Read Antes de que los cuelguen Online
Authors: Joe Abercrombie
—No te he pedido promesas. Ahora me toca hacer guardia. Vete tú a descansar.
—Yo no necesito descansar, ya te lo he dicho.
—Como quieras, pero yo voy a sentarme aquí.
—Tú verás.
El pálido grande fue bajando cautamente hacia el suelo, y ella hizo otro tanto. Allí mismo se sentaron, cara a cara, con las piernas cruzadas, no lejos de las brasas, que proyectaban un tenue resplandor sobre los cuatro durmientes y sobre un lado de la abultada cara del pálido, a la vez que inundaba la suya con una leve calidez.
Y ahí se quedaron, vigilándose.
Al Archilector Sult, jefe de la Inquisición de Su Majestad.
Eminencia:
Ya han comenzado las obras en las fortificaciones de la ciudad. Las afamadas murallas terrestres, pese a ser poderosas, se encuentran en un estado lamentable y he tomado enérgicas medidas para reforzarlas. Asimismo, he ordenado un aumento de las reservas disponibles, alimentos, armaduras y armas, que son esenciales para que la ciudad pueda resistir un asedio de cierta duración.
Por desgracia, las defensas son muy extensas, y la escala de la empresa es enorme. Los trabajos se han iniciado a crédito, pero el crédito no durará mucho. Por ello, solicito humildemente a Su Eminencia el envío de fondos para poder llevar las obras a buen término. Sin dinero, nuestros esfuerzos habrán de cesar y la ciudad se perderá.
Las fuerzas de la Unión aquí presentes son escasas y su moral no es muy elevada. Hay mercenarios en el interior de la ciudad, y ya he ordenado que se recluten más, pero su lealtad es dudosa, sobre todo si surgen problemas con los pagos. Solicito, por lo tanto, que se envíen más soldados del Rey. Incluso una sola compañía podría representar una gran diferencia.
Pronto volverá a tener noticias mías. Hasta entonces, sirvo y obedezco.
Sand dan Glokta
Superior de Dagoska
—Éste es el lugar, ¿no? —dijo Glokta.
—Ajá —dijo Frost.
Se trataba de un tosco edificio de una sola planta, construido con una torpe fábrica de adobe y de unas dimensiones apenas mayores que las de un cobertizo de madera de buen tamaño. A través de los resquicios que había alrededor de la puerta y de los postigos de la única ventana se filtraban pequeños rayos de luz que se perdían en la noche. Se parecía bastante a las demás casas de la calle, si es que a eso podía llamársele calle. Difícilmente se habría adivinado que se trataba de la residencia de un miembro del consejo de Dagoska.
Bueno, a fin de cuentas, en muchos aspectos Kahdia no es más que un cero a la izquierda. El líder de los nativos. El sacerdote sin templo, ¿El que menos tiene que perder, tal vez?
La puerta se abrió antes de que a Glokta le diera tiempo de llamar. La figura alta y espigada de Kahdia, ataviada con su túnica blanca, apareció en el umbral.
—¿Por qué no pasa? —el Haddish se dio la vuelta, se dirigió a la única silla que había y tomó asiento.
—Espera aquí —le dijo Glokta a Frost.
—Ajá.
No podía decirse que el interior del cobertizo fuera mucho más prometedor que el exterior.
Limpio y ordenado y absolutamente paupérrimo
. El techo era tan bajo que Glokta a duras penas lograba mantenerse erguido y el suelo no era más que una capa de tierra apisonada. En un extremo de la única habitación de la casa, había un colchón de paja dispuesto sobre unas cajas vacías, con una silla pequeña a su lado. Debajo de la ventana había un armario rechoncho, con unos cuantos libros apilados sobre él, y, junto a ellos, una palmatoria con una vela encendida y llena de churretes. Si se añadía a todo ello un cubo abollado, destinado al alivio de las necesidades fisiológicas, se obtenían la totalidad de las posesiones terrenales de Kahdia.
