Antes de que los cuelguen (36 page)

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Authors: Joe Abercrombie

—Clávela en las almenas de las murallas terrestres. En un lugar bien visible. Así se enterarán los gurkos de la firmeza de nuestra determinación.

Cosca chasqueó la lengua.

—Cabeza ensartadas en picas, ¿eh? —dijo mientras levantaba la cabeza agarrándola de la barba—. Nunca se pasan de moda.

Al salir, cerró la puerta tras de sí, y Glokta se quedó solo en la sala de audiencias. Se frotó el cuello para aliviar su rigidez y estiró su pierna entumecida por debajo de la mesa manchada de sangre.
Un día bien aprovechado, en general. Pero el día ya ha terminado
. Tras los ventanales, el sol por fin se había puesto sobre Dagoska.

El cielo estaba oscuro.

Entre las piedras

Las primeras luces del amanecer asomaban ya en el cielo. Un leve resplandor que iluminaba los contornos de las colosales nubes y las aristas de las ancianas piedras, un destello difuso en el horizonte oriental. Una vista, la de esa primera claridad grisácea, que los hombres no solían ver, o que Jezal, al menos, rara vez había visto. En su tierra, a esas horas habría estado tan tranquilo en sus alojamientos, durmiendo a pierna suelta en su cálido lecho. Aquella noche nadie había dormido. Se habían pasado las largas horas de frío en silencio, sentados al viento, escrutando la oscuridad en un intento de distinguir la presencia de formas en la llanura y esperando. Esperando el amanecer.

Nuevededos contempló el sol naciente con gesto ceñudo.

—Ya casi es la hora. Pronto aparecerán.

—Bien —farfulló aterido Jezal.

—Escúcheme. Quédese aquí y vigile el carro. Son muchos, y lo más probable es que unos cuantos traten de rodearnos para cogernos por la espalda. Por eso tiene que quedarse aquí. ¿Entendido?

Jezal tragó saliva. Estaba tan tenso que se le había formado un nudo en la garganta. No dejaba de pensar en lo injusta que era aquella situación. Lo injusto que era tener que morir tan joven.

—Bien. Ella y yo estaremos en la parte de delante de la colina, por donde las piedras. Supongo que la mayoría de ellos vendrán por ahí. Si tiene problemas, pegue un grito, pero si no acudimos... bueno, haga lo que pueda. A lo mejor es que estamos muy ocupados. O a lo mejor es que hemos muerto.

—Tengo miedo —dijo Jezal. No había tenido intención de decirlo, pero tal y como estaban las cosas ya daba igual.

Nuevededos se limitó a asentir con la cabeza.

—Y yo. Todos tenemos miedo.

Ferro lucía una sonrisa feroz mientras se ceñía al pecho las correas de la aljaba, metía un agujero más en la hebilla del cinto de su espada, se ajustaba el brazalete de arquero, movía los dedos para ver que estaban sueltos y tensaba la cuerda del arco, comprobando que todo estaba en orden y presto para la violencia. Se preparaba para un combate que muy probablemente les costaría a todos la vida de una forma bastante similar a la que habría podido emplear Jezal cuando se preparaba para una noche de juerga en las tabernas de Adua. Sus ojos amarillos refulgían de emoción en la penumbra, como si estuviera deseando empezar. Era la primera vez que la veía contenta.

—No parece que ella tenga miedo —dijo.

Nuevededos miró a Ferro y torció el gesto.

—Bueno, puede que ella no, pero yo no la tomaría como ejemplo —la observó durante un instante—. A veces, la gente que ha vivido en peligro mucho tiempo sólo consigue sentirse viva cuando percibe el aliento de la muerte al lado.

—Ya —murmuró Jezal. Ahora, la mera visión de la hebilla de su propio cinto, de las empuñaduras de sus aceros, que relucían con orgullo, le ponía enfermo. Volvió a tragar saliva. Nunca había tenido la boca tan repleta de saliva.

