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Authors: Ángeles Mastretta

Tags: #Histórico, Drama

Arráncame la vida (24 page)

Yo le pasé un brazo por el hombro y le dije que tenía razón y que bendita la hora en que Uriarte había aparecido a salvarla del ridículo.

Cuatro días después de nuestro encuentro en Reforma, Emilito le llevó a Lilia una serenata con piano que ocupó toda la calle. El piano era lo de menos, lo tocaba Agustín Lara y cantaba Pedro Vargas. Toda la XEW trasladada a la puerta de nuestra casa en Puebla.

Lilia bajó las escaleras de su cuarto al nuestro corriendo, con una bata rosa y descalza.

—¿Qué hago, mamá?

Su padre se había levantado a espiar por la ventana.

—Prende la luz, babosa, cómo que qué hago —le contestó.

—Si prendo la luz va a creer…

—Prende la luz —gritó Andrés.

—Si no quiere que no la prenda —dije. Después quién aguanta al muchacho creyendo que ya lo aceptaron.

—Lo aguanto yo que voy a ser su suegro.

—Pero si Lilia no quiere —dije mientras afuera tocaban Farolito y la niña se asomaba entre las cortinas a mirar.

—Es tan feo ——dijo. Tiene cara de que sufre.

—Claro que sufre —dijo Andrés. Lo andas cambiando por el pendejo de la moto.

—No sufre por eso. Tú sabes perfectamente que el muchacho está enamorado de Georgina Letona.

—Cállate, Catalina. No tienes por qué meterle insidias en la cabeza a la niña. Prende la luz Lilia.

—Conste que no estoy de acuerdo en eso —dije, saliéndome de la cama.

—Vente, hija —dijo Andrés. No le hagas caso. Está amargada.

La niña fue a meterse en el lugar que yo dejé en mi cama. Se quedaron ahí, oyendo la música con la luz encendida, mientras yo bajaba a los cuartos de servicio a despertar a Juan. Le pedí que saliera por la puerta de atrás y le fuera a decir a Uriarte lo de la serenata.

Como que yo conocía a ese muchacho que en quince minutos apareció con diez amigos, una guitarra y un rifle de municiones.

Se armó un griterío.

—¡Lilia! Sal a decirle a este güey quién es el bueno contigo —pedía Javier Uriarte mientras sus amigos sé iban sobre el piano, metían a Agustín Lara en un coche y empujaban a Pedro Vargas al asiento de junto. Un guarura protegió a Emilito con un abrazo de cuates y sobre él se fue Javier a trompones. Los amigos disparaban municiones al suelo y gritaban: «¡limpio, limpio! ¡Déjenlos solos!» Emilito se separó del guardaespaldas y se enfrentó a Uriarte. En un momento estaban trenzados, dando vueltas.

Andrés olvidó que tenia partido y se puso a ver el pleito como si estuviera en el box. Emilio se defendía, pero no era hábil. Lilia los miró acodada en la ventana junto a su padre, comiéndose las uñas.

—Usted qué llora. Póngase contenta —dijo Andrés. Pero ella no aguantó. Se fue de la ventana, se amarró la bata y apareció de pronto en la puerta, caminando hacia los muchachos. Sin más se metió entre los dos.

Emilito jadeaba con la corbata en las narices. Uriarte jaló a Lilia y la abrazó. Un segundo más tarde apareció Andrés en la puerta llamándola.

La niña se desprendió de Javier y volvió a la casa. Pasó junto a su padre y subió hasta el corredor desde el que yo miraba.

—Lo va a matar —dijo sin lloridos como a tu Carlos, lo va a matar.

—Fuimos abrazadas de la cintura al cuarto en que dormía. ahí estaban sus hermanas y los niños mirando por la ventana.

La recibieron con un aplauso. Vimos a Andrés palmearle la espalda a Emilito. Javier y sus amigos se fueron caminando hacia la fuente de los muñecos y en unos minutos la calle volvió a quedar muda.

