Read Asesinato en Mesopotamia Online

Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Asesinato en Mesopotamia (15 page)

—¿Quiénes eran los griegos?, Introducción a la relatividad, La vida de lady Hester Stanhope, La procesión de los cantarillos, La vuelta de Matusalén, Linda Condon. Sí, algo nos dicen. La señora Leidner era inteligente.

—¡Oh! Era una mujer muy lista —dije ansiosamente—. Instruida y enterada de muchas cosas. No tenía nada de vulgar.

Sonrió al mirarme.

—Ya me había dado cuenta de ello —repuso.

Pasó adelante. Se detuvo unos instantes ante el lavabo, sobre el que se veían una gran cantidad de botellas y tarros. Luego, de pronto, se arrodilló y examinó la alfombra.

El doctor Reilly y yo nos acercamos rápidamente a él. Estaba examinando una manchita, que casi no se distinguía sobre el color castaño de la alfombra. En realidad, sólo se veía en un punto donde sobresalía sobre una de las manchas blancas.

—¿Qué me dice usted, doctor? —pregunté—. ¿Es sangre?

El doctor Reilly se arrodilló junto a Poirot.

—Puede ser —opinó—. Me aseguraré, si quiere.

—Si es usted tan amable.

El señor Poirot examinó el jarro de agua y la palangana. El primero estaba al lado del lavabo. La palangana estaba vacía, pero allí junto a ella había una lata de petróleo llena de agua sucia.

El detective se volvió hacia mí.

—¿Recuerda usted, enfermera, si este jarro estaba aquí o sobre la palangana cuando, a la una menos cuarto, dejó a la señora Leidner?

—No estoy segura —repliqué al cabo de unos momentos—. Me parece que estaba sobre la palangana.

—¡Ah!

—Pero, verá usted —me apresuré a añadir—. Opino así porque de costumbre solía estar de dicha forma. Los criados lo dejan aquí desde el almuerzo. Creo que de no haber estado de tal modo me hubiera llamado la atención.

Asintió, como si estuviera justipreciando mi razonamiento.

—Sí, lo comprendo. Es el aprendizaje que tuvo usted en el hospital. De haber estado algo fuera de lugar lo hubiera usted arreglado como siguiendo una rutina... Y después del asesinato, ¿estaba todo como ahora?

—No me di cuenta entonces —afirmé—. Me fijé solamente en si había algún sitio donde alguien pudiera estar escondido. Y miré también por si el asesino había dejado algo que constituyera una pista.

—Es sangre —dijo entonces el doctor Reilly, levantándose—. ¿Tiene alguna importancia?

Poirot frunció el ceño, perplejo. Extendió las manos con un gesto petulante.

—No se lo puedo decir. ¿Cómo podría hacerlo? Tal vez no tenga ningún significado. Puedo suponer que el asesino la tocó, que se manchó las manos de sangre, aunque fuera poca, y que vino al lavabo y se lavó. Tal vez ocurrió así. Pero no puedo asegurarlo sin reflexión y asegurar que eso fue lo que pasó. Esta mancha puede carecer de toda importancia.

—No se derramó mucha sangre —comentó dubitativamente el médico—. No llegó a salpicar. Brotó un poco de la herida. Aunque desde luego, si llegó a tocarla...

Me estremecí. En mi imaginación vi un cuadro repugnante. Era alguien, tal vez algún muchacho regordete que hacía las fotografías, derribando a la mujer y luego inclinándose sobre ella para tocar la herida con sus dedos. Y en su cara una horrorosa expresión de maldad, o quizá... de ferocidad y locura...

El doctor Reilly se dio cuenta de mi estremecimiento.

—¿Qué le pasa, enfermera? —preguntó.

—Nada... que se me ha puesto la piel de gallina —repliqué.

El señor Poirot dio la vuelta y me miró.

—Ya sé lo que necesita usted —observó—. Dentro de un rato, cuando hayamos terminado aquí y regrese con el doctor a Hassanieh, vendrá usted con nosotros. Le dará una taza de té a la enfermera Leatheran, ¿verdad, doctor?

