Read Asesinato en Mesopotamia Online

Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Asesinato en Mesopotamia (11 page)

Cuando hubieron llegado todos, el doctor Leidner carraspeó y habló con voz sosegada y vacilante.

—Me atrevería a decir que todos ustedes habrán oído hablar de monsieur Hércules Poirot. Pasaba hoy por Hassanieh y, con mucha amabilidad por su parte, accedió a interrumpir su viaje para ayudarnos. La policía iraquí y el capitán Maitland hacen todo cuanto está en su mano, estoy seguro de ello, pero... existen ciertas circunstancias en el caso... —vaciló y lanzó una suplicante mirada al doctor Reilly—; al parecer pueden presentarse dificultades...

—No está del todo claro, ni parece sencillo... ¿eh? —dijo el hombrecillo desde la cabecera de la mesa.

¡Vaya, hasta sabía hablar bien el inglés!

—¡Deben cogerlo! —exclamó la señora Mercado—. Sería intolerable que lograra escapar.

Observé que los ojos del extranjero se posaban sobre ella, como aniquilándola.

—¿Cogerlo? ¿Quién es él, madame? —preguntó.

—Pues el asesino, desde luego.

—¡Ah! ¡El asesino! —exclamó Hércules Poirot.

Habló como si el criminal no fuera importante. Nos quedamos todos mirándolo. Y él observó una cara tras otra.

—Según me parece —observó—, ninguno de ustedes ha tenido antes contacto directo con un caso de asesinato.

Hubo un murmullo general de asentimiento.

Hércules Poirot sonrió.

—Está claro, por lo tanto, que no comprenden ustedes el abecé de la situación. Se nota cierta desazón. Sí, hay mucha desazón. Deben tenerse en cuenta, ante todo, las sospechas.

—¿Sospechas?

Fue la señorita Johnson la que habló. El señor Poirot la miró con aspecto pensativo. Tuve la impresión de que la contempló con aprobación. Parecía como si pensara: "He aquí una persona razonable e inteligente".

—Sí, mademoiselle —dijo—. ¡Sospechas! Pero permítanme que no vaya con rodeos respecto a ello. Todos los que viven en esta casa son sospechosos. El cocinero, los criados, el pinche, el chico que lava la cerámica... sí, y también todos los de la expedición.

La señora Mercado se levantó con la cara demudada.

—¿Cómo se atreve? ¿Cómo se atreve a decir una cosa así? Esto es odioso... intolerable. Doctor Leidner, ¿cómo se queda ahí sentado y deja que este hombre... que este hombre...?

El arqueólogo, con voz cansada, dijo:

—Trata de tener calma, Marie.

El señor Mercado se levantó a su vez. Le temblaban las manos y tenía los ojos inyectados en sangre.

—Estoy de acuerdo con mi mujer. Esto es un ultraje... un insulto...

—No, no —replicó el señor Poirot—. No les he insultado. Sólo les ruego que se enfrenten con los hechos. En una casa donde se ha cometido un crimen cada habitante comparte las sospechas. Y ahora les pregunto, ¿qué pruebas existen de que el asesino vino de fuera?

La señora Mercado exclamó:

—¡Claro que vino de fuera! Tiene que ser así. Porque... —se detuvo y luego prosiguió más lentamente—, otra cosa sería increíble.

—No hay duda de que tiene razón, madame —dijo Poirot inclinándose—. Le estoy explicando la única manera plausible de abordar el asunto. Primero me aseguro de que todos los que están en esta situación son inocentes y luego busco al asesino en otro sitio.

—¿No cree usted que perder demasiado tiempo con ello? —preguntó suavemente el padre Lavigny.

—La tortuga, mon père, venció a la liebre.

El padre Lavigny se encogió de hombros.

—Estamos en sus manos —dijo con resignación—. Convénzase usted mismo cuanto antes de nuestra inocencia.

—Tan rápidamente como sea posible. Mi deber era aclararles su posición y, por lo tanto, no deben ofenderse por la impertinencia de cualquier pregunta que pueda hacerles. ¿Tal vez, mon père, la Iglesia querrá dar ejemplo de ello?

—Pregúnteme lo que quiera —dijo gravemente el padre Lavigny.

—¿Es la primera vez que viene con esta expedición?

—Sí.

—¿Cuándo llegó?

—Hace tres semanas. Es decir, el veintidós de febrero.

—¿De dónde procedía?

—De la orden de los Padres Blancos, en Cartago.

—Gracias, mon père. ¿Había tenido ocasión de conocer a la señora Leidner antes de venir aquí?

—No. Nunca la había visto hasta que me la presentaron.

—¿Quisiera decirme qué es lo que estaba haciendo en el momento en que ocurrió la tragedia?

—Estaba en mi habitación descifrando unas tablillas de caracteres cuneiformes.

Vi que Poirot tenía ante sí un plano de la casa.

—¿Es la habitación situada en la esquina sudoeste, que se corresponde con la de la señora Leidner en el lado opuesto?

—Sí.

—¿A qué hora entró usted en su habitación?

—Inmediatamente después de almorzar. Yo diría que era la una menos veinte.