La semana siguiente Uriarte llamó a Lilia. Desde el teléfono de la recámara ella le dijo:

—No puedo. Vino mi papá.

Al rato oímos la moto. Javier dio vueltas a la casa tocando el claxon hasta que ella le tiró un papel que cayó entre su camisa y su chamarra. «Te quiero», decía.

Pasaron como seis meses en los que se negó a hablar con Emilio. Seis meses anduvo como iluminada metida en un noviazgo que terminó cuando Javier se fue a una barranca con todo y moto. Nadie supo cómo, pero no salió vivo.

Los padres recogieron el cadáver y lo enterraron en el Panteón Francés. No hubo más escándalo. Yo acompañé a la niña al panteón y la dejé llorar y pedir perdones quién sabe por qué.

Al poco tiempo Emilito se presentó a hablar con el general Ascencio.

Andrés lo recibió en su despacho. Extraño despacho, largo como un pasillo, con sillas de montar de un lado y trajes de torero, charro y andaluz, del otro. Al fondo, el gran escritorio de cortina lleno de puros y encendedores. Tenía como cuatrocientos encendedores de todos los tipos y mientras oía hablar a quienes le trataban asuntos, los iba encendiendo uno por uno para entretenerse.

Cuando terminaron de hablar me llamó y dijo: —Lili se va a casar con Emilio Alatriste en unos meses. Díselo y arregla todo.

Sonreí y tomé del brazo a Emilito. Fuimos hasta Lilia y el jardín.

Capítulo 21

Al año se casaron en el rancho de Atlixco. Fue todo México. Desde el padrino Presidente con los secretarios de Estado, hasta los jefes de zona militar, quince gobernadores, todos los poblanos ricos y Lucina y Juan que terminaron abrazados a media pista sin que nadie se metiera con ellos.

No se me olvida la Lili bailando con su padre, apoyada en él como si le gustara su protección, dejándose llevar de la cintura por todo el centro del inmenso jardín; árboles viejos de siglos y un río al que le echaron flores por la mañana en Matamoros para que a las tres de la tarde estuvieran pasando por el rancho de San Lucas, donde se casaba la primera hija del general Ascencio.

Me encargué del traje de Lilia. Estaba preciosa metida en todas esas organzas. Bailaba con su padre echando la cabeza hacia atrás, girando los pies rápido para seguirlo en el paso doble.

Luego la orquesta tocó Sobre las olas y Andrés se la entregó a Emilito para que la abrazara mientras oían »su canción». No sé cuándo inventaron que ésa era su canción, aunque a Lilia le daba lo mismo, se aferraba como la mejor actriz a los papeles que le iban tocando.

Daban vueltas por la pista mientras la gente aplaudía.

—¡Beso! ¡Beso! ¡Beso! —tras un rato de mirarse y mirar al suelo se tocaron las bocas un segundo y volvieron a bailar en silencio.

Andrés regresó a sentarse en la mesa que compartíamos con los consuegros. Pidió coñac, sacó un puro y empezó a echar humo.

—Mi querido consuegro —dijo: ¿estamos en lo de las estaciones de radio?

—Cómo no vamos a estar, consuegro —le contestó don Emilio estirando la risa.

—Qué bonito ha salido todo, Catalina, la felicito —dijo mi consuegra.

—Es usted muy amable, doña Concha —contesté descubriendo la cara de un tipo guapísimo sentado en la mesa de la Bibi y el general Gómez Soto.

—Para nada —dijo doña Concha. Meterse en todo este trabajo por una niña que no es suya. ¿Quién es la mamá de Lili?

—Hasta donde a mí me importa, yo soy su mamá, doña Concha —dije.

Bibi notó que miraba hacia su mesa con curiosidad y se acercó a salvarme de la consuegra.

Fui con ella hasta el tipo elegantísimo como Clark Gable que se levantó y extendió la mano:

—Quijano, para servirle —dijo.

—Gracias —contesté.

