Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el África austral (7 page)

—En ese caso, mataremos lo que se nos ponga a tiro, sin detenernos a elegir entre un antílope, un gamo, una gacela o un ñu. Cualquier cosa habrá de parecernos buena.

—¿Es que para ti un antílope o una gacela son piezas de caza menor? Me doy por satisfecho si consigo hacer blanco en cualquiera de esos animales. Pero, entonces, ¿qué esperabas poder ofrecerme para mi estreno en tierras africanas?

Mokoum miró al inglés con una sonrisa irónica, no exenta de cierto toque de cariño, y respondió:

—Suponía que no se daría usted por satisfecho a menos que matara un rinoceronte o una pareja de elefantes.

—Iré donde me lleves y mataré lo que me digas que debo matar. Estoy a tu disposición, experto cazador.

—En ese caso, avivaremos el paso.

Las monturas fueron puestas al trote y ambos cazadores avanzaron rápidamente hacia el bosque.

Atravesaron una llanura sembrada de innumerables materiales, de los cuales se desprende una resina viscosa que los indígenas emplean para curar las heridas. Aquí y f allá, formando grupos pintorescos, se alzaban las higueras de sicomoros que caracterizan aquella región. En sus ' ramas charlaban numerosos loros de vistosos colores.

Transcurrida una hora desde que dejaron el kraal, los cazadores llegaron al lindero del bosque, formado por un gran espacio que medía muchos kilómetros cuadrados. En él predominaban las acacias.

El ramaje de las acacias, cuidadosamente entrelazado, impedía el paso de los rayos de sol. Mokoum y Sir Murray se abrieron paso entre los trancos irregularmente esparcidos y cabalgaron bajo la espesa bóveda, encontrando de cuando en cuando algunos claros que les permitían detenerse a observar con detenimiento la espesura.

Su primera jornada de caza no fue muy favorable. El inglés y el bushman recorrieron en vano buena parte de la selva, pues ningún ejemplar de la fauna africana se molestó en darles la bienvenida. Tal vez la vecindad del kraal había contribuido a alejar la caza, ya de por sí muy desconfiada.

Sir Murray se sentía decepcionado. Un cazador como él no podía permitirse el lujo de volver de vacío. Sumido en estas reflexiones, la suerte pareció favorecerle. Un animal parecido a las liebres comunes que abundan en Europa salió de pronto de la espesura. La liebre se situó a unos cincuenta pasos del inglés y éste, contento al fin de encontrar un blanco contra el que disparar, envió al inofensivo animal una bala de su carabina.

Mokoum dio un grito de indignación y exclamó:

—¿Cómo es posible que desperdicie una bala como ésta para una simple liebre, cuando habrían bastado unos simples perdigones?

Pero el cazador inglés, satisfecho por haber podido demostrar sus habilidades, no atendió las exclamaciones de protesta del bushman y se lanzó al galope hacia el lugar donde debía de haber caído el animal.

Pero no había el menor rastro de la liebre, y tan sólo podía distinguirse un pequeño rastro de sangre en el suelo. Sir John buscó en vano entre los matorrales de los alrededores, en tanto que los perros husmeaban el lugar. Mas ni uno ni otros consiguieron nada.

Mokoum, que se había acercado al trote, miraba sonriente los esfuerzos de su amigo y señor.

—¡La he tocado! —protestaba Sir Murray— ¡Estoy seguro de que la he tocado!

—¡Demasiado! —respondió el bushman al cabo de unos instantes—. Esto es lo que se consigue cuando se dispara con una bala explosiva sobre una liebre. Lo raro es encontrar de ella el más insignificante pedazo.

Y así había sucedido, pues el roedor se había dispersado en trocitos impalpables.

Sir John, completamente despechado, volvió a montar en su corcel y no dijo nada más en todo el día. Los dos hombres regresaron al campamento con las manos vacías.

A la mañana siguiente, Mokoum esperó a que el aristócrata le hiciera algunas proposiciones de caza, pero el inglés no despegó los labios. Evitó encontrarse con Mokoum y pasó el día ocupado con sus instrumentos científicos.

A la mañana siguiente, 17 de mayo, Sir John fue despertado con estas palabras pronunciadas en su oído:

—Creo que hoy seremos más afortunados, pero no hay que tirar a las liebres con obuses de montaña.

El aristócrata soltó una fuerte carcajada y dijo a su amigo que en breves minutos estaría dispuesto para partir. Ambos cazadores se alejaron algunos kilómetros a la izquierda del campamento, antes de que sus compañeros se hubiesen despertado.

Sir John había optado esta vez por ir acompañado de un excelente fusil, arma más apropiada para matar antílopes que las terribles carabinas con bala explosiva de la anterior jornada. Cierto es que podían tropezarse también con paquidermos y otras fieras en la llanura, pero Sir John no olvidaba el incidente de la liebre y habría preferido matar un león con perdigones antes que repetir un tiro como aquél, sin precedentes en los anales del deporte. Era su orgullo de cazador el que estaba en juego.

