Antes de que los cuelguen (17 page)

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Authors: Joe Abercrombie

—Desde luego.

Se levantó de la silla y se deslizó hacia él, rozando con sus pisadas el fresco suelo de mármol como si fuera una bailarina.
Los pies descalzos, a la manera kantic
. Mientras se inclinaba para llenarle la copa, las gasas, mecidas por la brisa, se ondulaban en torno a su cuerpo y su deliciosa fragancia inundaba la cara de Glokta.
Exactamente el tipo de mujer con el que mi madre habría querido que me casara: hermosa, inteligente y, oh, tan rica. Exactamente el tipo de mujer con el que yo mismo habría querido casarme, cuando era más joven. Cuando era otro tipo de hombre
.

La vacilante luz de las velas se reflejaba en sus cabellos, destellaba en las joyas que colgaban de su esbelto cuello y refulgía a través del vino que iba cayendo en la copa,
¿Trata de seducirme por la simple razón de que poseo el mandato del Consejo Cerrado? ¿Puro negocio, un mero deseo de estar a bien con los poderosos? ¿O tiene la esperanza de engañarme, de distraerme, de alejarme de la desagradable verdad?
Sus miradas se cruzaron un instante; Eider esbozó una sonrisa de complicidad y luego volvió a mirar la copa.
¿Voy a convertirme en el pequeño pilluelo que, con la cara sucia pegada al escaparate de una pastelería y la boca hecha agua, contempla unos dulces que nunca podrá probar? Creo que no
.

—¿Adonde fue a parar Davoust?

La Maestre Eider hizo una leve pausa y luego depositó la botella en la mesa. A continuación, se dejó resbalar en la silla de al lado, plantó los codos sobre el tablero, apoyó la barbilla en las manos y miró fijamente a Glokta.

—Sospecho que fue asesinado por un traidor que se encuentra dentro de la ciudad. Un agente gurko, probablemente. Aun a riesgo de contarle algo que ya sabe, le diré que Davoust sospechaba que en el seno del consejo se estaba fraguando una conspiración. El mismo me confió sus sospechas poco antes de que se produjera su desaparición.

¿Eso hizo?

—¿Una conspiración dentro del consejo de la ciudad? —Glokta sacudió la cabeza con fingido espanto—. ¿Es eso posible?

—Seamos sinceros el uno con el otro, Superior. Yo deseo lo mismo que usted. El Gremio de los Especieros ha invertido demasiado tiempo y dinero en esta ciudad para verla caer en manos de los gurkos, y, a la hora de elegir un defensor, usted parece ofrecer muchas más garantías que esos imbéciles de Vurms y Vissbruck. Si hay un traidor entre nosotros, quiero que sea descubierto.

—Un traidor... o una traidora.

La Maestre Eider arqueó una de sus primorosas cejas.

—Sin duda no se le ha pasado por alto que soy la única mujer que hay en el consejo.

—Desde luego que no —Glokta dio un ruidoso sorbetón a la cuchara—. Perdóneme si no la descarto todavía. Se necesita algo más que una buena sopa y una grata conversación para convencerme de la inocencia de alguien.
Aunque se trate de la única alegría para la vista que se me ha ofrecido hasta ahora
.

La Maestre Eider sonrió mientras alzaba la copa.

—¿Qué podría hacer para convencerle?

—¿Le soy sincero? Necesito dinero.

—Ah, dinero. Al final siempre se trata de eso. Sacarle dinero a mi gremio es como intentar encontrar agua en el desierto: un trabajo agotador, sucio y la mayoría de las veces infructuoso.
Más o menos como hacer preguntas al Inquisidor Harker
. ¿Qué cantidad tiene en mente?

—Para empezar, pongamos que unos cien mil marcos.

A Eider no llegó a atragantársele el vino.
Ha sido más bien un suave gorgoteo
. Dejó el vaso con cuidado, se aclaró la garganta sin apenas hacer ruido, se limpió la comisura de los labios con un pañuelo y luego le miró con las cejas alzadas.

