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Authors: Ángeles Mastretta

Tags: #Histórico, Drama

Arráncame la vida (23 page)

—¿Por qué no has de creerlo? —preguntó Andrés.

—Porque conocí a Medina. Carlos lo quería bien.

—Pues ojalá no lo haya querido tanto como para meterse a defenderlo —dijo Andrés. Siempre ha sido un irresponsable. Todavía hoy en la comida le pedí que se dedicara a la música y dejara de correr riesgos. Pero es un provocador.

—A mi me parece un buen tipo —dijo el procurador y es un excelente músico.

—Esperemos que no le haya pasado nada —expresó el jefe de la policía, que era un tipo horrendo, subjefe cuando Andrés fue gobernador. Le decían el Queso de Puerco porque tenía mal del pinto. Lo que hubiera pasado, lo sabía todo.

Llegó la cena. Andrés dio en elogiar mis habilidades como ama de casa y la conversación se fue para quién sabe dónde. Lucina servía la mesa.

—¿Más frijoles señora? —dijo parándose junto a mí. Y después bajito: Dice Juan que lo tienen en la casa de la noventa.

—Gracias, unos poquitos —le contesté.

—De veras de veras, qué rico todo, señora —dijo Benítez.

—Gracias gobernador —dije levantando la cara, y mirándolo. Junto a él encontré los ojos de Tirso el procurador, un notario respetado que nunca quiso trabajar para Andrés.

Me extrañaba que hubiera querido con Benítez. Era un hombre raro. Cuando me miraba yo tenía la sensación de interesarle.

—Está usted preocupada, ¿verdad?

—Estimo a Carlos —contesté.

—Le prometo que haré lo posible por dar con él —dijo.

—Se lo agradezco desde ahora —le dije, y a todos: ¿Tomamos el café en la sala?

—Vamos pues —dijo mi marido levantándose. Tras él se levantaron todos, como monos de imitación. Caminamos hasta la sala y busqué acercarme a Tirso Santillana.

—Usted confía en su gobernador, ¿verdad?

—Por supuesto señora —me contestó. Sonreí como si habláramos del tiempo.

—Tienen a Carlos en la casa de la noventa. Sálvelo —dije.

—¿De qué habla usted?

—La casa de la noventa es una cárcel para enemigos políticos. Existe desde que mi marido era gobernador y no ha desaparecido. Ahí está Carlos.

—¿Cómo lo supo? —preguntó.

—Qué más da. ¿Va usted a ir? Diga que se lo dijeron en la calle. Váyase y mando a alguien a que se lo avise en su oficina. Pero apúrese por favor —dije riéndome otra vez y él se rió también para seguir el disimulo.

—Señor gobernador, me voy a retirar. Quiero ver si en mi oficina saben algo —dijo.

—Este Santillana tan eficaz. Yo siempre quise contar con él y no se dejó. ¿Cómo le hiciste Felipe? —dijo Andrés.

—Tuve suerte —contestó Benítez. Vaya usted, señor procurador.

Pellico el jefe de la policía se incomodó. Si se iba el procurador tendría que irse también él, y no se le veían ganas. Estaba feliz con su brandy, su café y su sillón.

—¿Usted se queda, verdad Pellico? —le pregunté.

—Si usted me lo pide no voy a tener más remedio, señora —;dijo; se acomodó en su sillón y empezó a comer mentas con chocolate.

—Lo acompaño, licenciado Santillana —dije caminando del brazo del procurador hasta la puerta de abajo. Andrés la había rodeado de escudos y leyendas de guerra. En el quicio estaba Juan escondido.

—¿Qué pasó Juan? —pregunté.

—Benito los dejó en la casa de la noventa, no sabe más.

—Lléveme ahí —pidió Tirso.

—Voy con usted —dije.

—¿Quiere arruinarlo todo? —me preguntó. Los dejé ir y volví a la sala temblando.

—¿Por qué hablas sola Catalina? —;preguntó Andrés cuando entré.

