Read Asesinato en Mesopotamia Online

Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Asesinato en Mesopotamia (16 page)

—Podía hechizar a la gente... Sí, ya lo entiendo —dijo Poirot.

—No creo que ella y el señor Carey se llevaran muy bien —proseguí—. Me parece que también él sentía celos, como la señorita Johnson. Trataba con mucho cumplido a la señora Leidner, e igual hacía ésta. Ya sabe... en la mesa le pasaba muy cortésmente las cosas, y lo trataba de "señor Carey" con mucha formalidad. Era un viejo amigo de su marido y, desde luego, hay algunas mujeres que no soportan a las antiguas amistades de sus esposos. No les gusta pensar que alguien los conoció antes que ellas. Creo que me he embrollado al describirlo, pero me figuro que es así...

—Lo comprendo perfectamente. ¿Y los tres jóvenes? Coleman, según me ha dicho usted, sentía inclinación a poetizar acerca de ella.

No pude aguantar la risa.

—Fue algo divertido, monsieur Poirot —repuso—. Por que es un joven tan poco dado a idealismos...

—¿Y los otros dos?

—No sé, en realidad, qué pensar acerca del señor Emmott. Es muy sosegado y no habla más de lo necesario. La señora Leidner fue siempre muy amable con él. Quería demostrarle su amistad llamándole David y fastidiándole acerca de la señorita Reilly y cosas parecidas.

—¿De veras? ¿Y le gustaba a él esto?

—No estoy segura —dije con incertidumbre—. Se limitaba a mirarla de una forma bastante curiosa. No podía decirse qué era lo que estaba pensando él.

—¿Y el señor Reiter?

—En algunas ocasiones no lo trataba con mucha amabilidad —repliqué—. Creo que el joven le atacaba los nervios. Ella solía dirigirle algunos sarcasmos.

—¿Le importaba a él?

—El pobre se ponía colorado. No creo que ella pretendiera ensañarse con el chico.

Y entonces, de pronto, en vez de sentir compasión por el muchacho, se me ocurrió que muy bien podía ser un asesino a sangre fría, que hasta entonces había representado una comedia.

—¡Oh, monsieur Poirot! —exclamé—. ¿Qué cree usted que sucedió?

Sacudió la cabeza lentamente.

—Dígame —preguntó—. ¿No tiene miedo de volver allá esta noche?

—¡Oh, no! —respondí—. Recuerdo lo que dijo usted; pero ¿quién puede desear mi muerte?

—No creo que haya nadie que la desee —respondió despacio—. Por eso, en parte, tenía yo tanto interés en oír lo que tuviera que contarme. Creo... mejor dicho, estoy seguro de que no corre usted ningún peligro.

—Si alguien me hubiera dicho en Bagdad... —me detuve.

—¿Oyó alguna habladuría acerca de los Leidner y su expedición antes de llegar aquí? —preguntó.

Le di a conocer el apodo que le habían puesto a la señora Leidner y le conté, por encima, todo lo que la señora Kelsey había dicho de ella.

Estaba a mitad de mi relato cuando se abrió la puerta y entró la señorita Reilly. Venía de jugar al tenis y llevaba una raqueta en la mano. Supuse que se la habían presentado a Poirot cuando llegó a Hassanieh. Me saludó con sus maneras bruscas y cogió un emparedado.

—Bien, monsieur Poirot —dijo—, ¿qué tal va nuestro misterio?

—No muy deprisa, mademoiselle.

—Ya veo que rescató de la catástrofe a la enfermera.

—La enfermera Leatheran me ha proporcionado valiosa información sobre los que componen la expedición. Y, de paso, me he enterado de muchas cosas... acerca de la víctima. Y ya sabe, mademoiselle, que la víctima es a menudo la clave del misterio.

—Es usted muy listo, monsieur Poirot —dijo la señorita Reilly—. No hay duda de que, si jamás existió una mujer que mereciera que la asesinaran, esa mujer era la señora Leidner.

