Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el África austral (8 page)

Este terreno, sembrado de fragmentos de rocas descompuestas, mezclado de arcilla, arena y partículas ferruginosas, ofrecía en algunos lugares señales de una gran aridez, pero no se veía en varios kilómetros ninguna prominencia que pudiera utilizarse como nueva estación.

Era necesario, por tanto, clavar postes indicadores o torrecillas de doce metros de altura que de mira pudieran servir. De esta operación resultaban grandes pérdidas de tiempo, que retrasaban la marcha de la triangulación. Porque, hecha la observación, era necesario desmontar la torrecilla y trasladarla unos kilómetros hacia delante, con objeto de poder formar el vértice de otro triángulo.

Pese a todo, las maniobras se ejecutaron sin dificultades aparentes.

La tripulación del
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fue encargada de desempeñar esta tarea, y lo hizo con rapidez y sentido común. Aquellos hombres, instruidos en el difícil arte de la navegación, obraban sin vacilaciones y con brillantez, azuzados además por las rivalidades nacionalistas que de seguro establecieron entre los dos bandos. Porque la envidia existente entre los jefes de la comisión excitaba con frecuencia a los marinos, enfrentándoles de un modo casi inconsciente.

Zorn y Emery aplicaban toda su sabiduría y prudencia en combatir aquella desgraciada situación, pero no siempre obtenían buenos resultados. Lo que más temían los jóvenes científicos era que los marineros, rudos en sí mismos, no supiesen controlar la rivalidad y terminasen por estallar en agresiones deplorables.

Pronto se formaron dos bandos claramente diferenciados: el integrado por el coronel Everest y los marinos ingleses, y el compuesto por el señor Strux y los marinos rusos.

Dos meses después de la salida de Lattakou, sólo Emery y Zorn conservaban entre sí la buena armonía, tan necesaria para alcanzar el éxito en tan difícil empresa, pues hasta Palander y Sir Murray se sintieron implicados en la discusión y tomaron partido casi sin darse cuenta.

Un día, la disputa se hizo lo bastante viva como para que Strux le dijera al coronel Everest:

—No grite usted tan alto, profesor. No olvide que está hablando con astrónomos pertenecientes al observatorio de Pulkowa, cuyo potente telescopio ha permitido reconocer que el disco de Urano es completamente circular.

—Puedo hablar tan alto como desee —repuso el coronel—, pues tengo el honor de pertenecer al observatorio de Cambridge, cuyo poderoso telescopio ha permitido clasificar, entre las nebulosas irregulares, nada menos que la de Andrómeda.

—Pues sepa usted —añadió Strux— que el telescopio de Pulkowa hace visibles las estrellas de decimotercera magnitud.

—Es usted quien ha de saber que el telescopio de Cambridge ha permitido descubrir el famoso satélite que causó las perturbaciones de Sirio.

Cuando dos sabios llegan a discutir como niños, ya es posible saber que la reconciliación se hace difícil. Era, pues, de temer que el porvenir de la expedición se viera comprometido por aquella incurable rivalidad.

Pero, una vez más, la sangre no llegó al río y, una vez más, la Naturaleza fue la responsable directa de este hecho. El tiempo cambió repentinamente el día 30.

Aunque, al no producirse la condensación en las capas superiores, el suelo no recibió ni una gota de agua. Solamente ocurrió que el cielo apareció nublado durante unos días.

Mas esto bastó para que pudieran proseguir las operaciones, pues la niebla intempestiva impedía ver los puntos de mira con precisión.

A la vista de la situación, la comisión decidió establecer señales con fuego, pues no había tiempo que perder. Se trabajó durante la noche y, por consejo de Mokoum, se tomaron algunas precauciones para proteger a los observadores, porque las fieras, atraídas por el brillo de las lámparas eléctricas, se agrupaban alrededor de las estaciones.

Los cálculos se hacían más lentamente, debido al temor por la presencia cercana de los leones y otros animales, que llenaban el aire con sus rugidos, pero no por ello se trabajó con menor exactitud.

Obedeciendo órdenes de Mokoum, cada estación fue protegida por un grupo de cazadores. Este hecho fue aplaudido con entusiasmo por Sir Murray, que permanecía con un ojo atento a la triangulación y con el otro seguía los movimientos de los animales, haciendo algún disparo entre dos observaciones cenitales.

Los trabajos continuaron de esta guisa hasta el 17 de junio. Se establecieron nuevos triángulos por medio de estaciones artificiales y todos se sentían satisfechos por la marcha de los acontecimientos, pues si las operaciones seguían como hasta entonces, a finales de mes podrían haber medido un nuevo grado del meridiano veinticuatro.

Mas era pronto para cantar victoria. El 17 de junio, una corriente de agua, bastante ancha, cortó el camino. Era un afluente del río Orange.

Los científicos poseían una canoa de caucho que les permitía atravesar los ríos y lagos de escasa importancia, pero era preciso hallar un vado, ya fuese arriba o abajo de la corriente, para que pudiera pasar la caravana de los carromatos.

Si bien Strux se opuso en principio a esta decisión, se determinó que los blancos, provistos de sus instrumentos, cruzarían el río en la canoa, en tanto que la caravana, bajo la dirección de Mokoum, seguiría unos cuantos kilómetros más abajo, hasta un paso vadeable que el cazador había afirmado conocer.