—Encantado.

—¡Oh, no, doctor! —protesté—. No quiero ni pensarlo.

Monsieur Poirot me dio un amistoso golpecito en la espalda. Fue un golpecito completamente inglés, desprovisto de la intención que pudiera tener al ser dado por un extranjero.

—Usted, ma soeur, hará lo que le diga —anunció—. Además, me será de utilidad. Hay muchas cosas más que necesito discutir, y no puedo hacerlo aquí, donde uno debe guardar cierto respeto. El buen doctor Leidner venera la memoria de su esposa y está completamente seguro de que todos los demás sienten lo mismo hacia ella. Pero eso, en mi opinión, no se comprende en la naturaleza humana. Necesitamos hablar de la señora Leidner... ¿cómo dicen ustedes?; ¡ah, sí...!, sin llevar los guantes puestos. Quede, pues, convenido así. Cuando hayamos terminado aquí, vendrá con nosotros a Hassanieh.

—Supongo —dije— que de todas formas tendría que irme. Es algo embarazoso.

—No haga nada durante un par de días —dijo el doctor Reilly—. No estaría bien que se fuera antes del funeral.

—Así parece —repliqué—. ¿Y si me asesinan, doctor?

Lo dije medio en broma. El doctor Reilly lo tomó así, y me hubiera contestado en la misma forma, según pensé.

Pero monsieur Poirot, con gran sorpresa mía, se detuvo en mitad de la habitación y se llevó las manos a la cabeza.

—¡Ah! Si ocurriera eso... —murmuró—. Existe el peligro... sí, un gran peligro... ¿Y qué puedo hacer yo? ¿Cómo podré prevenirlo?

—Por favor, monsieur Poirot —exclamé—. Sólo estaba bromeando. Me gustaría saber quién puede desear mi muerte.

—Su muerte... o la de otro —añadió.

No me gustó la forma cómo expresó aquello. Fue estremecedor.

—Pero, ¿por qué? —insistí.

Me miró fijamente entonces.

—Bromeo, mademoiselle, y me río —dijo—. Pero hay algunas cosas que no son para tomar a broma. Hay cosas que he aprendido en mi profesión. Y una de ellas, la más terrible, es que... asesinar es una costumbre...

Capítulo XVIII
-
Una taza de té en casa del doctor Reilly

Antes de marcharse, Poirot dio una vuelta alrededor de la casa y sus dependencias. Hizo también unas cuantas preguntas a los criados; es decir, el doctor Reilly tradujo las preguntas y las respuestas del inglés al árabe y viceversa.

Las preguntas se referían principalmente al aspecto del desconocido que la señora Leidner y yo habíamos visto tratando de mirar por la ventana, y con quien había hablado el padre Lavigny al día siguiente.

—¿Cree usted, en realidad, que ese individuo tiene algo que ver con este asunto? —preguntó el doctor Reilly cuando íbamos dando tumbos en su coche, hasta Hassanieh.

—Me gusta reunir toda la información posible —fue la respuesta de Poirot.

Y en efecto, aquello describía muy bien su método. Me di cuenta más tarde de que no había nada, por pequeño que fuera, que no le interesara. Los hombres, por lo general, no son tan dados al chismorreo.

He de confesar que vino muy bien la taza de té, que tomé cuando llegamos a casa del doctor Reilly. Me fijé en la suya.

Mientras revolvía el té con la cucharilla, dijo:

—Ahora podremos hablar, ¿verdad? Podremos determinar quién es el que probablemente cometió el crimen.

—¿Lavigny, Mercado, Emmott o Reiter? —preguntó el médico.

—No, no... esa es la teoría número tres. Quiero concentrarme ahora en la número dos; dejando a un lado todo lo referente a un misterioso marido o a un cuñado que vuelve del pasado. Hablemos ahora sencillamente sobre cuál de los componentes de la expedición tuvo ocasión y medios de asesinar a la señora Leidner y quién posiblemente lo hizo.