Nada que indique la presencia oculta del cadáver de un Superior de la Inquisición, pero nunca se sabe. Es muy fácil esconder un cuerpo, sobre todo si se corta en trozos lo bastante pequeños...
—Debería mudarse y dejar los arrabales —Glokta tiró de la puerta, que se cerró con un crujido de goznes, y luego se acercó renqueando a la cama y se dejó caer pesadamente sobre el colchón.
—¿Acaso no sabe que a los nativos no se les permite residir en la Ciudad Alta?
—Estoy seguro de que en su caso sería posible hacer una excepción. Podría tener sus alojamientos en la Ciudadela. Así no tendría yo que pegarme semejante paliza para venir a hablar con usted.
—¿Un alojamiento en la Ciudadela? ¿Mientras mis compatriotas se pudren aquí abajo entre la inmundicia? Lo menos que puede hacer un líder es compartir las penalidades de su pueblo. Poco más puedo ofrecerles —hacía un calor asfixiante en la Ciudad Baja, pero Kahdia no parecía sentirlo. Tenía una expresión tranquila, y sus ojos, oscuros y fríos como aguas profundas, miraban fijamente a Glokta—. ¿Le parece mal?
Glokta se frotó su cuello dolorido.
—En absoluto. El martirio le sienta muy bien, pero espero que sepa disculparme si no me uno a usted —se chupó las encías y añadió—: Yo ya he hecho bastantes sacrificios.
—Tal vez aún le queden algunos por hacer. Empiece ya con sus preguntas.
Directamente al grano. ¿No tiene nada que ocultar? ¿O no tiene nada que perder?
—¿Sabe qué ha sido de mi predecesor, el Superior Davoust?
—Tengo la fundada esperanza de que haya muerto de la forma más dolorosa posible —Glokta notó que había alzado sin querer una ceja.
Lo último que habría esperado: una respuesta sincera. Tal vez la primera respuesta sincera que he obtenido al hacer esa pregunta, aunque no por eso queda libre de sospecha
.
—¿De la forma más dolorosa posible, dice?
—Cuanto más dolorosa, mejor. Y no derramaré ni una sola lágrima si usted le hace compañía.
Glokta sonrió.
—Por más que pienso, no se me ocurre nadie que estuviera dispuesto a hacerlo, pero es de Davoust de quien estamos hablando. ¿Ha tenido algo que ver su gente en su desaparición?
—Es posible. Davoust nos dio motivos de sobra. Son muchas las familias que han perdido un marido, un padre o una hija debido a sus purgas, a sus pruebas de lealtad, a sus escarmientos. Somos miles, y yo no puedo vigilarlos a todos. Lo único que puedo decirle es que no sé nada acerca de su desaparición. Cuando cae un diablo, inmediatamente envían a otro, usted es la prueba. Mi gente no ha obtenido ningún beneficio.
—Excepto el silencio de Davoust. Quizás descubrió que habían sellado ustedes un pacto con los gurkos. Quizás su gente no tenía demasiadas ganas de seguir integrada en la Unión.
Kahdia resopló con desdén.
—Usted no sabe de lo que habla. Ningún dagoskano sellaría jamás un pacto con los gurkos.
—A ojos de un forastero, sus dos pueblos parecen tener bastante en común.
—A ojos de un forastero ignorante, sí. Los dos tenemos la tez morena y los dos rezamos al mismo Dios, pero ahí se acaban los parecidos. Nosotros, los dagoskanos, nunca hemos sido un pueblo guerrero. Mientras el Imperio de los gurkos se extendía como un cáncer por las tierras kantics, nosotros permanecíamos en nuestra península, confiados en la fortaleza de nuestras defensas. Pensábamos que sus conquistas no nos concernían. Ése fue nuestro craso error. Sus emisarios llegaron a nuestras puertas exigiendo que nos postráramos ante el Emperador gurko y que admitiéramos que a través del profeta Khalul hablaba la voz de Dios. Nos negamos a hacer una y otra cosa, y Khalul juró que nos destruiría. Ahora parece que por fin se va a salir con la suya. Todo el Sur caerá en sus manos.
