Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el África austral (10 page)

El pequeño grupo tomó sus instrumentos, montó sobre las mulas y, provisto de víveres y armas, partió en la madrugada del 28 de junio. No esperaban llegar a la base de la montaña hasta la mañana siguiente, y tampoco esperaban instalar el farol antes del día 30. Los observadores que permanecían en el campamento no debían, pues, buscar el vértice luminoso de su triángulo decimoquinto antes de las próximas treinta y seis horas.

Durante la ausencia de los expedicionarios, Strux y Palander se entregaron a sus ocupaciones habituales. Sir Murray y Mokoum aprovecharon para cazar algunas piezas y el resto de los hombres descansó.

La jornada del 29 transcurrió sin incidentes, esperándose la noche con alguna impaciencia. Ésta llegó al fin, desprovista de estrellas y con una luna imperceptible. Noche muy propicia, por consiguiente, para distinguir una mira lejana.

Se habían tomado todas las precauciones y ya estaba montado el círculo repetidor, ante cuyo visor se relevaron esa noche los astrónomos, en una especie de guardia científica que fue cumplida con la precisión habitual.

Pero la cumbre de la montaña permaneció invisible y ninguna luz brilló en ella. Los observadores llegaron a la conclusión de que la ascensión había sido más difícil de lo esperado, por lo que los trabajos quedaron aplazados para la noche siguiente.

Todo el mundo se entregó nuevamente a sus ocupaciones, pero éstas se vieron fulminantemente interrumpidas a las doce de aquel día. Sin que nadie supiera por qué, el pequeño grupo expedicionario apareció de improviso en el campamento, ante la sorpresa general de los que allí se habían quedado.

Sir John Murray corrió presuroso hacia sus colegas y exclamó:

—¿Qué hacen ustedes aquí?

—Estamos de regreso, como verá —repuso el coronel.

—¿Por qué razón? ¿Acaso la montaña es inaccesible?

—Al contrario —indicó Everest—, es muy accesible, pero está muy bien guardada. Tanto, que hemos venido en busca de refuerzos.

—¡Cómo! ¿Indígenas?

—Sí, indígenas de cuatro patas y melena oscura, que han devorado a una de nuestras mulas.

El coronel refirió en pocas palabras que el viaje había transcurrido con normalidad hasta llegar a la base de la montaña, pero una vez allí descubrieron que sólo era posible franquearla por el Sudoeste. Allí, el único punto de acceso era un desfiladero, pero su entrada había sido tomada como campamento por una manada de leones.

Aquel relato llamó la atención particular de Sir Murray y Mokoum. Ante ellos se presentaba una ocasión única de enfrentarse con tan terribles piezas y cobrar algunas, por lo que no perdieron el tiempo en bagatelas y pronto estuvo todo dispuesto para llevar a cabo una nueva batida, más efectiva que la primera.

Se formó un nuevo destacamento, integrado por Sir Murray, Emery, Zorn y Mokoum, acompañados por tres indígenas, en tanto que el coronel y los sabios rusos permanecieron en la estación con vistas a completar los estudios preliminares.

El grupo llegó aquella misma noche a la base de la montaña. El bushman ordenó detenerse a unos cuatro kilómetros del desfiladero, pues tenía la intención de descansar e iniciar de día el ataque a las fieras. No se encendió ningún fuego, para no alertar a los leones, y se destinaron algunas horas de aquella larga noche a preparar la operación del día siguiente.

Mokoum, más experto en estas lides que sus acompañantes, fue el primero en hablar:

—El coronel Everest dijo que los leones tenían la melena oscura. Si no me equivoco, tendremos que enfrentarnos con una de las especies más feroces y peligrosas en lo que a los leones se refiere. Habrá que tener mucho cuidado.

—¿Qué nos recomiendas? —preguntó Sir Murray a su amigo.

—No se acerquen mucho a ellos, pues pueden ser saltos de hasta veinte pasos de distancia. Debemos atacarlos al amanecer, que es el momento justo en que regresan a su guarida. Como vienen de cazar, su hambre es menor y su ferocidad también.

—¿Cuál es el momento apropiado para dispararles? —inquirió Zorn.

—Es conveniente que calculen muy bien la distancia antes de efectuar el primer disparo. Dejen que el animal se acerque, abran fuego únicamente cuando estén muy seguros y apunten al brazuelo.

—¿Podemos perseguirles a caballo? —dijo Emery.

—No. Los caballos habrán de quedarse atrás, pues olfatean a los leones a distancia y se asustan ante su proximidad, arriesgando la seguridad del jinete. Combatiremos a pie y rogaremos para que no nos falte la sangre fría.

Sir Murray se había quedado en silencio y su rostro expresaba una profunda preocupación, tal vez ante el recuerdo de la experiencia vivida con el elefante. Mokoum le dirigió una sonrisa amistosa y le dijo:

—Cuando esté disparando al león, piense que se trata de una liebre. De ese modo conservará la sangre fría y no se dejará llevar por su impaciencia.