—¡Señorita Reilly! —exclamé, escandalizada.

Lanzó una breve y cruel risotada.

—¡Ah! —dijo—. Creo que no se ha enterado usted de toda la verdad. Me parece, enfermera Leatheran, que la enredó a usted, como a tantos otros. Sepa, monsieur Poirot, que casi espero que en este caso no tenga éxito. Me gustaría que el asesino de Louise Leidner escapara indemne. Con franqueza, no me hubiera importado mucho despacharla yo misma.

Me repugnaba aquella chica. Monsieur Poirot, por su parte, no se inmutó lo más mínimo. Se limitó a inclinarse y a decir con tono placentero:

—Espero, entonces, que tendrá usted una coartada para lo que hizo ayer por la tarde.

Hubo un momento de silencio y la raqueta de la señorita Reilly cayó al suelo. No se molestó en recogerla. ¡Negligente y descuidada, como todas las de su clase!

—Naturalmente. Estuve jugando al tenis en el club —dijo con voz débil, como si le faltara el aliento—. Vamos, monsieur Poirot, me parece que no sabe usted todo lo que refiere a la señora Leidner y la clase de mujer que era.

El detective se inclinó con aquella graciosa reverencia.

—Entonces debe usted informarme, mademoiselle.

Ella titubeó un momento y luego empezó a hablar con una insensibilidad y una falta de decoro que me dieron náuseas.

—Existe la costumbre de no hablar mal de los muertos. Creo que es estúpida. Verdad no hay más que una. Si se mira bien, es mejor cerrar la boca y no hablar mal de los vivos, pues es muy probable que se les injurie. Pero los muertos están más allá de todo eso, aunque el daño que hayan hecho les sobreviva en muchas ocasiones. Esto no es una cita de Shakespeare, pero se le parece bastante. ¿Le ha contado la enfermera el extraño ambiente que se respiraba en Tell Yarimjah? ¿Le ha contado lo excitados que estaban todos? ¿Y cómo solían mirarse unos a otros como si fueran enemigos? Ésa fue la obra de Louise Leidner. Los conocía hace tres años, y eran entonces la pandilla más feliz y alegre que darse pueda. Y aun el año pasado se llevaban todos muy bien. Pero este año se cernía sobre ellos una sombra... era la obra de ella. Era una de esas mujeres que no dejan ser feliz a nadie. Hay mujeres así, y ella era de esa clase. Le gustaba romper las cosas. Sólo por diversión, o por experimentar un sentimiento de poder... o tal vez porque era así y no podía ser de otro modo. Era, además, una de esas mujeres que tiene que acaparar a todos los hombres que caigan a su alcance.

—Señorita Reilly —exclamé—, no creo que eso sea verdad. Sé que no lo es.

Ella prosiguió, sin prestarme atención.

—No le bastaba que la adorara su marido. Puso en ridículo a ese idiota patilargo de Mercado. Luego atrapó a Bill. Aunque Bill es un sujeto razonable, lo estaba aturdiendo. A Carl Reiter le gustaba atormentarlo. Era fácil. Es un chico muy sensible. Y a David también le dio lo suyo.

»David le gustaba más porque le presentó batalla. El muchacho experimentó también la atracción de sus encantos; pero no hizo caso de ellos. Yo creo que fue a causa de que tiene bastante sentido común para saber que a ella, en realidad, él no le importaba un comino. Y por eso la aborrezco. No quería líos amorosos. Eran sólo experimentos hechos a sangre fría; y el gusto de excitar a los demás para que pelearan unos con otros. Ella especulaba con esto también. Era una mujer de las que jamás se han peleado con nadie, pero que provocan riñas por donde pasan. Hacen que ocurran. Era una especie de Yago
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femenino. Le gustaba el drama, pero no quería verse envuelta en él. Prefería quedarse fuera para mover los hilos, mirar y divertirse. ¡Oh! ¿Comprende lo que quiero decir?

