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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

492. Bajo el efecto de los vientos del sur.

A: ¡Ya no me entiendo a mí mismo! Ayer sentía la soledad en mi interior, algo cálido, soleado y lleno de claridad. Pero hoy, en cambio todo me parece tranquilo, vasto, melancólico y sombrío como la laguna de Venecia. No deseo nada y suspiro satisfecho. Sin embargo, me indigna íntimamente esta falta de voluntad. En el lago de mi melancolía se van formando las pequeñas olas blancas y espumosas de mis dudas. B: Estás describiendo una ligera enfermedad muy agradable. El viento del norte te curará muy pronto. A: ¿Y para qué?

493. De su propio árbol.

A: No me agradan las ideas de ningún pensador tanto como las mías. Bien es cierto que esto no prueba nada en favor de mis ideas, pero sería absurdo por mi parte que renuncie a unos frutos sabrosos tan sólo porque han crecido casualmente en
mi
árbol. Ya cometí esta locura en otros tiempos. B: A otros les pasa lo contrario, y ello tampoco quiere decir nada respecto al valor de sus ideas, ni mucho menos en contra del valor de las mismas.

494. El último argumento del valiente.

«Entre esa maleza hay serpientes». Bien, entonces me meteré en ella y las mataré. «Pero puedes ser tú el que perezca antes de matarlas». ¿Y qué importancia tengo yo?

495. Nuestros maestros.

Durante la juventud aceptamos a los maestros y a los líderes del momento y del ambiente en donde nos coloca el azar. Tenemos el convencimiento infundado de que en el momento presente ha de haber maestros que pueden servirnos mejor que cualquier otro y que los encontramos sin buscarlos. Al cabo del tiempo nos hace sufrir mucho este infantilismo:
hemos de expiar a nuestros maestros en nosotros
. Puede que entonces recorramos el mundo presente y pasado en busca de verdaderos guías, aunque quizá ya sea demasiado tarde. Y, en el mejor de los casos, descubriremos que vivían cuando éramos jóvenes y que nos equivocamos al no elegirlos.

496. El principio malo.

Platón demostró admirablemente que, en toda sociedad establecida, el pensador filosófico ha de ser forzosamente considerado como la encarnación de toda maldad, pues, como crítico de las costumbres, es lo contrario de todo hombre moral, y si no logra convertirse en legislador de nuevas costumbres, su recuerdo perdurará en la memoria de los hombres con el nombre de «principio malo». Por esto podemos adivinar la reputación que hubo de sufrir Platón durante su vida en una ciudad tan liberal e innovadora como Atenas. ¿Qué tiene esto de extraño si el filósofo que, como decía el propio Platón, tenía el
instinto político
en el cuerpo, llevó a cabo tres intentos de reforma en Sicilia, donde parecía que iba a organizarse entonces un Estado griego mediterráneo? En ese Estado pensaba hacer Platón para los griegos lo que luego haría Mahoma para los árabes: establecer los usos y costumbres públicos y privados, y la vida diaria de cada hombre. La realización de sus ideas era posible, como luego lo fue las de Mahoma. ¿No ha quedado demostrado que ideas mucho más increíbles aún, como las del cristianismo, eran realizables? Un azar más o menos, y el mundo hubiese asistido a la platonización del sur de Europa. Si esta situación se hubiera mantenido hasta nuestros días, es probable que hoy veneráramos a Platón como el principio bueno. Pero no tuvo éxito, y por eso conserva la reputación de soñador y de utópico, y eso que los epítetos más duros desaparecieron con la antigua Atenas.

497. El ojo purificador.

Habría que hablar, antes que en ningún otro caso, de
genio
al referirse a hombres como Platón, Spinoza o Goethe, en los que la inteligencia no aparece vinculada al carácter ni al temperamento sino de una forma muy
débil
, como un ser alado que se separa fácilmente de éstos y que puede elevarse muy por encima de ellos. Por el contrario, quienes no consiguieron librarse nunca de su temperamento fueron precisamente los que con mayor frecuencia se adornaron con el epíteto de
genios
, los que supieron dar a su temperamento la expresión más espiritualizada, más general y más vasta, una expresión que, en determinadas circunstancias, puede considerarse cósmica (por ejemplo, en Schopenhauer). Estos genios no supieron volar por encima de sí mismos, sino que creyeron
descubrirse
o reencontrarse en todas las partes donde dirigían su vuelo. En esto radica su
grandeza
, pues esto
puede ser
grandeza. Los otros pensadores —que es a los que cabe dar con mayor exactitud el calificativo de genios— poseen el ojo
puro y purificador
, que no parece proceder ni de su temperamento ni de su carácter, sino que, libre de éstos, y las más de las veces en amable contradicción con éstos, considera el mundo como si fuera un dios y ama a ese dios. Sin embargo, este ojo tampoco les fue dado de una sola vez. Hay una preparación y un aprendizaje en el arte de ver, y quien tiene verdadera suerte encuentra a tiempo a un maestro que le enseña la visión pura.