—Sabe muy bien que no va a ser posible obtener semejante cantidad.

—Me conformaré con lo que me pueda ofrecer, por el momento.

—Veré lo que se puede hacer. ¿Se limitan sus ambiciones a unos simples miles de marcos, o hay alguna otra cosa que pueda hacer por usted?

—La verdad es que sí. Necesito que los mercaderes salgan del templo.

Eider se frotó suavemente las sienes, como si las peticiones de Glokta le produjeran dolor de cabeza.

—Quiere que salgan los mercaderes —dijo en un susurro.

—Tuve que prometérselo a Kahdia para conseguir su apoyo. Si lo tenemos en nuestra contra, no habrá manera de que la ciudad resista mucho tiempo.

—Hace años que llevo diciéndoles lo mismo a esos imbéciles arrogantes, pero aplastar a los nativos se ha convertido poco menos que en su diversión favorita. Perfecto, ¿cuándo quiere que salgan?

—Mañana. Como muy tarde.

—¡Y pensar que le llaman prepotente! —la Maestre hizo un gesto negativo con la cabeza—. Muy bien. Lo más seguro es que mañana por la noche me haya convertido en el Maestre más impopular del que se tenga memoria, eso si es que consigo conservar el puesto, pero haré lo posible por vendérselo al gremio.

Glokta sonrió.

—Estoy convencido de que es usted capaz de vender cualquier cosa que se proponga.

—Es usted un negociador muy duro, Superior. Si alguna vez se harta de hacer preguntas, no me cabe ninguna duda de que podría tener un futuro muy prometedor como mercader.

—¿Mercader? Oh, no soy tan implacable —Glokta dejó la cuchara en el cuenco y se lamió las encías—. No quisiera faltarle al respeto, pero, dígame, ¿cómo es que una mujer ha llegado a lo más alto del gremio más poderoso de la Unión?

Eider permaneció unos instantes en silencio, como si estuviera decidiendo si debía responder o no.
O evaluando cuánto de verdad debe de haber en lo que me diga
. La Maestre miró la copa e hizo girar lentamente su pie.

—Mi marido me antecedió en el cargo. Cuando nos casamos, yo tenía veintidós años y él casi sesenta. Mi padre le adeudaba una gran cantidad de dinero y le ofreció mi mano como pago de la deuda.
Ah, ya veo que nadie está libre de sufrimientos
—los labios de la mujer se fruncieron en un leve gesto de desdén—. Mi marido siempre tuvo muy buen olfato para las gangas. Poco después de que nos casáramos, su salud comenzó a empeorar, y yo empecé a intervenir de forma más activa en la gestión de sus negocios y en los del gremio. Cuando murió, yo ya era Maestre en todo menos el nombre, y mis colegas tuvieron la sensatez de formalizar la situación. A los Especieros siempre les han importado más los beneficios que el decoro —alzó un instante los ojos para mirar a Glokta—. No quisiera faltarle al respeto, pero, dígame, ¿cómo se pasa de héroe de guerra a torturador?

Ahora fue a él a quien le tocó permanecer un instante en silencio.
Buena pregunta, ¿Cómo sucedió?

—Las salidas profesionales de un tullido son extremadamente limitadas.

Sin apartar la vista de Glokta, Eider asintió moviendo lentamente la cabeza.

—Debió de ser muy duro. Pasar tanto tiempo en tinieblas y, luego, al regresar, descubrir que tus amigos ya no saben qué hacer contigo. No ver en sus semblantes más que culpa, lástima, asco. Encontrarse completamente solo.

El párpado de Glokta palpitó, y se lo frotó un poco. Nunca antes había hablado del tema.
Y aquí estoy ahora, hablando de ello con una perfecta desconocida
.

—No cabe duda de que soy una figura trágica. Antes era una mierda de hombre y ahora soy la sombra de un hombre. Elija el que más le guste.

