Antes de que los cuelguen (11 page)

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Authors: Joe Abercrombie

Narba se encogió detrás de su vajilla de plata y Jezal hizo una mueca de dolor, aterrorizado ante la posibilidad de que el Legado explotara de un momento a otro y regara la sala de sangre.

—¿Acaso cree que me importa una higa este orinal agrietado de ciudad que tienen ustedes? —tronó Bayaz—. ¿Tres días me da? ¡Me basta con uno! —y, dicho aquello, se giró sobre sus talones y, hecho una furia, atravesó el pulido suelo en dirección a la salida mientras el eco de su voz retumbaba chirriante en las paredes enlucidas y en el resplandeciente techo.

Jezal, débil y tembloroso, vaciló un instante y, luego, con aire culpable, siguió los pasos del Primero de los Magos y pasó por delante de los horrorizados y estupefactos guardias para salir de nuevo a cielo abierto.

El estado de las defensas

Al Archilector Sult, jefe de la Inquisición de Su Majestad.

Eminencia:

He puesto al tanto de mi misión a los miembros del consejo de Dagoska. No le sorprenderá saber que no se han sentido precisamente encantados con tan súbita disminución de poderes. Mis investigaciones acerca de la desaparición del Superior Davoust ya están en marcha, y tengo el convencimiento de que los resultados no se harán esperar. Comenzaré a evaluar el estado de las defensas de la ciudad lo más pronto posible y adoptaré todas las medidas oportunas para hacer de Dagoska una ciudad inexpugnable.

Pronto tendrá noticias mías. Hasta entonces, sirvo y obedezco.

Sand dan Glokta

Superior de Dagoska

El sol caía a plomo sobre las almenas cuarteadas. Penetraba por el sombrero de Glokta y alcanzaba su cabeza agachada. Penetraba por la toga negra de Glokta y alcanzaba sus hombros encorvados. Amenazaba con exprimirle toda el agua que tenía dentro, con arrancarle de cuajo hasta el último aliento de vida, con postrarle de rodillas.
Una fresca mañana de otoño en la encantadora ciudad de Dagoska
.

Mientras el sol le atacaba desde arriba, el viento salado le embestía de frente. Arrancaba en el mar desierto, barría la península pelada, llenándose de calor y de polvo asfixiante, y arremetía contra las murallas terrestres de la ciudad, impregnándolo todo de una arenilla salada. Punzaba la sudorosa piel de Glokta, le secaba la boca con sus latigazos, le provocaba un picor en los ojos que le arrancaba ardientes lágrimas.
Se diría que hasta el propio clima quiere librarse de mí
.

A su lado, haciendo equilibrios por el parapeto con los brazos extendidos como si fuera un funámbulo, caminaba la Practicante Vitari. Glokta alzó la vista y contempló con gesto ceñudo la larguirucha figura negra que se recortaba sobre el cielo resplandeciente.
Qué le costaría andar por abajo y no dar un espectáculo. Claro que, si fuera así, tampoco habría la posibilidad de que se cayera
. Las murallas terrestres debían de tener cerca de veinte zancadas de altura, y Glokta se permitió esbozar una sonrisa al imaginarse que la Practicante favorita del Archilector se tropezaba, resbalaba y se caía de la muralla dando manotazos al aire.
¿Un grito de desesperación, tal vez, mientras se precipita hacia su muerte?

Pero no se cayó.
Hija de perra. Seguro que está dándole vueltas a su próximo informe para el Archilector. «El tullido sigue dando palos de ciego. A pesar de que ya ha interrogado a media ciudad, aún no ha encontrado ni el más mínimo rastro de Davoust ni de ningún traidor. De momento, el único hombre al que ha arrestado es a un miembro de la propia Inquisición...»

Glokta se hizo sombra con una mano y escrutó el panorama bajo la luz cegadora del sol. A sus pies, con apenas unos centenares de zancadas en su punto más estrecho y flanqueado por el mar centelleante, se extendía el istmo de roca que unía Dagoska a tierra firme. El camino que salía de las puertas de la ciudad, una línea parda que atravesaba un matorral amarillento, cortaba hacia el sur en dirección a las peladas colinas continentales. Unas pocas aves marinas de aspecto tristón soltaban graznidos mientras trazaban círculos sobre el camino elevado. Quitando eso, no había ningún otro signo de vida.

—¿Me deja el catalejo, general?

Vissbruck extendió el catalejo y lo depositó con brusquedad en la mano que le tendía Glokta.
Está claro que considera que tiene cosas más importantes que hacer que acompañarme a inspeccionar las defensas
. Embutido en su impecable uniforme y con su rostro rollizo reluciente de sudor, el general respiraba pesadamente mientras se mantenía tieso en posición de firmes.
Hace todo lo posible por adoptar un porte profesional. El porte es lo único que tiene de profesional este imbécil, pero, como dice el Archilector, tenemos que arreglárnoslas con los instrumentos de que disponemos
. Glokta se llevó al ojo el tubo de latón.