Como había previsto Mokoum, la fortuna les favoreció. Mataron una pareja de antílopes negros, poco comunes incluso en aquella zona y una de las piezas más codiciadas por los grandes cazadores, ya que constituye una de las más admirables muestras de la fauna austral.

Tras esta conquista gloriosa, la suerte les deparó nuevos acontecimientos. En el lindero del bosque descubrió Mokoum las huellas pertenecientes a una especie muy codiciada asimismo por los aficionados a la caza mayor.

—Señor —exclamó el bushman—, fíjese bien en este lugar.

Sir Murray le obedeció sin comprender aún sus intenciones. Se encontraban no muy lejos de una charca grande y profunda, rodeada de gigantescos euforbios.

—¿Y bien? —preguntó a su vez el aristócrata cuando hubo cumplimentado las instrucciones de su amigo.

—Si mañana al amanecer desea que nos pongamos al acecho en este lugar —exclamó Mokoum—, le aconsejaría que no se olvidara de traer su carabina.

—¿Qué quieres decir? No te comprendo.

—¿Ve usted esas huellas frescas en la tierra húmeda?

—¿Te refieres a esas enormes marcas en el suelo?

—Así es.

—¿Crees que han sido producidas por animales?

—En efecto.

—¡No es posible! ¡Los pies que las hayan trazado tienen más de medio metro de circunferencia!

—Lo cual prueba que esas huellas pertenecen a un animal que ha de medir más de dos metros y medio de altura.

Sir John le miró incrédulo y exclamó:

—¿Un elefante?

—Sí, señor. Y si no me equivoco, un macho adulto.

—¡Entonces, vendremos mañana!

—Desde luego, señor.

Los dos cazadores regresaron al campamento, provocando la admiración de la caravana al mostrar los hermosos ejemplares obtenidos. Los colegas del aristócrata se olvidaron por un momento de sus constelaciones celestiales y bajaron a la tierra para entonar alabanzas por los antílopes negros.

El inglés y el bushman se retiraron pronto a descansar, pues debían partir siendo aún noche cerrada. A las cuatro de la mañana se encontraban ya ocultos en medio de un espeso grupo de matorrales, cercano a la gran charca donde el día anterior habían divisado las huellas de los paquidermos. Permanecían inmóviles en sus monturas, con los silenciosos perros a su lado.

Un nuevo estudio de las huellas les había hecho saber que, en efecto, era una manada de elefantes la que acudía a mitigar su sed en la charca.

Los dos hombres iban armados con sus carabinas de balas explosivas. Al cabo de una media hora de espera, advirtieron que se agitaba el espeso ramaje, a unos cincuenta pasos de la charca. Sir John preparó su arma, pero Mokoum le contuvo con un gesto.

Al punto aparecieron grandes sombras. Los matorrales se abrieron bajo el efecto de una presión irresistible y se escuchó el rumor de las ramas al crujir. Hasta los cazadores empezaron a llegar los resoplidos de los animales que aguardaban con impaciencia.

La manada de elefantes estuvo pronto ante ellos. Media docena de estos gigantescos animales avanzaban con paso lento hacia la charca. La claridad del día empezaba a mostrarse, permitiendo a Sir John admirarlos en toda su plenitud.

Uno de ellos, un macho de enorme talla, llamó poderosamente su atención. Aquel elefante proyectaba su trompa por encima del ramaje y golpeaba con sus colmillos los gruesos troncos de los árboles, que gemían al ser atacados tan fulgurantemente.

El bushman notó el interés del inglés por aquella pieza y le dijo:

—¿Le gusta ése?

—Desde luego.

—Muy bien. Entonces, le separaremos del resto de la manada.

Los elefantes habían llegado ya al borde de la charca, hundiendo sus patas en el esponjoso cieno. Aspiraban el agua con su trompa y luego la vertían en su ancho gaznate, produciendo un ruidoso gargarismo.

El gran macho se mostraba inquieto y no dejaba de mirar en torno suyo, como si presintiese el peligro que le acechaba.

Repentinamente, Mokoum emitió un ruido particular. Sus tres perros prorrumpieron en fuertes ladridos y, saliendo de la espesura, se lanzaron sobre los elefantes.

El bushman espoleó su cebra y corrió a cortar la retirada del macho grande, no sin antes advertir a su compañero:

—¡No se mueva!

El animal no trató de escapar. Sir John le observaba emocionado con el dedo puesto en el gatillo de su arma.

El elefante manifestaba su cólera golpeando con fiereza con su trompa las ramas de los árboles, pero no daba pruebas de especial inquietud, pues todavía no había percibido al enemigo.

Mas, cuando le vio, se abalanzó contra él. Sir Murray, apostado a unos sesenta pasos del paquidermo, esperó a que llegara hasta cuarenta y, apuntándole a uno de sus flancos, hizo fuego.