—Lo comprendo quizá mejor de lo que usted se imagina, mademoiselle —dijo Poirot.

No pude calificar el tono de su voz. No parecía indignado. Sonaba a... bueno, no puedo explicarlo.

Sheila Reilly pareció entenderlo, pues se sonrojó.

—Puede usted pensar lo que quiera —replicó—, pero tengo razón acerca de ella. Era una mujer lista. Estaba aburrida e hizo experimentos con la gente... al igual que hacen otros con materias químicas. Se divertía jugando con los sentimientos de la pobre señorita Johnson, viendo cómo ella tascaba el freno y trataba de dominarse. Le gustaba aguijonear a la pequeña Mercado, hasta ponerla al rojo vivo. Le agradaba azotarle en la carne viva, cosa que podía hacer cuando quería; gozaba enterándose de cosas acerca de la gente y suspendiéndolas luego sobre sus cabezas. No me refiero a un vulgar chantaje. Quiero decir que Louise les hacía saber que estaba enterada de todo y luego les dejaba en la incertidumbre de lo que ella haría con lo averiguado. ¡Dios mío! Esa mujer era una artista. No existía ninguna imperfección en sus métodos.

—¿Y su marido? —preguntó Poirot.

—Ella nunca quiso lastimarle —respondió lentamente la señorita Reilly—. Jamás vi que lo tratara con despego. Supongo que lo quería. El pobre no sale jamás de su propio mundo de excavaciones y teorías. La adoraba y creía que era perfecta. Eso podía haber molestado a cualquier mujer, pero a ella no. En cierto sentido, él vivía en el limbo... Pero a pesar de ello, no era tal limbo, pues su mujer era para él tal como la imaginaba. Aunque es difícil compaginar esto con...

Se detuvo.

—Prosiga, mademoiselle —dijo Poirot.

Ella se volvió súbitamente hacia mí.

—¿Qué ha dicho de Richard Carey?

—¿De Richard Carey? —repetí asombrada.

—Sobre ella y de Carey.

—Pues he mencionado que no se llevaban muy bien... por las trazas.

Ante mi sorpresa, empezó a reír.

—¡No se llevaban bien! ¡Tonta! Estaba loco por ella. Esto le estaba trastornando porque apreciaba mucho a Leidner. Ha sido amigo suyo durante bastantes años. Aquello era suficiente para ella, desde luego. Bastó para que se interpusiera entre los dos. Pero, de todas formas, me había imaginado que...

—¿Eh bien?

La muchacha frunció el ceño, absorta en sus pensamientos.

—Me pareció que, por una vez, había llegado demasiado lejos; que no sólo había mordido, sino que la habían mordido. Carey es atractivo; muy atractivo... Ella era una diablesa frígida... pero creo que debió perder su frigidez con él.

—¡Eso que acaba de decir es una calumnia! —exclamé—. ¡Si casi no se hablaban!

—¡Oh! ¿De veras? —se volvió hacia mí—. Veo que sabe mucho acerca de ello. Se trataban de "señor" y "señora" dentro de casa, pero solían entrevistarse en el campo. Ella bajaba al río, por la senda, y él abandonaba las excavaciones durante una hora. Se encontraban en la plantación de árboles frutales.

»Le vi en una ocasión cuando la dejaba, caminando hacia el montículo, mientras ella se quedaba mirando cómo se alejaba. Supongo que mi conducta no fue muy discreta. Llevaba conmigo unos prismáticos y con ellos contemplé a mi gusto la cara de Louise. Si he de decirle la verdad, creo que a ella le gustaba un rato largo el tal Richard Carey...

Calló y miró a Poirot.

—Perdone que me entrometa en su caso —dijo haciendo un repentino gesto—, pero creí que le gustaría conseguir una buena descripción colorista de lo que pasaba aquí.

Y sin más salió de la habitación.

—¡Monsieur Poirot! —exclamé—. No creo ni una palabra de lo que ha dicho.