—¿No conocías a Quijano, Catalina? —preguntó el general Gómez Soto. Es poblano y se ha vuelto famoso como director de cine.

Empezamos una, conversación sobre películas y artistas. Me invitó a ver el estreno de La dama de las camelias, su primera película, y acepté contando cuánto le gustaba a mi madre y lo que significó para mi casa la existencia de esa novela. Se rieron.

—De veras, era la Biblia. En mi casa nadie podía toser sin que se creyera que de ahí podía deslizarse fatalmente a la otra vida. Mi madre tenía jarabe de rábano yodado en cada cuarto de la casa. Uno tosía y ella sacaba su cucharada y la libraba de la muerte terrible de Marguerite Gautier —dije.

Bailamos. Ante los conversadores ojos de Andrés pasé bailando abrazada de aquel hombre perfecto. No vi que se molestara, pero me hubiera gustado bailar así con Carlos alguna vez.

—¿Cambiamos? —dijo Lilia cuando estuvimos junto a ella y Emilito.

Solté a Quijano y traté de seguir los bailoteos de Emilito. Pensé en Javier Uriarte, en lo que nos hubiéramos divertido, y sentí rabia. Volvió Lilia: —¿Cambiamos? —y soltando a Quijano se puso a bailar conmigo mientras los dos hombres se quedaban parados a media pista.

—Está guapísimo. ¿De dónde lo sacaste?

—Loquita, te quiero mucho —le dije.

—Para que lo digas —me contestó.

La besé y volvimos a bailar con nuestras parejas. Quijano me Llevó dando vueltas por la pista, y yo disfruté con lo bien que lo hacíamos. No perdíamos nunca el paso, como si hubiéramos ensayado toda la vida. La tarde empezó a enfriar y Lilia llegó a decirme:

—Ya me voy. Emilio no se quiere quedar hasta la noche y el pozole. ¿Me acompañas a cambiarme?

—La espero —dijo Quijano, acompañándome hasta la orilla de la pista.

Le di las gracias y fui con Lilia a la casa de la hacienda.

En su recámara había cuatro maletas a medio hacer, todas abiertas en un desorden que parecía irreversible. Le desprendí el velo y el tocado. Cuando se sintió libre de los pasadores agitó la cabeza y salieron volando los tules y las flores. Se soltó la melena negra hasta media espalda y respiró como si hubiera estado conteniendo el aire durante horas. Se bajó de los tacones y tironeó el vestido para salir de él. Quise ayudarla a desabrocharse cuando ya estaba en fondo a medio cuarto. Se lo trepó para sacarlo por la cabeza. Tenía las piernas largas y morenas metidas en unas medias claras. A la mitad de un muslo se había puesto una liga de las antiguas; un resorte forrado de satín blanco y encajes. Le conté una vez que en tiempo de mi abuela se usaba bajar la liga hacia el suelo y antes de que cayera hacer que otra mujer metiera el pie y la salvara de caer. Con ese juego la novia pasaba su buena suerte y la otra mujer encontraba novio y casamiento.

—Ven, te doy la liga —me dijo brincando en calzones y sostén.

—Yo ya tengo marido —dije.

—Para que tengas otro.

Dejó caer la liga, la recogí en el aire con la punta del pie. Un momento tuvimos los pies unidos por el resorte de encajes, luego ella dio un brinco y sacó el suyo. Trepé la liga hasta el muslo subiéndome el vestido.

—Siempre me han gustado tus piernas —dijo Lilia, metiéndose en la falda de su traje sastre. Era de tergal y le caía perfecto. Se puso una blusa de seda roja y encima el saco azul marino de la misma tela que la falda. Perdió un zapato. Lo encontramos abajo de una maleta.

—Tienes chueca la raya de las medias —dije.

—Tú siempre con que tengo chuecas las rayas —dijo, parándose de espaldas frente a mí para que yo se las enderezara como cualquier otro día. Me agaché hasta sus piernas.