Pero un movimiento de su caballo desvió el tiro y la bala sólo atravesó las carnes blandas, sin tropezar con una zona dura donde poder estallar.

El elefante, visiblemente furioso, aumentó su carrera, y el corcel del aristócrata emprendió el galope sin que su amo pudiera dominarlo.

El paquidermo inició la persecución del caballo, enderezando las orejas y lanzando gritos con su trompa que asustaban aún más si cabe a la montura de Sir John. El cazador, arrebatado por su cabalgadura, la oprimía con sus piernas vigorosas, mientras intentaba meter un cartucho en la recámara de su carabina.

Pero el elefante iba ganando terreno y, para colmo de males, perseguido y perseguidor salieron al poco rato de la espesura, yendo a parar a una inmensa planicie.

El paquidermo ganaba terreno de manera peligrosa, mientras el jinete clavaba sus espuelas en los ijares de su caballo, que parecía ya claramente desbocado. Dos de los perros, ladrando entre sus piernas, corran hasta perder el aliento.

De improviso, el caballo cayó sobre sus cuartos traseros a consecuencia de un golpe que le dio el elefante con la trompa. El cuadrúpedo relinchó de dolor y dio un salto que le desvió hacia un lado. Este salto salvó al inglés de una muerte cierta, pues el elefante, impulsado por su propia velocidad, pasó de largo. Su trompa agarró a uno de los perros, que fue sacudido en el aire con extrema violencia.

Sir John no tenía más alternativa que regresar al bosque, por lo que dirigió hacia allí a su herido caballo y franqueó pronto la linde del mismo, aprovechando el descuido pasajero del animal.

El paquidermo advirtió sus intenciones y reinició la persecución del jinete y su montura, pero Sir John se encontraba ya en una compacta espesura, llena de bejucos espinosos que detuvieron a su perseguidor.

El aristócrata, desgarrado por todas partes y profundamente ensangrentado, no perdió ni un momento su particular sangre fría, y preparó su carabina cuidadosamente, apuntando con ella al elefante en lo alto de la espalda. El disparo atravesó los matorrales y la bala, encontrando hueso, hizo explosión de inmediato.

El elefante se tambaleó aparatosamente casi en el mismo momento en que una segunda bala, disparada desde el lindero del bosque, le hería en el flanco izquierdo.

Cayó el paquidermo sobre sus rodillas y comenzó a lamerse las heridas con su trompa, al tiempo que emitía monstruosos gritos de dolor.

Mokoum, saliendo de la espesura, exclamó:

—¡Ya es nuestro!

El enorme elefante estaba mortalmente herido. Seguía gritando lastimeramente, pero su respiración era difícil y su cola se agitaba débilmente.

Los movimientos de su trompa, que lamía inútilmente sus heridas, se fueron haciendo cada vez más distanciados, hasta que, finalmente, al paquidermo le faltaron las fuerzas y se dejó caer para no levantarse jamás.

Sir John salió entonces de la espesura espinosa. Estaba casi desnudo, pues su ropa había quedado hecha jirones, pero nada de esto parecía importarle. Había logrado su mayor triunfo deportivo.

Se aproximó al elefante y observó su cadáver. Después, mirando orgulloso a Mokoum, dijo:

—Magnífico animal.

—Así es, señor Murray.

—Lo malo es qué su tamaño no nos permitirá trasladarlo fácilmente.

—Lo despedazaremos aquí mismo y nos llevaremos sus colmillos. Mire usted qué soberbios colmillos.

—¡Espléndidos!

—Deben de pesar unos once kilos cada uno.

—¡Once kilos cada uno!

—Once kilos de marfil... Cada uno.

Sir Murray hizo cuentas mentales de lo que podían valer en el mercado veintidós kilos de marfil, y se le pusieron los ojos como platos.

El bushman procedió a despedazar al animal y cortó los colmillos con ayuda de su hacha. Después separó los pies y la trompa, dos de las partes más codiciadas del elefante, además de sus colmillos, pues se proponía regalárselos a los sabios de la expedición.

Esta operación requirió cierto tiempo, por lo que ambos cazadores no regresaron al campamento antes del mediodía. Una vez allí, Mokoum hizo cocer los pies del gigantesco animal y el plato fue muy apreciado por los europeos, que al principio mostraron un cierto recelo a consumirlo.

CAPITULO X

El 19 de mayo se decidió que la caravana debía emprender de nuevo la marcha hacia el Norte, por lo que se hicieron los preparativos necesarios para tal fin.

Durante los siguientes diez días, la comisión científica procedió a unir la nueva zona elegida al meridiano por medio de dos nuevos triángulos. El tiempo era favorable y el terreno no presentaba ningún obstáculo insuperable, por lo que todos los expedicionarios se encontraban de excelente humor.

Mas pronto descubrieron que esa planicie no se prestaba bien del todo a las medidas de los ángulos, hecho que se hizo patente al realizar las comprobaciones.

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