—¿Y hasta cuándo permaneció en ella?

—Hasta poco antes de las tres. Oí que la "rubia" entraba en el patio y que luego volvía a salir. Me extrañó y fui a ver qué pasaba.

—¿Durante todo ese tiempo, salió alguna vez de su habitación?

—No, ni una sola vez.

—¿Oyó o vio algo que pudiera tener relación con el crimen?

—No.

—¿Tiene su dormitorio alguna ventana que dé al patio?

—No, sus dos ventanas dan al campo.

—¿Pudo usted oír desde su habitación lo que ocurría en el patio?

—No muy bien. Oí que el señor Emmott pasaba ante mi cuarto y subía a la azotea. Lo hizo una o dos veces.

—¿Puede usted recordar la hora?

—No. Temo que no. Estaba absorto en mi trabajo.

Se produjo una pausa y luego Poirot dijo:

—¿Puede contar o sugerirnos alguna cosa que arroje un poco de luz sobre este asunto? ¿Notó usted algo, por ejemplo, en los días que precedieron al asesinato?

El padre Lavigny pareció sentirse incómodo.

Dirigió una mirada inquisitiva al doctor Leidner.

—Es una pregunta algo difícil de contestar, monsieur —dijo, por fin, gravemente—. Si he de decirle francamente la verdad, en mi opinión la señora Leidner estaba asustada de alguien o de algo. Los extraños, en particular, la ponían nerviosa. Creo que debía tener sus razones para sentir ese desasosiego, pero no sé nada. No me confió sus secretos.

Poirot carraspeó y consultó unas notas de su cartera.

—Tengo entendido que hace dos noches se produjo un intento de robo.

El padre Lavigny respondió afirmativamente. Contó de nuevo que había visto una luz en el almacén, así como la infructuosa búsqueda posterior.

—¿Opina usted que cierta persona estuvo en el almacén la otra noche?

—No sé qué pensar —replicó con franqueza el padre Lavigny—. No se llevaron ni revolvieron nada. Debió ser uno de los criados...

—O uno de los de la expedición.

—Sí, eso es. Pero en tal caso dicha persona no tenía por qué negarlo.

—¿Y pudo ser, igualmente, un extraño a la casa?

—Supongo que sí.

—Y suponiendo que un extraño hubiera entrado sin ser visto, ¿no podía haberse escondido durante día y medio con pleno éxito?

Dirigió esta pregunta al padre Lavigny y al doctor Leidner.

—Creo que no le hubiera sido posible —respondió este último con cierta repugnancia—. No sé dónde podía haberse escondido, ¿qué le parece, padre Lavigny?

—No... yo tampoco lo sé.

Ambos parecían poco dispuestos a tomar en consideración la creencia.

Poirot se dirigió a la señorita Johnson.

—¿Y usted, mademoiselle? ¿Cree posible tal hipótesis?

—No —respondió ella—. No lo creo. ¿Dónde podría esconderse? Todos los dormitorios están ocupados y, además, tienen bien pocos muebles. La cámara oscura, la sala de dibujo y el laboratorio se utilizaron al día siguiente, lo mismo que las habitaciones de esta parte de la casa. No hay armarios ni rincones. Tal vez, si los sirvientes se pusieron de acuerdo...

—Eso es posible, pero improbable —dijo Poirot.

Se volvió de nuevo hacia el padre Lavigny.

—Queda otra cuestión. Hace unos días la enfermera Leatheran le vio a usted hablando con otro hombre, frente a la casa. Ya con anterioridad había visto al mismo hombre cuando trataba de mirar por una ventana desde el exterior. Más bien parece como si dicho individuo rondara esta casa deliberadamente.

—Es posible, desde luego —replicó el padre Lavigny con aspecto pensativo.

—¿Se dirigió usted a ese hombre, o fue él quien le habló primero?

El religioso meditó por unos instantes y después contestó:

—Creo... sí, estoy seguro de que me habló él.

—¿Qué buscaba?

El padre Lavigny pareció hacer un esfuerzo por recordar.

—Creo que me preguntó algo sobre si era ésta la casa ocupada por la expedición americana. Y luego hizo un comentario sobre el número de gente que emplean los americanos. En realidad, no le llegué a entender del todo, pero hice lo posible para seguir la conversación al objeto de practicar el árabe. Pensé que, tal vez, tratándose de un hombre que vivía en la ciudad, me entendería mejor que los que trabajaban en las excavaciones.

—¿Trataron sobre alguna cosa más?

—Todo lo que puedo recordar es que dije que Hassanieh era una ciudad grande, y ambos convinimos en que Bagdad lo era todavía más. Después me preguntó si yo era armenio o católico sirio. Algo parecido.

Poirot asintió.

—¿Puede usted describir a ese hombre?

El padre Lavigny frunció el ceño.

—Era más bien bajo —dijo por fin—. De constitución fuerte. Bizqueaba mucho al mirar y tenía la tez muy blanca.

Poirot se dirigió a mí.

—¿Coincide eso con la forma en que usted lo describiría? —me preguntó.