Los gurkos habían levantado una empalizada. Una alta valla de estacas de madera que faldeaba las colinas, aislando Dagoska del continente. Al otro lado se veían diseminadas numerosas tiendas de campaña, y, acá y allá, se alzaban columnillas de humo desde los fuegos encendidos para cocinar. Incluso se llegaban a distinguir algunas figuras diminutas en movimiento, a las que el sol arrancaba reflejos metálicos.
Armaduras y armas, y en gran cantidad
.

—De ahí venían en tiempos las caravanas de tierra firme —dijo en voz baja Vissbruck—. El año pasado llegaban cien al día. Luego aparecieron los soldados del Emperador, y los mercaderes comenzaron a escasear. Hace un par de meses acabaron de cerrar la empalizada. Desde entonces apenas si ha pasado un borrico. Ahora hay que traerlo todo por barco.

Glokta oteó el otro lado de la valla y los campos que se extendían más allá, desde el mar de un lado hasta el del otro.
¿Se limitan a sacar los músculos, a hacer una demostración de poderío? ¿O van en serio? A los gurkos les gustan los espectáculos, pero tampoco le hacen ascos a una buena pelea: poco más o menos fue así como conquistaron todo el Sur
. Glokta bajó el catalejo.

—¿Cuántos cree que son?

Vissbruck se encogió de hombros.

—Es difícil saberlo. Calculo que al menos unos cinco mil, pero podría haber muchos más detrás de esas colinas. No hay forma de estar seguro.

Cinco mil. Al menos. Si se trata de un espectáculo, es un espectáculo de primera.

—¿Con cuántos hombres contamos nosotros?

Vissbruck se lo pensó un momento.

—Tengo alrededor de seiscientos soldados de la Unión a mi mando.

¿Alrededor de seiscientos? ¿Alrededor? ¡Patán de mierda! Cuando yo era un soldado sabía el nombre de todos los hombres de mi regimiento y cuál era el más indicado para cada una de las tareas.

—¿Seiscientos? ¿Eso es todo?

—También hay mercenarios en la ciudad, pero no se puede uno fiar de ellos, y a menudo causan problemas. En mi opinión, 110 sirven absolutamente para nada.

Le he pedido números, no opiniones.

—¿Cuántos mercenarios hay?

—Puede que mil, tal vez más.

—¿Quién los manda?

—Un estirio. Un tal Cosca.

—¿Nicomo Cosca?

Vitari los miraba desde el parapeto con una de sus cejas pelirrojas alzada.

—¿Lo conoce?

—Podría decirse que sí. Pensaba que había muerto, pero está visto que no hay justicia en el mundo.

En eso tiene razón
. Glokta se volvió hacia Vissbruck.

—¿Ese Cosca se encuentra bajo su mando?

—No exactamente. Son los Especieros quienes le pagan, de modo que se encuentra a las órdenes de la Maestre Eider. Aunque, en teoría, se supone que está a las mías...

—Pero en última instancia sólo sigue las suyas propias, ¿no? —por la cara que puso el general, Glokta se dio cuenta de que no se equivocaba.
Mercenarios. Una espada de doble filo como pocas. Unos soldados excelentes, siempre y cuando se les siga pagando y a condición de que la lealtad no sea un interés prioritario
—. Y los hombres de Cosca superan en número a los suyos en una proporción de dos a uno.
Empiezo a pensar que en lo que hace a las defensas de la ciudad, estoy hablando con la persona equivocada. Aunque tal vez haya una cuestión para la que puede serme de utilidad
. ¿Sabe qué fue de mi predecesor, el Superior Davoust?

Un temblor de desagrado sacudió el rostro del general Vissbruck.

—No tengo ni idea. Las actividades de ese hombre no me interesaban en absoluto.

—Hummm —caviló Glokta calándose el sombrero para protegerse de una nueva ráfaga de viento polvoriento que azotaba las murallas—. ¿La desaparición del Superior de la Inquisición de la ciudad no le interesa en absoluto?

—En absoluto —respondió el general—. Apenas si cruzamos unas pocas palabras. Todo el mundo sabía que Davoust era una persona con un carácter extremadamente desagradable. Desde mi punto de vista, la Inquisición tiene sus atribuciones y yo las mías.

Susceptible, muy susceptible. Claro que todo el mundo se muestra así desde que llegué a la ciudad. Casi estoy tentado de pensar que no les hace ninguna gracia tenerme aquí.

—Conque usted tiene sus atribuciones, ¿eh? —Glokta renqueó hasta el parapeto, alzó su bastón y tocó con la punta un trozo cuarteado de mampostería que había cerca del talón de Vitari. Un pedazo de piedra se desprendió y cayó al vacío. Al cabo de unos instantes, se oyó como se estrellaba contra el lejano foso. Glokta se giró hacia Vissbruck—. En su calidad de comandante en jefe de las defensas de la ciudad, ¿considera que el mantenimiento de las murallas está dentro de sus atribuciones?

Vissbruck se erizó.

—¡Yo he hecho todo lo posible!

Glokta se puso a contar con los dedos de la mano que tenía libre.