A continuación, el bushman ordenó a sus compañeros que llevasen a cabo una inspección de sus armas. Sir Murray y él, armados con carabinas que se cargaban por la recámara, no tuvieron más que introducir un cartucho metálico y ver si el percutor funcionaba bien. Zorn y William Emery tenían rifles y renovaron sus pistones, que habían podido humedecerse con el frío nocturno de las últimas horas.

En cuanto a los tres indígenas, estaban provistos de arcos que manejaban con extraordinaria destreza. Más de un león había caído bajo sus flechas.

Los seis cazadores se durmieron en seguida y se levantaron al amanecer. Formaron un compacto grupo, dejaron a los caballos a cubierto y se dirigieron hacia el desfiladero, cuyas inmediaciones habían sido reconocidas la víspera por los dos jóvenes científicos.

Sin pronunciar una palabra, se deslizaron entre los troncos de los árboles y llegaron a la estrecha garganta que constituía la entrada del desfiladero, abierto entre dos muros de granito que conducían a las primeras pendientes. En ese desfiladero se hallaba la guarida de los leones.

Mokoum estableció las posiciones para cada cual. Sir John, uno de los indígenas y él debían avanzar por las aristas superiores del desfiladero, hasta llegar a la guarida de las fieras. Esta posición ofrecía grandes ventajas, pues los leones no pueden trepar, por lo que los cazadores podían quedar al abrigo de sus saltos y de sus ataques.

El resto esperaría nuevas indicaciones.

Empezaba a despuntar el día. Emery, Zorn y los indígenas se instalaron en las ramas de un sicomoro, mientras que Mokoum y Sir Murray, acompañados por el tercer indígena, ocupaban la posición prevista.

Sir Murray y sus compañeros treparon entonces por un camino que bordeaba el muro derecho del desfiladero. Tras franquear la entrada del mismo, llegaron delante de la guarida y se tendieron en el suelo, examinando atentamente el lugar.

La caverna parecía desierta. Mokoum se dejó arrastrar hasta el suelo y llegó a rastras hasta la entrada de la cueva. Una sola mirada le bastó para comprender que estaba vacía. ¿Dónde estaban los leones?

El bushman se vio obligado a cambiar repentinamente sus planes. Se unió a sus compañeros y les dijo:

—No creo que tarden mucho en aparecer. Será mejor que nos instalemos en su lugar, pues vale más ser sitiado que sitiador.

—Estoy de acuerdo contigo —exclamó el aristócrata.

Los tres hombres penetraron en la cueva y, tras comprobar que se hallaba en efecto vacía, alzaron una barricada a su entrada, con ayuda de dos grandes piedras que arrastraron con dificultad. Los huecos dejados entre las piedras fueron cubiertos con la maleza.

Después, los cazadores se tendieron detrás de la barricada y se dispusieron a esperar pacientemente. La espera no fue muy larga. Poco más tarde, un león y dos leonas hicieron su aparición a un centenar de pasos de la guarida.

Pronto se dieron cuenta los animales del peligro que les amenazaba. Lanzando un tremendo rugido, el macho fue a situarse muy cerca de la entrada de la caverna, seguido de las dos hembras. Sir Murray comprobó que los animales tenían las orejas tiesas y los ojos brillantes.

—¿Podemos disparar ya? —preguntó Sir John.

—No —dijo Mokoum—. La manada no está completa y la detonación alertaría a los otros.

Después, viendo el arco de su compañero indígena, el bushman trazó un nuevo plan.

—¿Estás seguro de tu flecha a esta distancia? —preguntó Mokoum al indígena.

—Sí —respondió éste lacónicamente.

—Pues entonces apunta al flanco del macho y clávale una en el corazón.

El bochjesman tendió su arco y apuntó despacio a través del ramaje. La flecha partió silbando y al punto resonó un rugido. El león dio un salto y cayó a treinta pasos de la caverna, permaneciendo sin movimiento. Sus dientes amarillos estaban llenos de sangre.

—¡Bravo! —murmuró el aristócrata.

Las leonas se precipitaron sobre el macho muerto y lanzaron formidables rugidos, atrayendo a tres leones más que saltaban y lanzaban rugidos con una gran intensidad.

En vista de que el silencio ya no era posible, Mokoum gritó:

—¡Pronto! ¡Las carabinas!

Sir Murray obedeció su orden y sonaron dos detonaciones. Uno de los leones cayó desplomado, mientras que otro, al que había apuntado Sir Murray, quedó con una pata rota.

El animal herido avanzó furioso contra la entrada de la guarida, seguido por las hembras. Pretendían forzar la entrada de la cueva y parecían decididos a lograrlo.

