No se le ordenó que reclutara a todos los soldados que pudiera, que fortaleciera las defensas, que aguardara la llegada de refuerzos? ¡Y que bajo ningún concepto se arriesgara a presentar batalla a Bethod!
—¿Las órdenes del Rey? —el Lord Gobernador hizo una mueca con los labios—. Las órdenes del Consejo Cerrado querrá decir. Sí, las recibí. Las leí. Y las tomé en consideración.
—¿Y luego?
—Las rompí.
West oyó al Lord Mariscal lanzar un resoplido por la nariz.
—¿Las... rompió?
—Hace cien años que mi familia y yo gobernamos Angland. Cuando llegamos, aquí no había nada —al hablar, Meed alzaba con orgullo la barbilla e hinchaba el pecho—. Nosotros domeñamos estas tierras salvajes. Nosotros aclaramos los bosques, trazamos los caminos, construimos las granjas, las minas y las ciudades que han enriquecido a toda la Unión —los ojos del anciano habían cobrado un brillo intenso. Parecía más alto, más audaz, más fuerte—. ¡La gente de esta tierra se volvió primero hacia mí en busca de protección antes de mirar al otro lado del mar! ¿Iba a permitir que esos Hombres del Norte, esos bárbaros, esas bestias salvajes, asolaran mis tierras impunemente? ¿Que desbarataran la gran obra de mis antepasados? ¿Que robaran, incendiaran, violaran y asesinaran a placer? ¿Iba a quedarme sentado detrás de estas murallas mientras ellos pasaban Angland a la espada? ¡No, Mariscal Burr! ¡Eso nunca! ¡Reuní a todos los hombres disponibles, los armé y los envié al encuentro de esos salvajes al mando de mis tres hijos! ¿Qué otra cosa podía hacer?