—Repito las tablas de multiplicar para no quedar mal con Checo cuando se las repase —contesté.

—Si ésta hubiera sido hombre sería político, es más necia que todos nosotros juntos.

—Tiene muchas cualidades su señora, general —dijo Benítez.

—Voy a pedir leña para la chimenea. Hace muchísimo frío —murmuré.

El Charro Blanco le decían al cantante que Andrés invitó a tocar la guitarra esa noche. Era albino, cantaba con una voz triste y lo mismo si se lo pedían que si no, lo mismo si alguien quería oírlo que si todo el mundo conversaba por encima de su tonada.

Se sentó junto a mí en la orilla de la chimenea y empezó a cantar »por la lejana montaña, va cabalgando un jinete, vaga solito en el mundo y va buscando la muerte».

—Charro tócate Relámpago y deja de cantar esas penurias, ¿no ves que estamos preocupados? —dijo Andrés. El Charro nada más cambió de pisada y empezó:

«Todo es por quererla tanto, es porque al verla me espanto ya no quiero verla más. Relámpago furia del cielo, si has de llevarte mi anhelo…»

—Que chingonería de canción. Otra vez desde el principio —pidió Andrés.

Y desde el principio empezó el charro acompañado de todos los presentes porque cuando Andrés cantaba, ya nadie se atrevía a continuar su conversación, el charro se volvía el centro. Andrés empezaba a llamarlo hermano y a pedirle una canción tras otra.

—Canta Catalina —me dijo. No estés ahí arrinconada contra la lumbre porque te va a hacer daño. Canta Contigo en la distancia.

—Vámonos con esa Catita —dijo el charro, pero cantó solo. Estaba terminando cuando entró Tirso a la sala.

—Encontré a Vives —dijo. Está muerto.

—¿Dónde lo encontró? ¡Señor gobernador, exijo justicia! —gritó Andrés.

—¿Cómo estuvo Tirso? —preguntó Benítez.

—Quiero hablar con usted en privado señor, pero puedo presentarle mi renuncia ahora mismo. Lo encontré en una cárcel clandestina. La gente ahí dice recibir órdenes del mayor Pellico.

Se armó un desbarajuste. Pellico miró a Andrés.

—Pídele la renuncia —le gritó Andrés a Benítez. ¿Qué casa es ésa? ¿Dónde está Carlos?

¿Quién lo llevó ahí?

—Tirso, justifique su acusación —dijo el gobernador.

—No sé de qué está hablando —gritaba Pellico.

La mujer de Puente se desmayó. Puente empezó un discurso para la Cámara. Yo me salí de ahí.

Junto al coche de Tirso, Juan abrazaba a Lucina.

—¿Dónde está? —pregunté.

—Aquí adentro, pero no lo vea usted —pidió Juan.

Abrí la puerta, me encontré con su cabeza. Le acaricié el pelo, tenía sangre. Le cerré los ojos, tenía sangre en el cuello y la chamarra. Un agujero en la nuca.

—Ayúdenme a subirlo —pedí.

Entre Juan, el chofer de Tirso, Lucina y yo lo subimos al cuarto del helecho. Lo acostamos en la cama. Les pedí que se fueran. No sé cuánto tiempo estuve ahí en cuclillas, junto a él, mirándolo. Se acabó cuando entró Andrés con Benítez.

—Te lo dije. ¿Por qué no me hiciste caso? —dijo acercándose a Carlos.

—Lo vamos a enterrar en Tonanzintla —dije levantándome de la orilla de la cama y caminando hacia la puerta.

Salí. El corredor estaba oscuro. De abajo llegaba sólo la luz suficiente para caminar junto a las macetas sin caerse. Los cuartos de huéspedes quedaban en el tercer piso, cerca del frontón y la alberca. Debía haber luz, pero Carlos y yo la habíamos descompuesto dos noches antes para que yo pudiera subir sin que me vieran. En el segundo piso dormían los niños, sólo Andrés y yo en el primero. De nuestro cuarto al del helecho había cinco minutos de escaleras y corredores. Caminé por la oscuridad con la experiencia de otras noches, fui al jardín, luego a mi cuarto. Me peiné, me puse un abrigo negro y busqué a Juan en la cocina. El me llevó a Gayosso.