Cosa que al Archilector no le hará ni pizca de gracia
.
—¿Quién sabe? A lo mejor Dios acude en su ayuda.
—Dios favorece a quienes saben resolver sus problemas por sí solos.
—Tal vez podamos resolverlos entre usted y yo.
—No tengo ningún interés en ayudarle.
—¿Aun cuando eso supusiera ayudarse a sí mismo? Tengo pensado promulgar un decreto. Las puertas de la Ciudad Alta se abrirán y se permitirá a su gente desplazarse por su propia ciudad sin ninguna restricción. Los Especieros serán expulsados del Gran Templo, que volverá a ser terreno consagrado. Se permitirá portar armas a los dagoskanos; es más, se les proporcionarán armas provenientes de nuestros propios arsenales. Los nativos de Dagoska serán tratados como ciudadanos de pleno derecho de la Unión. Es lo menos que se merecen.
—Claro, claro —Kahdia juntó las manos y se recostó en su crujiente silla—. Ahora que los gurkos llaman a las puertas de la ciudad, aparece usted en Dagoska, ostentando su pequeño rollo de papel, como si fuera la palabra de Dios, y haciéndonos creer que a partir de ahora se van a hacer bien las cosas. Usted no es como los demás. No, usted es un buen hombre, un hombre justo, honrado. ¿Pretende que me trague eso?
—¿Quiere que le sea sincero? Me importa una mierda lo que usted crea y me importa aún menos hacer bien las cosas: aunque eso último depende de a quién se le pregunte. Y en cuanto a lo de ser un buen hombre —Glokta frunció los labios—, hace mucho que ese barco pasó para mí, y ni siquiera acudí al puerto para despedirlo. Lo que me importa es conservar Dagoska. Eso y nada más que eso.
—Y sabe que no podrá conservarla sin nuestra ayuda.
—Mire, Kahdia, usted y yo no somos ningún par de idiotas. No me ofenda comportándose como si lo fuera. Podemos continuar con nuestras rencillas hasta que la marea de los gurkos nos lleve a todos por delante o podemos cooperar. Nunca se sabe, tal vez juntos podamos vencerlos. Su gente nos ayudará a excavar el foso, a reparar las murallas, a apuntalar las puertas. En un primer momento nos proporcionarán mil hombres para que sirvan en la defensa de la ciudad, luego necesitaremos más.
—¿Haga esto? ¿Haga lo otro? ¿De qué me habla? ¿Y si resulta que gracias a nuestra ayuda la ciudad resiste? ¿Se mantendrá entonces el trato?
Si la ciudad resiste, yo me largaré. Con toda probabilidad Vurmsy los demás volverán a asumir el control y nuestro trato pasará a mejor vida.
—Si la ciudad resiste, tiene mi palabra de que haré todo lo posible para que siga en pie.
—Todo lo posible, que es como decir nada.
Ha captado la idea
.
—Necesito su ayuda, de modo que le estoy ofreciendo cuanto puedo. Le ofrecería más, pero esto es todo lo que tengo. Si quiere, puede permanecer en los arrabales rumiando su descontento en compañía de las moscas mientras aguarda la llegada del Emperador. Quizás el gran Uthman-ul-Dosht le ofrezca un trato más interesante —Glokta miró a Khadia a los ojos—. Pero los dos sabemos que no será así.
El sacerdote frunció los labios, se acarició la barba y luego exhaló un hondo suspiro.
—Como suele decirse, un hombre perdido en el desierto debe aceptar el agua que se le ofrezca, venga de donde venga. Acepto el trato. Una vez que el templo haya sido desalojado, cavaremos sus hoyos, cargaremos con sus piedras y blandiremos sus espadas. Un poco siempre es mejor que nada y, como usted mismo dice, quizás juntos podamos derrotar a los gurkos. Existen los milagros.