—Trate de pensar en otra cosa.

—¿En qué?

—En cualquier cosa que le ayude a distraerse. ¿Tiene familia?

—Mi padre y dos hermanos. Pero no estoy muy seguro de que me aprecien mucho.

—A la mierda con ellos entonces. ¿Tiene hijos?

—No.

—¿Mujer?

—No —Jezal torció el gesto. Lo único que había hecho en su vida era jugar a las cartas y granjearse enemigos. Nadie le echaría de menos.

—¿Una amante, entonces? No me diga que no hay una chica esperándole.

—Bueno, quizá... —pero en realidad estaba seguro de que a esas alturas Ardee ya le habría encontrado sustituto. Nunca le había parecido una mujer demasiado sentimental. Tal vez debería haberle propuesto que se casara con él cuando se presentó la ocasión. Así, al menos, habría tenido alguien que le llorara—. ¿Y usted? —farfulló.

—¿Yo? ¿Una familia? —Nuevededos frunció el entrecejo y se frotó con gesto amargo el muñón de su dedo medio—. La tuve. Pero ahora tengo otra. Las familias no se eligen, hay que apechugar con la que a uno le ha tocado en suerte y procurar sacarle el máximo partido —señaló a Ferro y luego a Quai—. ¿La ve a ella, y a él, y a usted? —y, acto seguido, dio a Jezal una palmada en la espalda—. Pues ahora ésta es mi familia y no entra en mis planes perder hoy un hermano, ¿entendido?

Jezal asintió moviendo lentamente la cabeza. No se elige la familia. Hay que sacar el máximo partido de la que a uno le ha tocado. La suya era fea, estúpida, apestosa y extraña, pero eso poco importaba ahora. Nuevededos le tendió la mano. Jezal la cogió y la apretó con todas sus fuerzas.

El norteño sonrió.

—Buena suerte, Jezal.

—Lo mismo digo.

Ferro estaba arrodillada junto a una de las piedras agujeradas, con el arco en una mano y una flecha lista para disparar. El viento dibujaba extrañas formas en la hierba alta de la llanura, azotaba la hierba más corta de la ladera de la colina y tiraba de las plumas de las siete flechas que tenía clavadas en el suelo justo delante de ella formando una hilera. Siete flechas. Todas las que le quedaban.

No tenía ni para empezar.

Los vio cabalgar hasta los pies de la colina. Los vio bajar de los caballos y mirar hacia arriba. Los vio ceñirse las hebillas de sus desgastadas corazas de cuero y preparar sus armas. Lanzas, espadas, escudos, uno o dos arcos. Eran trece. No se había equivocado.

Pero eso no le servía de consuelo.

Reconoció a Finnius; se reía mientras señalaba las piedras con una mano. El muy cabrón. Si tenía la oportunidad, sería el primero al que dispararía, pero a esa distancia no tenía sentido malgastar un tiro. No tardarían en subir. Cruzarían el terreno despejado y luego ascenderían por la colina.

Entonces los dispararía.

Comenzaron a desplegarse. Se asomaban por encima del borde de los escudos para mirar hacia las rocas y sus botas producían un sordo rumor mientras avanzaban por la hierba alta. Aún no la habían visto. Delante venía uno que no llevaba escudo. Trepaba por la ladera con gesto feroz, blandiendo en cada mano una espada reluciente.

Ferro tensó el arco sin prisas y sintió el tacto familiar de la cuerda al hundírsele un poco en la barbilla. La flecha le entró a su enemigo por el centro del pecho, atravesando su peto de cuero. El hombre contrajo la cara en un gesto de dolor, soltó un resuello y cayó de rodillas. Luego volvió a levantarse, apoyándose en una de sus espadas, y dio un paso vacilante al frente. La segunda flecha se le clavó justo por encima de la anterior: volvió a caer de rodillas, vomitó un esputo sanguinolento sobre la ladera y luego se desplomó de espaldas.