—Hubiera llamado señora —dijo un hombre con sueño empeñado en ser amable.

—Quiero una caja de madera, color madera, sin fierro, sin moños negros y sin cruz —dije.

La caja llegó como a las nueve. A las once estábamos en Tonanzintla. Había sol y mucha gente. Benítez acarreó a los maestros, a los estudiantes del conservatorio, a los activistas del partido. Cordera llegó desde México y caminó conmigo detrás de la caja.

El panteón de Tonanzintla no tiene barda, está junto a la iglesia, a la orilla de un cerro. Era 2 de noviembre, mucha gente visitaba otras tumbas, las llenaba de flores, de cazuelas con mole, de pan y dulces. Mandé cortar toda la siembra del campo en que estuvimos el día anterior, salieron como quinientos ramos. Dije que los repartieran entre los acarreados de Benítez y. los obreros que iban con Cordera. Todos tuvieron flores para dejar en la tumba de Carlos.

Los enterradores pusieron la caja de madera cerca del hoyo que habían hecho en la tierra. Entonces Andrés se paró junto y dijo:

—Compañeros trabajadores, amigos: Carlos Vives murió víctima de los que no quieren que nuestra sociedad camine por los fructíferos senderos de la paz y la concordia. No sabemos quiénes cortaron su vida, su hermosa vida que les pareció peligrosa, pero estamos seguros de que habrán de pagar su crimen. La pérdida de un hombre como Carlos Vives no es sólo una pena para quienes como yo y mi familia y sus amigos tuvimos el privilegio de quererlo, sino que es principalmente una pérdida social irreparable. Quisiera hacer el recuento de sus cualidades, de las empresas en las que sirvió a la patria, de todos los trabajos con los que enriqueció nuestra Revolución. No puedo, me lo impide la pena, etcétera.

Después habló Cordera. Yo estaba como viendo una película, no sentía.

—Carlos —dijo, siempre tendremos una ayuda en el recuerdo de tu honradez, tu inteligencia y tu valor. No vamos a pedir justicia, ya la buscamos. Ayudándonos a dar con ella perdiste la vida. Sabemos quiénes te mataron: te mataron los poderosos, los que tienen armas y cárceles. No te mataron los pobres, ni los trabajadores, ni los estudiantes, ni los intelectuales. Te mataron los caciques, los déspotas, los opresores, los tiranos, los que explotan…, etcétera.

Cuando terminó, los peones levantaron la caja para meterla al hoyo. Entonces eché mi ramo al fondo del agujero.

—Ya tienes tu tumba de flores, imbécil —y antes de ponerme a llorar di la vuelta y caminé rápido hasta el coche.

La semana siguiente fue de declaraciones. Estaba tan aturdida que oía iguales las de la CROM y las de la CTM, las del gobernador y las de Rodolfo, las de Cordera y las de Andrés. Todos estuvieron de acuerdo en que Carlos había sido un gran hombre, había que vengar su muerte, dar con los asesinos, salvar a la patria de los traidores y del peligro de la violencia. Sus amigos publicaron en el periódico una carta exigiendo justicia, hablando de las virtudes de Vives y de la irreparable pérdida que había sufrido el arte. Yo leí los nombres de gente con la que lo había oído hablar por teléfono, que mencionaba en las conversaciones con Efraín y Renato. No los conocía, él había dicho que era mejor no mezclar, que nadie iba a entender, que tendrían desconfianza, que Efraín y Renato sí porque eran sus cuates del alma y porque hacían tantas locuras con sus vidas que cómo no iban a entender las de otros. Recorté todo lo que salió publicado, lo fui echando en una caja de plata igual a la que tenía con llave en el último rincón de mi ropero y en la que guardaba sus recados, una foto que nos tomamos en la alameda y todos los recortes en que se hablaba de él después de los conciertos. Hasta los anuncios y las críticas malas le guardaba. Tenia una foto suya dirigiendo la orquesta, con el pelo sobre la frente y las manos exaltadas. Me dediqué a sobarla.