—Las murallas terrestres se desmoronan y no están bien guarnecidas. El foso se encuentra tan repleto de desperdicios que apenas si existe ya como tal. Las puertas no han sido reparadas desde hace años y se están viniendo abajo. Si los gurkos decidieran atacar mañana, no me cabe ninguna duda de que nos veríamos en una situación extremadamente comprometida.

—¡En ningún caso se debería a un descuido por mi parte, puede estar seguro! ¡Con el calor, el viento y la sal marina, la madera y el metal se pudren a toda velocidad, y la piedra tampoco sale mucho mejor parada! ¿Es que no se da cuenta de las dimensiones de la tarea? —el general señaló la descollante extensión de las murallas terrestres, que trazaban una amplia curva hacia ambos lados del mar. Incluso allí, en el punto más alto, el parapeto era lo bastante ancho para que pasara por él un carro, y por la base eran mucho más gruesas—. ¡Cuento con muy pocos albañiles experimentados y apenas dispongo de materiales! ¡Los fondos que me proporciona el Consejo Cerrado apenas si sirven para costear el mantenimiento de la Ciudadela! Y el dinero de los Especieros casi ni da para conservar en buen estado las murallas de la Ciudad Alta...

¡Idiota! Casi estoy tentado de pensar que no tiene en absoluto la intención de defender la ciudad.

—La Ciudadela no podría abastecerse por mar si el resto de Dagoska cayera en manos de los gurkos, ¿me equivoco?

Vissbruck pestañeó.

—Bueno, no, pero...

—Es posible que las murallas de la Ciudad Alta basten para mantener a raya a los indígenas, pero son demasiado extensas, demasiado bajas y demasiado delgadas para poder resistir durante mucho tiempo un ataque continuado, ¿no le parece?

—Sí, supongo que sí, pero...

—De tal modo que cualquier plan que tome a la Ciudadela, o a la Ciudad Alta, como nuestra principal línea defensiva sólo servirá para ganar tiempo. Tiempo hasta que lleguen socorros. Unos socorros que, teniendo a nuestro ejército comprometido en Angland, a cientos de leguas de aquí, bien podrían tardar bastante en llegar.
No llegarán nunca
. Si las murallas terrestres caen, la ciudad está condenada —Glokta golpeó las polvorientas losas del suelo con el bastón—. Es aquí donde debemos combatir a los gurkos, aquí donde debemos detenerlos. Cualquier otra cuestión es irrelevante.

—Irrelevante —remachó para sí Vitari mientras saltaba de un trecho del parapeto a otro.

El general tenía el ceño fruncido.

—Me limito a obedecer las órdenes del Lord Gobernador y del consejo. Siempre se ha considerado que se podía prescindir de la Ciudad Baja. La estrategia global no entra dentro de mis atribuciones.

—Entra dentro de las mías —Glokta sostuvo la mirada a Vissbruck durante unos cuantos segundos—. De ahora en adelante todos los recursos se orientarán a la reparación y el fortalecimiento de las murallas terrestres. Nuevos parapetos, nuevos portones, toda piedra rota habrá de ser reemplazada. No quiero que quede ni una rendija por la que pudiera colarse una hormiga, y no digamos ya el ejército gurko.

—Pero, ¿quién va a realizar ese trabajo?

—Fueron los nativos los que construyeron la maldita obra, ¿no? Seguro que entre ellos hay hombres capacitados para ese trabajo. Búsquelos y contrátelos. Y, en cuanto al foso, quiero que lo profundicen hasta que quede por debajo del nivel del mar. Si vienen los gurkos, lo inundaremos y convertiremos la ciudad en una isla.

—¡Pero eso puede llevar meses!

—Dispone de dos semanas. Tal vez menos. Ponga a trabajar a todos los desocupados de la ciudad. A las mujeres y a los niños también, si pueden sujetar una pala.

Vissbruck alzó la vista y miró a Vitari con expresión ceñuda.

—¿Y qué me dice de la gente de la Inquisición?

—Oh, ellos están demasiado ocupados haciendo preguntas acerca de la desaparición del anterior Superior. O cuidando de mí, de mis aposentos y de las puertas de la Ciudadela, tanto de día como de noche, para asegurarse de que no le pase lo mismo al nuevo. ¿No sería una pena, eh, Vissbruck, que desapareciera antes de que estuvieran listas las defensas?

—Desde luego, Superior —masculló el general.
Sin excesivo entusiasmo, diría yo
.

—Todos los demás deben trabajar, incluidos sus propios soldados.

—Pero no puede pretender que mis hombres...

—Pretendo que todo el mundo cumpla con su deber. Quien no quiera hacerlo puede regresar a Adua. Puede regresar y explicar al Archilector las razones de su falta de cooperación —Glokta obsequió al general con una sonrisa desdentada—. Nadie es imprescindible, general, absolutamente nadie.

Gruesas gotas de sudor corrían por el rostro sonrosado de Vissbruck y el cuello rígido de su uniforme estaba oscurecido por la humedad.

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