—Creí que no le había dado mucha importancia a esa teoría.

—Nada de eso. Pero tengo cierta delicadeza natural —dijo Poirot, con acento de reproche—. ¿Podría discutir en presencia del doctor Leidner los motivos que pudiera tener uno de los de la expedición para asesinar a su esposa? Eso hubiera sido tener muy poca delicadeza. Tuve que mantener la ficción de que su esposa era adorable, y de que todos estaban prendados de ella. Pero, como es natural, no ocurriría nada de eso. Ahora podemos ser crueles e impersonales, y decir lo que pensemos. No hemos de tener en cuenta para nada los sentimientos de los demás. Y para ayudarnos a ello ha venido la enfermera Leatheran. Estoy seguro de que es una buena observadora.

—¡Oh! No lo estoy yo tanto —dije.

El doctor Reilly me ofreció un plato de apetitosas tortitas calientes.

—Para que recupere fuerzas —dijo.

Las tortitas estaban muy ricas.

—Vamos a ver —empezó Poirot con tono amistoso y de confianza—. Cuénteme usted, ma soeur, qué es lo que exactamente sentía cada uno de los miembros de la expedición hacia la señora Leidner.

—Sólo estuve allí una semana, monsieur Poirot.

—Lo suficiente para alguien que tenga una inteligencia como la suya. Una enfermera pronto se hace cargo de todo. Se forma sus opiniones y se atiene a ellas. Vamos, empecemos. El padre Lavigny, por ejemplo.

—Pues... en realidad, no sé qué decir. Al parecer, él y la señora Leidner eran muy aficionados a conversar. Pero hablaban casi siempre en francés y yo no lo entiendo bien del todo, aunque lo estudié en el colegio. Creo que, la mayor parte de las veces, hablaban de libros.

—Puede decirse, entonces, que ambos se llevaban bien...

—Pues sí. Puede considerarlo así. Mas, a pesar de ello, creo que el padre Lavigny no la entendía del todo... y, bueno... casi estaba incomodado con ella. Supongo que me entenderá.

Le conté la conversación que había sostenido con él en las excavaciones el primer día, cuando calificó a la señora Leidner de "mujer peligrosa".

—Eso es muy interesante —dijo monsieur Poirot—. ¿Y ella...? ¿Qué pensaba de él?

—Eso es también muy difícil de decir. No era sencillo saber lo que pensaba la señora Leidner de los demás. Me imagino que ella tampoco comprendía al padre Lavigny. Recuerdo que una vez le dijo a su marido que no se parecía a ninguno de los religiosos que había conocido hasta entonces.

—Traigan una cuerda de cáñamo para el padre Lavigny —comentó chistosamente el doctor Reilly.

—Mi querido amigo —observó Poirot—. ¿No tendrá, quizá, ningún enfermo que visitar? Por nada del mundo quisiera estorbarle en sus deberes profesionales.

—Tengo el hospital lleno —replicó el médico.

Se levantó, soltó algunas indirectas, y salió riendo de la habitación.

—Así está mejor —dijo Poirot—. Ahora podremos tener una interesante conversación los dos solos. Pero no se olvide de beberse el té.

Me ofreció un plato de emparedados y sugirió que tomara una segunda taza de té.

Tenía, realmente, unas maneras encantadoras y atentas.

—Y ahora —continuó— sigamos con nuestro cambio de impresiones. ¿A cuál de todos ellos no le gustaba la señora Leidner?

—Bueno —repliqué—. Es sólo una opinión y no quiero que luego se repita por ahí, diciendo que es mía.

—Naturalmente que no.

—Pues, en mi opinión, la señora Mercado la aborrecía.

—¡Ah! ¿Y el señor Mercado?

—Sentía cierta admiración hacia ella. No creo que fuera de su esposa se hayan fijado en él muchas mujeres; y la señora Leidner tenía una manera muy simpática de interesarse por la gente y por todo lo que contaban. Me imagino que aquello se le subió a la cabeza al pobre hombre.

—Y la señora Mercado no estaba muy satisfecha por ello, ¿verdad?