—¿Entonces qué? ¿Me pongo y ya? —preguntó.

—Te pones dónde? —dije.

—Abajo de él.

—Abajo y que se dé de saltos —dije, y la besé.

—Dame la bendición, entonces. Como cuando era yo chica y te ibas de viaje —dijo al oír a Emilio llamándola.

Era curiosa y mandona como su padre. Y como su padre una arbitraria perfecta.

Le puse la punta de la mano extendida en la frente y luego la bajé hasta su pecho y fui de un hombro a otro mirándola aguantar la risa y la emoción, los ojos húmedos y los cachetes rojos.

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, que te vaya bien con todo y sobre todo con el Espíritu Santo.

Me quedé sentada en el suelo hasta que un mozo entró a preguntarme si podía bajar las maletas. Entonces me levanté a cerrar el desorden que había dejado Lilia y salí del cuarto junto con las maletas.

Abajo en el jardín había un griterío por los novios que se irían en el Ferrari, regalo de Andrés a su hija. Lo habían pintado con bilé diciendo «recién casados» y tenía botes amarrados a la salpicadera para que fueran haciendo ruido al rodar. Lilia subió al coche y se despidió con la mano como artista de cine. Sus hermanos se acercaron a besarla. El único que parecía sobrar era Emilito mirando al fondo del jardín como si esperara algo.

—Adiós —dijo Lilia estirando la boca para besar a su padre que presidía el jolgorio de la despedida. Emilito señaló un Plymouth negro que se estacionó detrás:

—Nos vamos en aquél, mi vida. Ya están allá las maletas.

Los viejos Alatriste se acercaron a despedirse, besaron a su hijo y doña Concha se puso a llorar. Lili no se había movido del Ferrari.

—Bájate, Lilia —dijo Emilito.

—Me quiero ir en éste —contestó ella.

—Pero nos iremos en el otro.

—Si te pones así mejor cada quien en el suyo —dijo Lili. Se corrió al volante del Ferrari y lo hechó a andar. Los botes hicieron un ruido terrible y el Ferrari desapareció escandalosamente por el portón de la calle.

—Esa es hembra, no pedazos —dijo Andrés para aumentar la ira de Milito que salió tras ella en el otro coche. Luego me ofreció el brazo, preguntó dónde había estado y fui con él a bailar. Cuando volvimos a la mesa principal, ya no estaban ahí doña Concha ni su marido.

—Vamos a dar las gracias —ordenó Andrés, tomando una botella de champaña y dos copas. Fuimos a brindar de mesa en mesa. Con un discurso especial para cada quien agradecimos la presencia y los regalos, Andrés era un genio para eso.

Cuando abrazó solemnemente a su compadre, Rodolfo dijo que debía volver a México. Estaba con él Martín Cienfuegos y se irían juntos. Lo dijeron y Andrés acentuó el gesto de cordialidad y brindó con el secretario de Hacienda. Se detestaban. Cada uno estaba seguro de que el otro era su peor rival en el camino a la presidencia, y en los últimos tiempos, Andrés mucho más seguro que Cienfuegos. Los acompañamos hasta la puerta del jardín.

—Este lamegüevos de Martín está convenciendo al Gordo de sus encantos. Y el Gordo que necesita poco, con la pura casa que le regaló tiene para darle la presidencia y las nalgas muerto de risa —dijo Andrés, cuando regresábamos a las mesas. Lo dijo con rabia, pero por primera vez también con pesar.

En la mesa de la Bibi, Gómez Soto estaba borrachísimo diciendo gracejos incomprensibles. Quijano se levantó al vernos.

—¿Se fue la niña? —me preguntó.

—Se fue —contesté.

—Qué bien bailan estos dos —le dijo Gómez a mi general señalándonos. Yo y tú ya estamos viejos para bailar así.

—Viejo estarás tú —dijo Andrés. Yo todavía cumplo como es debido. ¿Verdad, Catín? Traté de sonreír con elegancia.

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