—Eso he oído decir —dijo Glokta mientras se apoyaba en su bastón y se ponía de pie soltando un gruñido—. Eso he oído decir.
Pero todavía no he visto ninguno
.
Glokta se estiró sobre los almohadones de sus aposentos, echó la cabeza hacia atrás, abrió la boca y dio reposo a su dolorido cuerpo.
Los mismos aposentos que en tiempos ocupara mi ilustre predecesor, el Superior Davoust
. Era un conjunto de habitaciones amplio, ventilado y ricamente amueblado. Tal vez hubiera pertenecido a un príncipe dagoskano, o a un visir intrigante, o a una concubina de tez morena, antes de que los nativos fueran arrojados al polvo de la Ciudad Baja.
Mil veces preferible a mi diminuto cuchitril del Agriont, si no fuera porque es sabido que los Superiores de la Inquisición que ocupan estas habitaciones manifiestan cierta tendencia a desaparecer
.
Algunas de las ventanas estaban orientadas hacia el norte, donde se encontraba el mar y la ladera más pronunciada del peñón; las otras daban a la achicharrante ciudad. Unas y otras estaban provistas de gruesos postigos. Fuera había un vertiginoso precipicio de roca desnuda que conducía a un lecho de piedras aristadas y a la encrespada agua salada. La puerta tenía seis dedos de grosor, estaba tachonada con planchas de hierro y disponía de un sólido candado y de cuatro pestillos enormes.
Davoust era un hombre precavido y, según parece, tenía fundadas razones para serlo. Entonces, ¿cómo es posible que unos asesinos se colaran aquí y, una vez dentro, cómo se las ingeniaron para sacar el cuerpo?
.
Notó que las comisuras de sus labios se curvaban dibujando una sonrisa.
¿Y cómo sacarán el mío cuando vengan? Mis enemigos no paran de crecer: el desdeñoso Vurms, el puntilloso Vissbruck, los mercaderes, para cuyos beneficios represento una amenaza, los Practicantes que trabajaron a las órdenes de Harkery Davoust, los nativos, que tienen poderosas razones para odiar a cualquier persona que vista el uniforme negro, los gurkos, por supuesto, y todo eso sin contar con la posibilidad de que Su Eminencia empiece a sentirse inquieto por la falta de resultados y decida reemplazarme, y vendrá luego alguien a averiguar qué ha sido de mi cuerpo contrahecho?
—Superior.
Abrir los ojos y alzar la cabeza le supuso un enorme y doloroso esfuerzo. Las fatigas de los últimos días le habían dejado machacado todo el cuerpo. A cada movimiento, el cuello producía un chasquido similar al de una rama al quebrarse, la espalda la tenía tan rígida y frágil como un espejo, la pierna pasaba de una acuciante agonía a un entumecimiento estremecido.
De pie en el umbral estaba Shickel, con la cabeza inclinada. Los cortes y los moratones de su tez morena ya habían curado. No quedaba ningún signo externo del suplicio al que había sido sometida en las celdas subterráneas. Como siempre, sus ojos permanecían clavados en el suelo en lugar de mirarle.
Algunas heridas tardan en cicatrizar, y otras no lo hacen nunca. Bien lo sé yo
.
—¿Qué pasa, Shickel?
—La Maestre Eider le envía una invitación para cenar.
—¿No me digas?
La muchacha asintió con la cabeza.
—Haz que le comuniquen que será un placer para mí acudir.
Glokta se la quedó mirando un momento mientras se deslizaba fuera de la sala con la cabeza agachada y luego volvió a recostarse en los almohadones.
Si mañana mismo desapareciera, al menos habría salvado a una persona. Quizás eso signifique que mi vida no ha sido una completa pérdida de tiempo. Sand dan Glokta, escudo de indefensos, ¿Nunca es demasiado tarde para ser... un buen hombre?