498. No exigir.

¡No le conocéis! Es cierto que se somete fácil y espontáneamente a los hombres y a las cosas, y que es bueno con unos y con otras —lo único que pide es que le dejan tranquilo—, pero sólo a condición de que ni los hombres ni las cosas le exijan que se someta a ellos. Toda exigencia le hace ponerse orgulloso, hosco y belicoso.

499. El malo.

«Sólo es malo el individuo solitario», decía Diderot, y Rousseau se dio por aludido y se sintió mortalmente ofendido; lo que significa que confesaba su forma de ser y reconocía que Diderot llevaba razón. Bien es cierto que todo instinto malo ha de imponerse a sí mismo en la sociedad y en las relaciones sociales tanto sometimiento, y ha de ponerse tantas caretas y acostarse tantas veces en el lecho de Procusto de la virtud, que cabría decir sin exageraciones que el individuo malo sufre un auténtico martirio. La soledad hace que desaparezca todo esto. El malo lo es todavía más en soledad, y el mejor —vaya esto por aquéllos que van buscando el espectáculo en todas partes— lo es también con mayor perfección cuando está solo.

500. A contrapelo.

Un pensador puede imponerse la obligación durante años de pensar a contrapelo, es decir, a no seguir los pensamientos que se le presentan, procedentes de su interior, sino aquéllos a los que le obligan un empleo, una división establecida del tiempo o una manera arbitraria de trabajar. Pero acaba cayendo enfermo, pues esta coacción moral destruye tan radicalmente su fuerza nerviosa como podría hacerlo una vida licenciosa que se hubiese impuesto a sí mismo por obligación.

501. ¡Almas mortales!

La conquista más útil que se ha conseguido en el terreno del conocimiento es la de haber renunciado a la creencia en la inmortalidad del alma. Ahora la humanidad tiene derecho a esperar; ahora no necesita precipitarse ni aceptar ideas mal examinadas, como había que hacer antiguamente. Entonces, la salvación de la pobre
alma inmortal
dependía de sus convicciones durante una corta existencia; tenía que decidir de hoy a mañana, y el
conocimiento
revestía una importancia espantosa. Nosotros hemos reconquistado el valor de equivocarse, de ensayar, de adoptar conclusiones provisionales —todo lo cual tiene ya menos importancia—, y precisamente por eso los individuos y hasta las generaciones enteras pueden entrever tareas tan grandiosas que en otros tiempos hubiesen parecido locuras o una burla impía del cielo y del infierno. Tenemos el derecho a experimentar en nosotros mismos. La humanidad entera tiene ese derecho. Aún no se han realizado los mayores sacrificios en aras del conocimiento. Sospechar de idas como las que hoy preceden a nuestros actos hubiera supuesto antes un sacrilegio y la pérdida de nuestra salvación eterna.

502. Una sola palabra para tres estados diferentes.

En uno, la pasión hace que se soliviante la bestia salvaje, horrible e intolerante; otro, gracias a ella, se eleva a una altura y alcanza una amplitud y un esplendor tales que hace que parezca mezquina su existencia habitual y corriente; un tercero, cuyo carácter respira nobleza por los cuatro costados, sigue siendo noble en sus ímpetus y encarna, cuando se encuentra en ese estado, a la naturaleza
salvaje y bella
, a sólo un grado por debajo de la gran naturaleza serena y bella que representa habitualmente. Pero los hombres le comprenden mejor cuando le ven apasionado y le veneran más a causa de esos momentos. Le encuentran entonces un poco más cerca de ellos y se les parece más. Al contemplarle, experimentan encanto y temor, y entonces
precisamente le consideran divino
.

503. Amistad.

Criticar la vida filosófica argumentando que con ella resultamos inútiles a nuestros amigos, es algo que no se le habría ocurrido nunca a un hombre moderno. Pertenece a la antigüedad. Efectivamente, los antiguos vivieron profunda e intensamente la idea de amistad y casi se la llevaron con ellos a la tumba. En esto nos aventajaron. Nosotros, en cambio, contamos con el amor ideal entre los sexos. Todas las grandes cosas que realizó la humanidad antigua obtuvieron su fuerza del hecho de que el hombre era amigo del hombre y que ninguna mujer podía abrigar la pretensión de ser para el hombre el objeto de amor más inmediato y elevado, ni tampoco el objeto único, como hoy predica el concepto de pasión amorosa. Puede que nuestros árboles no crezcan tan altos a causa de la hiedra y de las vides que se abrazan a ellos.

504. Conciliar.

¿Será quizá tarea de los filósofos conciliar lo que aprende el
niño
con lo que el hombre conoce por experiencia? ¿Será entonces la filosofía tarea de jóvenes, ya que éstos se encuentran a medio camino entre la infancia y la madurez y tienen, en consecuencia, necesidades intermedias? Así parece que deba ser, si consideramos a qué edad de la vida suelen hoy crear sus concepciones los filósofos: cuando es demasiado tarde para la fe y demasiado pronto para la ciencia.