Pero había muchos más, y seguían avanzando. El que tenía más cerca se encorvaba detrás de un escudo enorme y ascendía paso a paso por la ladera manteniéndolo adelantado y procurando no exponer ni un centímetro de su cuerpo. La flecha de Ferro se alojó con un ruido hueco en el grueso borde de madera.

—Puff —bufó Ferro mientras arrancaba de la tierra otra saeta. Volvió a tensar la cuerda y apuntó con sumo cuidado.

—¡Argh! —aulló el tipo al clavársele la flecha en uno de sus tobillos, que tenía descubierto. El escudo vibró, osciló un poco y se le inclinó hacia un lado.

La siguiente flecha surcó el aire y le entró limpiamente en el cuello, justo por encima del borde del escudo. La sangre se derramó a borbotones por su piel, los ojos se le desorbitaron y cayó de espaldas. El escudo, con la flecha malgastada clavada en el borde, rodó colina abajo detrás de su dueño.

Pero había empleado mucho tiempo y muchas flechas en acabar con aquel tipo. Los demás ya estaban bastante arriba, a mitad de camino de las primeras piedras, y ahora avanzaban zigzagueando. Arrancó del suelo las dos flechas que le quedaban y se escabulló ladera arriba entre la hierba. De momento no podía hacer más. Nuevededos tendría que arreglárselas solo.

Con la espalda pegada a una de las piedras, Logen aguardaba conteniendo la respiración. De pronto vio a Ferro escabullirse colina arriba alejándose de él.

—Mierda —masculló. En inferioridad numérica y en un serio aprieto, para no perder la costumbre. Desde que se hizo con el mando, sabía que acabaría siendo así. Siempre ocurría lo mismo. Pero no era la primera vez que salía de un atolladero como ése, y volvería a hacerlo una vez más. Dígase una cosa de Logen Nuevededos: es un guerrero.

Oyó unos pasos que correteaban por la hierba, acompañados de unos gruñidos entrecortados. Un hombre trepaba por la colina, justo a la izquierda de la piedra. Logen se llevó la espada al lado derecho, palpó el duro metal de la empuñadura y apretó las mandíbulas. Primero apareció la punta oscilante de una lanza, luego un escudo.

Soltando un rugido, salió de detrás de la piedra y descargó la espada trazando un amplio círculo en el aire. El golpe se hundió en el hombro de su enemigo, le abrió en el pecho un tajo del que brotó una llovizna de sangre, le arrancó los pies del suelo y lo arrojó rodando por la ladera.

—¡Sigo vivo! —jadeó Logen mientras corría colina arriba. Una lanza pasó silbando a su lado y se clavó a sus pies justo en el momento en que se parapetaba detrás de la siguiente piedra. Una baza bastante pobre la del tipo aquel, pero dispondrían de muchas otras. Se asomó por el borde. Vio formas fugaces que corrían de roca en roca. Se humedeció los labios y alzó la espada del Creador.

Ahora había sangre en la hoja oscura, también en la letra de plata que había junto a la empuñadura. Pero aún quedaba mucho trabajo por hacer.

Subía por la ladera en dirección a ella, asomándose por encima del escudo, presto a parar las flechas que pudiera lanzarle. Imposible acertarle desde allí, estaba demasiado atento.

Ferro se escondió detrás de una piedra, se dejó caer en una trinchera poco profunda que ella misma había excavado y se puso a reptar hasta llegar al extremo opuesto, que estaba justo detrás de otra gran roca. La rodeó y luego se asomó por el borde. Ahora le veía de costado, avanzando cautelosamente hacia la piedra en la que había estado escondida hacía unos instantes. Al parecer, Dios tenía el día generoso.

Con ella, no con él.

La saeta se le alojó en el costado, justo por encima de la cadera. Se tambaleó y bajó la vista para mirar la herida. Ferro sacó su última flecha y la encajó en el arco. El tipo estaba intentando sacarse la primera cuando la segunda le acertó en medio del pecho. En pleno corazón, dedujo Ferro por la forma de caer.