Tirso denunció lo de la casa de la noventa, el gobernador corrió a Pellico y declaró su pesar y su sorpresa. Pellico vino a la casa buscando a Andrés. Estaba yo recargada en el barandal del segundo piso cuando lo vi entrar al despacho.

A los pocos días, con mucho escándalo en todos los periódicos, con Benítez declarando contra la corrupción y Andrés ratificando su confianza en la justicia y las instituciones, metieron preso a Pellico.

Unos meses después, siete hombres escaparon de San Juan de Dios. Pellico entre ellos. Hasta hace poco todavía llegaba su tarjeta de Navidad desde Los Ángeles.

Capítulo 20

Me quedé en Puebla. Volver a México me asustaba. En la casa del cerro tenía paredes y recuerdos tan revisados que me protegían. Ya no quería desafíos ni sorpresas. Mejor hacerme vieja vigilando los noviazgos ajenos, sentada en el jardín o junto a la chimenea, metida en la casita que compré frente al panteón de Tonanzintla, a la que iba cuando tenía ganas de gritar y esconderme. Era un cuarto de ladrillos en el que puse una mecedora y una mesa con mis cajas de fotos y recortes. No le entraba el sol porque en el patio había un árbol enorme sobre el que se enredó una bugambilia que pasaba del árbol al techo de la casa, cubría las tejas y se asomaba por las ventanas. Ahí berreaba yo hasta quedarme dormida en el suelo y cuando despertaba con los ojos hinchados volvía a Puebla lista para otra temporada de serenidad.

Después de la muerte de Carlos, Lilia entró en rebeldía contra su padre. Desconfiaba de él, y quería acompañarme todo el tiempo. Íbamos juntas a comprar fruta a La Victoria, me hacia llevarla al Puerto de Veracruz y escoger con ella los vestidos y los zapatos que se compraba cada dos días. Se puso de moda llenarse los brazos de pulseras de oro con enormes medallas colgando. Cuando se acercaba sonaba como vaca con cencerros.

No me gustaba comprar en El Puerto porque ahí compraban las mujeres de Andrés. El tenía una cuenta que arreglaba con los dueños, en la que firmaban lo mismo sus hijas que la última viva con la que andaba. Yo no. Sólo por Lilia fui de repente. Me gustaba, era curiosa y metiche como yo. Estaba dispuesta a todo. Las otras hijas de Andrés no eran así.

Después de un tiempo de obedecer a su padre y salir a cenar con los Alatriste cada vez que se lo pedían, decidió enamorarse de un muchacho Uriarte. Tenía una moto India y ella se iba a escondidas a correrla con él por la carretera a Veracruz. Yo la protegía y hasta me hice amiga del muchacho que me caía en gracia y me libraba de emparentar con los Alatriste.

Emilito volvió con Georgina Letona que le perdonaba todas, y le había aguantado un noviazgo de ocho años. Era bellísima y lo quería como una boba. No recuerdo a nadie con sus ojos. Tenía las pestañas apretadas y oscuras, unas cejas como dibujadas y en el centro dos bolas color miel idénticas al pelo que le caía hasta los hombros. Nunca la oí carcajearse: sonreía. Enseñaba los dientes pequeños y parejos bajo los labios abiertos con una espontaneidad que daba envidia.

Lilia y yo los encontramos una vez caminando por Reforma cogidos de la mano. Cuando estaba con ella, Emilito perdía el gesto de idiota con el que lo recuerdo.

—¿Te imaginas el ridículo de casarme con éste? Desde antes de la boda ya iban a vérseme los cuernos sobre la frente —me dijo Lilia después del encuentro.

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