—No podía disimular sus celos, eso es lo cierto. Hay que tener cuidado de no meterse entre marido y mujer. Le podría contar algunos casos verdaderamente sorprendentes. No tiene usted idea de las extravagancias que se les meten a las mujeres en la cabeza cuando se trata de sus maridos.

—No dudo de que es verdad lo que usted dice. ¿Así que la señora Mercado sentía celos? ¿Y aborrecía a la señora Leidner?

—Vi en ocasiones cómo la miraba, y si las miradas pudieran matar... ¡válgame Dios! —Me detuve—. De veras, monsieur Poirot, no quería decir que... No quise dar a entender, ni por un momento...

—No, no. Ya comprendo. La frase se le escapó. Es una frase muy oportuna. ¿Y la señora Leidner estaba inquieta por la animosidad de la señora Mercado?

—Pues... —reflexioné—, no creo que le preocupara en lo más mínimo. Hasta creo que ni lo advertía siquiera. Cierta vez pensé en hacerle una insinuación sobre ello, pero no me decidí. Cuanto menos se diga, más pronto se arregla todo. Tal vez fue lo que hice entonces.

—Es usted prudente, no hay duda. ¿Puede darme algún ejemplo de cómo exteriorizaba la señora Mercado sus sentimientos?

Le conté la conversación que tuvimos en la azotea.

—De modo que le mencionó el primer matrimonio de la señora Leidner —comentó Poirot como si meditara—. ¿Puede usted recordar si, al decirle aquello, le pareció como si ella quisiera enterarse de si usted había oído una versión diferente?

—¿Cree, acaso, que ella sabía la verdad del caso?

—Es posible. Pudo haber escrito las cartas y arreglar lo de la mano en la ventana y todo lo demás.

—Algo de eso me pregunté yo misma. Me pareció que eran cosas mezquinas y vengativas que ella era capaz de hacer.

—Sí. Un rasgo cruel, diría yo. Pero eso difícilmente demuestra un temperamento dispuesto al asesinato brutal y a sangre fría a menos que...

Hizo una pausa y luego añadió:

—Es extraño lo que le dijo. "Yo sé por qué ha venido usted aquí." ¿Qué quería decir con ello?

—No lo puedo imaginar —repliqué con franqueza.

—Creía que estaba usted allí con un fin determinado, aparte del que todos conocían. ¿Qué objeto? ¿Y por qué demostró tanto interés por ello? Es extraña también la forma cómo la miró mientras tomaban el té el día que usted llegó.

—No es una señora, monsieur Poirot —observé remilgadamente.

—Eso, ma soeur, es una excusa, pero no una explicación.

De momento no llegué a comprender a qué se refería. Pero él siguió rápidamente.

—¿Y los demás componentes de la expedición?

Medité durante unos instantes.

—No creo que a la señorita Johnson le gustara tampoco la señora Leidner. Pero no trataba de ocultarlo y era franca acerca de ello. Admitió que sentía prejuicios. Apreciaba al doctor Leidner, con quien había trabajado muchos años. Y, desde luego, el matrimonio cambia las cosas; no hay que negarlo.

—Sí —dijo Poirot—; y desde el punto de vista de la señorita Johnson, fue un matrimonio improcedente. El doctor Leidner hubiera hecho mejor casándose con ella.

—Eso es —convine—. Pero así son los hombres. Ni el uno por ciento de ellos se para a considerar qué es lo que le conviene. Aunque en este caso no puede culpar del todo al doctor Leidner. La pobre señorita Johnson no tiene grandes atractivos. Y la señora Leidner era hermosa de verdad... no muy joven, desde luego. ¡Oh!, me hubiese gustado que la hubiera conocido. Había en ella un no sé qué... Recuerdo que el señor Coleman la describió como una... no recuerdo su nombre... que saliera para encantar a la gente y llevársela con ella a los pantanos. No fue una forma muy feliz de describirla, pero... bueno, tal vez se reirá usted de mí, pero había algo en ella que no era... de este mundo.

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