Ya no le quedaban flechas. Tiró el arco y desenvainó el sable gurko.

Había llegado el momento de acercarse.

Logen rodeó una de las piedras y se encontró de frente una cara a una distancia tan corta que casi pudo sentir su aliento en la mejilla. La cara de un joven. Un rostro agraciado, de tez clara y nariz afilada, con unos ojos castaños que le miraban desorbitados. Logen estrelló su frente contra ella. La cabeza salió rebotada hacia atrás y el joven se tambaleó, dando a Logen el tiempo necesario para sacar su cuchillo del cinto con la mano izquierda. Soltó su espada, agarró el borde del escudo de su enemigo y lo apartó de golpe. Chorreando sangre por la nariz rota, la cabeza de ojos castaños se alzó de nuevo y, gruñendo como un perro, echó atrás el brazo de la espada para descargar un tajo.

Logen emitió un leve gemido al hundir el cuchillo en el cuerpo del joven. Una vez, dos veces, tres. Unas puñaladas asestadas de abajo arriba, rápidas y enérgicas, que casi levantaron a su enemigo los pies del suelo. La sangre que manaba de las entrañas perforadas se derramaba sobre las manos de Logen. El joven exhaló un quejido, soltó la espada, le flaquearon las piernas y empezó a resbalar por la piedra. Logen se le quedó mirando mientras caía. No hay elección que valga cuando se trata de escoger entre matar o morir. Al fin y al cabo, hay que ser realista.

El joven se quedó sentado en la hierba sujetándose el estómago ensangrentado con ambas manos. Alzó la vista y miró a Logen.

—Ug —gruñó—. Urgh.

—¿Qué?

No hubo más. Los ojos castaños se habían vuelto vidriosos.

—¡Vamos! —chilló Ferro—. ¡Venga, maldito hijo de puta! —Estaba agachada en la hierba, lista para saltar.

El tipo no hablaba su lengua, pero debía de entender el sentido de sus palabras. Girando sobre sí, la lanza describió una trayectoria curva en el aire. Un buen lanzamiento. Ferro se echó a un lado y la lanza impactó ruidosamente contra las rocas.

Se rió de él y el tipo se lanzó a la carga: un hombre calvo y fuerte como un toro. A quince zancadas de distancia distinguía ya las vetas del mango del hacha. A doce, las arrugas dibujadas en las comisuras de sus ojos y en el caballete de la nariz de su cara de perro rabioso. A ocho, las raspaduras de su peto de cuero. Al llegar a cinco zancadas, el tipo alzó el hacha. ¡Aaaargh!, aulló al hundirse el trozo de hierba que tenía bajo sus pies y caer en uno de los hoyos dejando escapar su arma.

Debería haberse fijado en donde pisaba.

Ferro se abalanzó hacia delante con avidez y descargó un mandoble sin molestarse en apuntar. El tipo soltó un aullido al hundírsele en el hombro la pesada hoja de la espada y, luego, berreando y farfullando palabras incomprensibles, trató de salir de allí gateando por la tierra suelta. El siguiente golpe de la espada le abrió un agujero en la coronilla. El hombre emitió un gorgoteo, pegó una sacudida y luego resbaló hasta el fondo del hoyo. O de la tumba. Su tumba.

Seguramente no se la merecía, pero daba igual. Ya lo sacaría luego para dejar que se pudriera en la colina.

El tipo aquel era enorme. Un gordo gigantesco que sacaba media cabeza a Logen. La maza que blandía era enorme, casi tan grande como medio árbol, pero eso no parecía impedirle manejarla con gran soltura mientras rugía como un loco y sus pequeños ojos giraban con furia en su cara rechoncha. Logen trataba de esquivar sus golpes mientras retrocedía a tientas entre las piedras. No era fácil mantener un ojo en el terreno que tenía detrás y otro en aquella rama de árbol que barría el aire. Nada fácil. Seguro que acababa mal.

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