—Debe de ponerle enfermo que le traten así. Muy enfermo, y muy furioso.
Ni se lo imagina
. Pero, de todos modos, me sigue pareciendo extraño que una víctima de la tortura decida convertirse en torturador.

—Todo lo contrario, no hay nada más natural. Mi experiencia me dice que la gente suele dar a sus semejantes el mismo trato que ha recibido de ellos. Usted misma fue vendida por su padre y comprada por su marido y, sin embargo, ha decidido dedicarse a comprar y a vender.

Eider frunció el ceño.
¿Le habré dado algo en lo que pensar?

—Creí que su sufrimiento le habría provocado un sentimiento de empatía hacia los demás.

—¿Empatía? ¿Qué es eso? —un gesto de dolor asomó al semblante de Glokta, que se frotó su pierna dolorida—. Es una triste verdad, pero para lo único que sirve el dolor es para sentir pena de uno mismo.

Política de hoguera

Logen se revolvió incómodo en la silla de montar y, entrecerrando los ojos, levantó la mirada para echar un vistazo a unas aves que volaban en círculos sobre la gran llanura. Mierda, tenía el trasero machacado. Y los muslos escocidos, y la nariz llena de olor a caballo. No encontraba una postura cómoda para sus partes. Siempre las tenía aplastadas, a pesar de que cada dos por tres se metía la mano por debajo del cinturón para colocárselas. Aquel dichoso viaje estaba resultando un maldito fastidio, por un montón de razones.

Allá en el Norte, cuando andaba por los caminos, siempre iba hablando. De chico, hablaba con su padre. De joven, con sus amigos. Cuando se unió a Bethod, se pasaba el día entero hablando con él, porque por entonces estaban muy unidos, casi como hermanos. Hablar hace que te olvides de las ampollas de los pies, del hambre de las tripas, del maldito e interminable frío, de a quién mataron ayer.

Se reía con las historias del Sabueso mientras caminaban pesadamente por la nieve. Cavilaba sobre cuestiones tácticas con Tresárboles mientras cabalgaban sobre el barro. Discutía con Dow el Negro mientras se abrían paso por las ciénagas, y ningún tema les parecía insulso. Incluso había intercambiado una o dos bromas con Hosco Harding, algo de lo que no mucha gente podía presumir.

Suspiró para sus adentros. Un suspiro prolongado y pesaroso que se le quedó atorado en el fondo de la garganta. Aquéllos fueron buenos tiempos, sin duda, pero quedaban ya muy atrás, en los valles soleados del pasado. Todos sus camaradas habían vuelto al barro. Todos estaban en silencio para siempre. Peor aún, habían dejado a Logen abandonado en el culo del mundo con aquella cuadrilla.

Al gran Jezal dan Luthar sólo le interesaban sus propias historias. Se mantenía en todo momento tieso y distante en su silla, con el mentón alzado y haciendo alarde de su arrogancia, su superioridad y su desprecio por todo cuanto le rodeaba, igual que alardean los jovenzuelos de su primera espada, mucho antes de aprender que no hay nada de lo que sentirse orgulloso.

A Bayaz no le interesaban las tácticas guerreras. Rara vez hablaba, y, cuando lo hacía, se limitaba a ladrar unos pocos monosílabos, o unos cuantos síes y noes, mientras contemplaba el interminable mar de hierba con el ceño fruncido, como un hombre que hubiera cometido un terrible error y no supiera cómo remediarlo. También su aprendiz parecía otro desde que dejaron Adua. Silencioso, insensible, alerta. En cuanto al Hermano Pielargo, andaba por delante en la llanura, explorando el camino. Puede que fuera mejor así. Ninguno de los otros tenía mucha conversación. Pero el Navegante, hubo de admitir Logen, tal vez tuviera demasiada.