505. Los individuos prácticos.

A los pensadores nos corresponde el derecho a establecer el buen gusto en todo e incluso a imponerlo si hace falta. Los individuos prácticos lo recogen de nosotros, y su dependencia de nosotros es, en este aspecto, increíblemente grande. Este es el espectáculo más ridículo que podemos presenciar, aunque ellos quieren ignorar esta dependencia y les gusta considerarnos con orgullo como personas carentes de sentido práctico, aunque llegarían incluso a despreciar su vida práctica si nosotros quisiéramos despreciarla, lo cual nos podría generar de vez en cuando un cierto deseo de venganza.

506. La necesidad de hacer lo bueno.

¿Hemos de considerar una obra del mismo modo que juzgamos la época que la ha producido? ¿No habéis observado que mientras una obra buena se encuentra expuesta al aire húmedo de su época, posee un valor mínimo porque conserva aún el olor de la plaza pública, de la oposición, de las opiniones recientes y de todo lo que se marchita de la mañana a la noche? Luego, se seca; se extingue su
vida temporal
, y entonces adquiere su brillo, su perfume y, si es apta para ello, la mirada serena de la eternidad.

507. Contra la tiranía de lo verdadero.

Aunque fuéramos lo bastante insensatos como para considerar verdaderas todas nuestras opiniones, sin embargo, no desearíamos que fuesen las únicas. No veo la razón de que haya que desear la omnipotencia y la tiranía de la verdad; basta saber que la verdad posee una gran fuerza. Pero es preciso que pueda
luchar
, que tenga una oposición, y que, de cuando en cuando, podamos
descansar
de ella en lo que no es verdad. De lo contrario, lo verdadero se volvería aburrido, sin gracia y sin fuerza, y haría que a nosotros nos pasara lo mismo.

508. No se debe adoptar un tono patético.

Lo que hacemos para sernos
útiles
a nosotros mismos, no debe reportarnos alabanzas morales, ni propias ni ajenas. El buen tono exige que, en estos casos, los hombres superiores eviten adoptar un tono patético y se abstengan de todo patetismo. Quien se acostumbra a este buen tono recupera la ingenuidad.

509. El tercer ojo.

¡Cómo! ¿Sigues necesitando ir al teatro? ¿Tan joven eres? Sé formal y busca la tragedia y la comedia donde mejor se representan, en el lugar donde la acción es más interesante y más interesada. Admito que no es fácil limitarse a ser espectador, pero aprende a serlo. Y en casi todas las situaciones que te parezcan difíciles y penosas encontrarás una salida hacia la alegría y un refugio, incluso cuando veas que te asaltan tus propias pasiones. Abre el ojo que empleas cuando vas al teatro, ese tercer gran ojo que mira el mundo a través de los otros dos.

510. Huir de sus propias virtudes.

¿Qué valor tiene un pensador que no sabe huir de sus propias virtudes cuando llega el momento oportuno? El pensador debe ser
algo más que un ser moral
.

511. La tentadora.

La honradez es la gran tentadora de todos los fanáticos. Quien se acercaba a Lutero para tentarle bajo la forma del diablo o de una mujer hermosa, y contra quien se defendió de una forma tan burda, debió de ser la honradez, o quizá, en casos más raros, la verdad.

512. Valiente ante las cosas.

El que, de acuerdo con su carácter, está lleno de consideraciones y de timidez para con las personas, pero muestra toda su valentía ante las cosas, teme las relaciones nuevas, y restringe las antiguas para que se confundan en la verdad su incógnito y su radicalismo.

513. Límites y belleza.

¿Buscas hombres con una
bella
cultura? Entonces tendrás que aceptar, como cuando buscas hermosas comarcas, perspectivas y aspectos limitados. Hay, ciertamente, hombres panorámicos, que son instructivos y admirables, pero que están desprovistos de belleza.

514. A los más fuertes.

A vosotros, los espíritus más fuertes y orgullosos, no se os pide más que esto: que no nos impongáis nuevas cargas y que, ya que sois tan fuertes, toméis una parte de nuestro fardo. Pero, como queréis alzar el vuelo, ¡cuánto os gusta hacer lo contrario! Por eso tenemos que añadir vuestra carga a la nuestra, es decir, arrastrarnos por el suelo.

515. Aumento de la belleza.

¿Por qué aumenta la belleza con la civilización? Porque entre los hombres civilizados cada vez se dan con menos frecuencia las tres cosas que ocasionan la fealdad: primera, las pasiones, en sus más salvajes manifestaciones; segunda, el esfuerzo físico llevado hasta el extremo; tercera, la necesidad de inspirar miedo con nuestro aspecto, necesidad que, en los estadios inferiores y menos seguros de la civilización, es tan grande y tan frecuente que determina incluso las actitudes y las ceremonias, convirtiendo la fealdad en un
deber
.

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