Los cazadores se habían refugiado en el fondo de la gruta, recargando las armas a toda velocidad. Sir Murray perdió por un momento la sangre fría y disparó contra el vacío. La bala fue a incrustarse en el ramaje, prendiéndole fuego al instante.

Una extensa humareda se extendió por la caverna. Las llamas, desarrolladas por el viento, se interpusieron entre los hombres y los animales. Los leones retrocedieron asustados, pero los cazadores corrían el peligro de morir asfixiados o, lo que es peor, abrasados.

Era una situación terrible. No había tiempo para vacilar y se imponía actuar con decisión.

—¡Afuera! —gritó Mokoum.

Los tres hombres derribaron las piedras y las ramas de la barricada y salieron al exterior, en medio de un torbellino de humo y fuego.

El indígena y Sir John fueron derribados por sendos leones, que les propinaron dos potentes golpes con sus lomos. El negro quedó en el suelo sin movimiento y Sir John cayó de rodillas.

Cuando uno de los animales se disponía a emprender de nuevo el ataque contra los heridos, una bala certera derribó al que se proponía abalanzarse contra el inglés.

En aquel preciso momento, Emery y Zorn aparecieron en la revuelta del desfiladero, seguidos por los bochjesmen, y entraron directamente en combate.

Cuatro animales, dos machos y dos hembras, habían sucumbido hasta el momento. Pero aún quedaban otras dos leonas y un macho. Contra ellos dispararon los cazadores, con los rifles y las flechas, y al poco tiempo el campo de batalla quedó convertido en un cementerio para las terribles fieras.

Sir John dio un grito de triunfo. Todos acudieron en auxilio del inglés, cuya pierna, afortunadamente, no estaba rota. El indígena había muerto de una herida en el pecho.

Una hora después, el pequeño grupo se encontraba en el bosquecillo donde habían dejado los caballos.

CAPITULO XIII

Entre tanto, el coronel y sus compañeros esperaban en el campamento el desenlace de la operación. Si los cazadores vencían, la mira luminosa debería aparecer aquella noche en la cima de la montaña. Por ello, es fácil suponer con qué inquietud aguardaron la llegada del anochecer.

Los instrumentos estaban dispuestos y los científicos estaban preparados. De aquella operación dependía que se pudiera proseguir con éxito con los trabajos que aún quedaban por realizar.

Al llegar la noche el coronel y Matthew Strux decidieron establecer turnos de media hora cada uno para llevar a cabo la observación a través del círculo repetidor.

Transcurrieron las horas sin que nada apareciera en el visor del aparato. Finalmente, a las tres de la madrugada, el coronel Everest se levantó fríamente de su puesto tras el anteojo y exclamó:

—Caballeros, la señal.

Todos aplaudieron con alegría. El punto fue tomado con precauciones meticulosas y Palander anotó las cifras en su cuaderno habitual.

Al día siguiente, 2 de julio, el campamento fue levantado al rayar el alba. Todos deseaban reunirse lo antes posible con sus compañeros y los carromatos se pusieron en camino sin pérdida de tiempo.

Hacía el mediodía los miembros de la comisión científica se abrazaron emocionados. Se relataron los incidentes del combate y Sir Murray fue atendido convenientemente, aunque él insistía en que el remedio que le había procurado su amigo Mokoum era la mejor medicina.

Durante aquella mañana, el aristócrata, Emery y Zorn habían medido la distancia angular de una nueva estación situada algunos kilómetros al Oeste de la línea meridiana. Por consiguiente, se podía proseguir con las operaciones sin más retrasos.

Los astrónomos habían calculado, asimismo, la altura de diversas estrellas, gracias a las cuales pudieron determinar la altitud concreta de la montaña que habían ocupado como observatorio.

Durante las cinco semanas que siguieron a estos incidentes, el buen tiempo favoreció la continuación de los trabajos. La región, algo accidentada, se prestaba admirablemente al establecimiento de puntos de mira, y los cazadores se encargaron de aprovisionar el campamento convenientemente.

Todo marchaba, por tanto, de forma admirable. La salud de cuantos componían la caravana era perfecta, el agua abundaba y la caza proporcionaba el alimento
necesario para satisfacer el apetito de todos los hombres.

Finalmente, las discusiones entre el coronel Everest y el señor Strux parecían haberse moderado, con verdadera satisfacción por parte de sus compañeros.

Mas, en aquel momento de felicidad, una dificultad natural vino a entorpecer momentáneamente los trabajos y a reavivar las rivalidades nacionalistas.

Era el 11 de agosto. La caravana marchaba entonces por un país poblado de árboles, en el que los bosques y los bosquecillos se sucedían ininterrumpidamente.

Los carromatos se detuvieron aquella mañana ante una inmensa masa de verdor cuyos límites se extendían más allá del horizonte, formando una cortina de treinta metros de elevación sobre el suelo. Eran los más bellos árboles que encontrarse pudieran en la selva africana.

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