—No del todo —repliqué titubeando un poco—. Yo hubiera dicho que era más bien alto que bajo, y muy moreno. Me pareció que era delgado y no vi que bizqueara.

Hércules Poirot se encogió de hombros con gesto de desesperación.

—¡Siempre igual! ¡Si fueran ustedes de la policía lo sabrían muy bien! La descripción de un mismo hombre, hecha por dos personas diferentes, no coincide nunca.

—Estoy completamente seguro de que bizqueaba —insistió el padre Lavigny—. La enfermera Leatheran tal vez tenga razón en cuanto a lo demás. Y a propósito, cuando dije tez blanca, me refería a que, siendo iraquí, podía considerarse que la tenía. Supongo que la enfermera la calificaría de morena.

—Muy morena —dije yo obstinadamente—. De un color de cobre sucio.

Vi cómo el doctor Reilly se mordía los labios y sonreía.

Poirot levantó ambas manos.

—¡Passons! —dijo—. Este desconocido que ronda la casa puede ser interesante, o tal vez no lo sea. De todas formas, debemos encontrarlo. Continuemos el interrogatorio.

Titubeó unos momentos, estudiando las caras, vueltas hacia él de los que rodeaban la mesa. Luego hizo un rápido gesto afirmativo con la cabeza y escogió al señor Reiter.

—Vamos, amigo mío —dijo—. Cuéntenos lo que hizo ayer por la tarde.

—¿Yo? —preguntó.

—Sí, usted. Para empezar, ¿cómo se llama y cuántos años tiene?

—Me llamo Carl Reiter y tengo veintiocho años.

—¿Americano?

—Sí. De Chicago.

—¿Es ésta su primera expedición?

—Sí. Estoy encargado de la fotografía.

—¡Ah, sí! ¿Cómo empleó su tiempo ayer por la tarde?

—Pues... estuve en la cámara oscura la mayor parte de él.

—¿La mayor parte?

—Sí. Primero revelé unas placas. Después estuve arreglando varios objetos para fotografiarlos.

—¿Fuera de la casa?

—No, en el estudio fotográfico.

—¿Se comunica éste con la cámara oscura?

—Sí.

—¿Y no salió usted en ningún momento del estudio?

—No.

—¿Oyó usted algo de lo que pasaba en el patio?

El joven sacudió la cabeza.

—No me di cuenta de nada —explicó—. Estaba ocupado. Oí cómo entraba la "rubia" en el patio y, tan pronto como pude dejar lo que estaba haciendo, salí a ver si había alguna carta para mí. Fue entonces cuando me... enteré.

—¿A qué hora empezó su trabajo en el estudio?

—A la una menos diez.

—¿Conocía usted a la señora Leidner antes de alistarse en esta expedición?

La cara sonrosada y regordeta del señor Reiter tomó un subido color escarlata. El joven volvió a sacudir la cabeza.

—No, señor. No la había visto nunca hasta que vine aquí.

—¿Puede usted recordar algo, algún incidente, por pequeño que sea, que pueda ayudarnos en esto?

Carl Reiter movió negativamente la cabeza.

—Creo que no sé nada absolutamente, señor —dijo con acento desolado.

—¿Señor Emmott?

David Emmott habló clara y concisamente, con voz agradable y suave, de acento americano.

—Estuve trabajando en el patio desde la una menos cuarto hasta las tres menos cuarto. Vigilaba cómo Abdullah lavaba las piezas de cerámica y, mientras, yo las iba clasificando. De vez en cuando subía a la azotea para ayudar al doctor Leidner.

—¿Cuántas veces lo hizo?

—Cuatro, según creo.

—¿Por mucho tiempo?

—Por un par de minutos. Pero en una ocasión, cuando hacía ya media hora que estaba trabajando, me quedé por espacio de diez minutos, discutiendo qué era lo que debíamos conservar y qué cosas eran las que convenía tirar.

—Tengo entendido que cuando bajó usted se encontró con que el muchacho había abandonado su puesto.

—Sí. Le grité, incomodado, y apareció por el portalón. Había salido a charlar con los otros.

—¿Fue ésa la única vez que el chico abandonó el trabajo?

—Le ordené que subiera a la azotea, una o dos veces, para que llevara unos pucheros.

Poirot dijo con acento grave:

—Es absolutamente necesario preguntarle, señor Emmott, si vio entrar o salir a alguien de la habitación de la señora Leidner durante todo este tiempo.

El joven se apresuró a contestar:

—No vi a nadie. Ni siquiera entró nadie en el patio durante las dos horas que estuve trabajando.

—¿Y cree usted, realmente, que era la una y media cuando se ausentaron, usted y el chico, y quedó el patio solitario?

—No pudo ser ni mucho antes, ni mucho después. Desde luego, no puedo asegurarlo con exactitud.

Poirot se dirigió al doctor Reilly.

—¿Coincide esto, doctor, con la hora en que, según su opinión, debió ocurrir la muerte?

—Sí.

El señor Poirot se acarició los bigotes.

—Creo que podemos asegurar —dijo con aire solemne— que la señora Leidner encontró la muerte durante esos diez minutos.

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