Me miró y sonrió. Luego, con un acento extraño, según me pareció, dijo:

—No puede usted negar, enfermera, que la señorita Reilly arrojó cierta... luz sobre el caso.

Capítulo XIX
-
Una nueva sospecha

No pudimos continuar, porque en aquel momento entró el doctor Reilly diciendo jocosamente que acababa de matar al paciente más fastidioso que tenía.

Monsieur Poirot se enzarzó con él en una discusión más o menos científica acerca de la psicología y estado mental de una persona que se dedicaba a escribir anónimos. El médico citó varios casos que conoció en el curso de su profesión, y monsieur Poirot contó algunas historias en las que intervino.

—No es tan sencillo —dijo por fin—. Existe el deseo de poder y, a menudo, un fuerte complejo de inferioridad.

El doctor Reilly asintió.

—Por eso ocurre frecuentemente que el autor de los anónimos resulta ser la persona menos sospechosa de todas. Algún alma inofensiva, incapaz de matar una mosca, aparentemente; toda dulzura y mansedumbre cristiana por fuera... pero hirviendo con todas las furias del infierno en su interior.

Poirot observó pensativamente.

—¿Diría usted que la señora Leidner tenía cierta tendencia a demostrar complejo de inferioridad?

El doctor Reilly limpió su pipa mientras reía por lo bajo.

—Era la última persona a la que describiría de ese modo. No había en ella nada reprimido. Vida y nada más que vida; era lo que deseaba... y lo consiguió.

—¿Considera usted posible, psicológicamente hablando, que ella escribiera esas cartas?

—Sí. Lo creo. Pero si lo hizo, la razón se basó en su instinto de dramatizar su propia vida. La señora Leidner en su vida privada, tenía algo de estrella cinematográfica. Debía ocupar siempre el centro... a la luz de las candilejas. Se casó con Leidner debido a la atracción de lo opuesto, pues él es el hombre más retraído y modesto que conozco. La adoraba; pero a ella no le gustaba una adoración casera como aquélla. Quería ser también la heroína perseguida.

—En resumen —dijo Poirot sonriendo—, no se adhiere a la teoría de Leidner relativa a que ella escribió las cartas y luego se olvidó de haberlo hecho.

—No, desde luego. No quise rebatir la idea ante él. A un hombre que acaba de perder una esposa muy querida, no se le puede decir que ella era una desvergonzada exhibicionista que casi lo había vuelto loco de ansiedad, por el solo placer de satisfacer su ansia de dramatismo. No resulta delicado contarle a un hombre la verdad exacta y completa sobre su mujer. Y es divertido, aunque todo lo contrario ocurre cuando se le cuenta a una mujer toda la verdad sobre su marido. Las mujeres pueden aceptar el hecho de que un hombre es un perdido, un estafador, un morfinómano, un empedernido embustero y un acabado sinvergüenza, sin mover ni una pestaña y sin alterar en lo más mínimo su afecto por el interesado. Las mujeres tienen un sentido admirable de la realidad.

—Con franqueza, doctor Reilly, ¿cuál es su opinión exacta sobre la señora Leidner?

El médico se retrepó en su silla y dio unas cuantas chupadas a la pipa.

—Francamente... es difícil decirlo. No la conocía bien. Tenía sus encantos... gran cantidad de ellos. Inteligencia, simpatía... ¿Qué más? No poseía ningún vicio desagradable. No era aficionada al coqueteo, ni perezosa, ni siquiera vanidosa. Siempre pensé, aunque no tengo pruebas de ello, que era una mentirosa consumada. Lo que no sé, y me gustaría saber, es si se mentía a ella misma o a los demás. Tengo un criterio bastante amplio respecto a las mentirosas. Una mujer que no miente es una mujer sin imaginación y sin simpatía. No creo que le gustara perseguir a los hombres; sólo le gustaba abatirlos con "su arco y sus flechas”. Si habla con mi hija sobre el particular...

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