Ferro cabalgaba a cierta distancia de los otros miembros de la animada cuadrilla: los hombros encorvados, las cejas fruncidas en un ceño permanente, la larga cicatriz de su mejilla arrugada hasta adquirir un furioso color gris, como si se hubiera empeñado en conseguir que los demás parecieran la alegría personificada por comparación. Probablemente sería mucho más fácil echarse unas risas con la peste que con ella, supuso Logen.

Y ésa era la alegre compaña. A Logen se le vinieron abajo los hombros.

—¿Cuánto falta para llegar a los confines del Mundo? —preguntó a Bayaz sin hacerse demasiadas ilusiones.

—Todavía falta —gruñó entre dientes el Mago.

En vista del éxito, Logen, cansado, dolorido y aburrido, siguió cabalgando y contemplando las aves que trazaban círculos sobre la interminable llanura. Unos pájaros grandes y bien gordos. Se relamió.

—No nos vendría mal un poco de carne —masculló. Hacía mucho que no comía carne fresca. Desde que dejaron Calcis. Logen se frotó la tripa. La flacidez de la grasa que había acumulado en la ciudad ya iba desapareciendo—. Un buen trozo de carne.

Ferro le miró con el gesto torcido y luego alzó la cabeza para echar un vistazo a los pájaros que daban vueltas en el cielo. Acto seguido, se sacudió los hombros y se sacó el arco.

—¡Ja! —rió Logen—. Buena suerte —vio cómo sacaba limpiamente una flecha de su aljaba. Un gesto inútil. Ni siquiera Hosco Harding habría acertado, y no conocía a nadie que manejara el arco mejor que él. Vio cómo encajaba el asta en la madera curva y, luego, arqueaba la espalda y clavaba sus ojos amarillos en las siluetas que planeaban en las alturas.

—Jamás conseguirás cobrarte una de esas piezas, ni aunque te tiraras mil años intentándolo —Ferro tensó la cuerda—. ¡Vas a malgastar una flecha! —gritó Logen—. ¡Más vale ser realista con estas cosas! —lo más probable es que la flecha acabara por caer y se le clavara a él en la cara. O que acertara al caballo en el cuello, que moriría, se le caería encima y le aplastaría. Un fin apropiado para un viaje de pesadilla. Un instante después, uno de los pájaros caía en la hierba, atravesado por la flecha de Ferro.

—No —musitó Logen mirando boquiabierto a Ferro, que ya había vuelto a tensar el arco. Otra flecha surcó el cielo gris. Y otra ave cayó a tierra, justo al lado de la anterior. Logen la miró estupefacto—. ¡No!

—Venga, seguro que ha visto cosas más raras —dijo Bayaz—. Un hombre como usted, que habla con los espíritus, que viaja con los Magos, el hombre más temido del Norte.

Logen detuvo su caballo y desmontó. Avanzó por la hierba crecida con sus piernas doloridas y temblorosas y recogió uno de los pájaros. La flecha le había entrado justo por el centro del pecho. Si él hubiera intentado ensartarla con una flecha a medio metro de distancia, no habría conseguido un blanco más perfecto.

—Esto no puede ser.

Bayaz le miraba sonriente con las manos cruzadas sobre la silla de montar.

—Según la leyenda, en un tiempo muy remoto, antes de que comenzara la historia, nuestro mundo y el Otro Lado estaban unidos. Formaban un solo mundo. Los demonios vagaban libremente por la tierra haciendo cuanto se les antojaba. Un caos inimaginable. Se cruzaron con los humanos y tuvieron una descendencia mestiza. En parte hombres, en parte demonios. Seres de sangre demoníaca. Monstruos. Uno de ellos, que respondía al nombre de Euz, libró a la humanidad de la tiranía de los demonios, y el fragor de su batalla contra ellos dio forma a la tierra. Separó el mundo de arriba del mundo de abajo y selló las puertas que los unían. Luego, para impedir que ese terror regresara, dictó la Primera Ley. Está prohibido tocar directamente el Otro Lado, o comunicarse con los demonios.

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