La corriente del afluente del Orange, que en aquella zona tendría un kilómetro de anchura, era rápida y se veía interrumpida a trechos por peñascos y troncos clavados en el fango, lo que ofrecía cierto peligro para la frágil embarcación.

Los científicos partieron, pues, en la canoa, a excepción de Nicholas Palander, que acompañaría a la caravana, ya que su presencia no era indispensable en la marcha de las operaciones y la canoa estaba preparada para transportar a un número limitado de pasajeros. Por otra parte, como se necesitaba que alguien con experiencia dirigiese la operación de navegación, Palander cedió su puesto a uno de los marinos del
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, mucho más útil en aquellas circunstancias que el honorable astrónomo de Helsingfors.

Los carromatos emprendieron su camino, mientras el coronel Everest, Strux, Zorn, Emery y Sir Murray, acompañados por dos marineros y un indígena, se quedaban a orillas del Nosub.

Los marineros se encargaron de prepararlo todo, minutos que aprovecharon los jóvenes amigos para conversar.

—Precioso río —comentó Michael Zorn.

—Hermoso, pero difícil de atravesar —respondió Emery—. En realidad no se trata de un río, sino de un rápido, que tiene poca duración. Dentro de algunas semanas, cuando entremos en la estación seca, no quedará ni una gota de agua.

—Interesante.

—Desde luego, pero parece que ya han terminado los preparativos. Será mejor que nos unamos a nuestros compañeros.

La canoa, completamente montada y lista, se hallaba junto a la orilla y aguardaba a los viajeros. Se encontraban al pie de una pendiente suave, cortada en un macizo de granito. En aquel punto había un remanso que concentraba el movimiento del rápido, de manera que el agua bañaba tranquilamente las cañas.

Se embarcaron los instrumentos, depositándolos en el fondo del bote, sobre una capa de hierba, y los pasajeros se situaron de modo que sus movimientos no entorpecieran la acción de los remos en manos de los marineros. El indígena iba en la popa, asiendo la barra.

Se soltó la amarra que detenía el bote y pronto salió éste del remanso, gracias a los golpes de los remos. La corriente, que entonces era escasa, se convirtió pocos metros más allá en un impetuoso rápido.

El indígena daba las órdenes convenientes a los marineros, en un mal chapurreado inglés, y éstos levantaban de cuando en cuando los remos, para evitar el choque con algún tronco sumergido.

Cuando la fuerza del rápido era muy violenta, la embarcación se dejaba llevar, manteniéndose en la misma dirección que el agua. Con la mano puesta en el timón, el indígena mantenía la vista fija para atender a todos los peligros de la travesía. Los blancos se dejaban gobernar por él, pues aquella situación era desconocida incluso para dos rudos marineros como los del
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.

La corriente les arrastraba con fuerza irresistible. La canoa llegó pronto al verdadero rápido, que era preciso cortar oblicuamente para poder alcanzar las tranquilas aguas del otro lado.

Los marineros forzaron los remos, pero la embarcación se dejaba arrastrar río abajo. El timón ya no dominaba la canoa y los remos no conseguían que ésta virase. La situación se hacía en extremo peligrosa, pues en cualquier momento se corría el riesgo de chocar contra una roca o contra el tronco de un árbol. Todos permanecían en silencio, temiendo lo peor.

De pronto, a unos doscientos metros de la canoa, hizo su aparición una especie de islote que sobresalía del do. Era imposible evitar el choque contra aquella peligrosa mezcla de piedras y árboles desgarrados por la fuerza de la corriente.

La canoa chocó sin remisión contra el islote, mas por fortuna el golpe no fue tan impetuoso como se esperaba. El bote se inclinó peligrosamente, aunque los pasajeros lograron mantenerse en sus puestos.

Algo extraño estaba pasando. ¿Cómo era posible que la canoa no hubiera saltado por los aires en mil pedazos? Pronto tuvieron la respuesta.

Lo que en un principio parecía un conjunto de rocas y ramas, no era sino un tremendo hipopótamo que se dejaba arrastrar por la corriente. Al sentir el golpe de la embarcación, el animal levantó la cabeza y miró con ojos estupefactos a los intrusos. Tras comprobar de qué se trataba, el paquidermo, que medía unos tres metros de largo, dejó ver unos tremendos incisivos caninos y arremetió contra la embarcación, mordiéndola con rabia.

Pero allí estaba Sir Murray. El aristócrata, provisto una vez más de su habitual sangre fría, apuntó serenamente al animal con su arma, de la que no se desprendía en ningún momento desde el ataque del elefante, y le hirió cerca de la oreja.

El hipopótamo dio una sacudida feroz, pero no soltó la canoa. Murray cargó de nuevo el rifle y efectuó un segundo disparo, que hirió a la bestia en la cabeza. El tiro fue mortal y aquella mole carnosa se sumergió casi en seguida, empujando antes la canoa, en una convulsión de su agonía, lejos de su cuerpo.

Y antes de que los pasajeros pudieran recobrarse de la emoción sufrida, la embarcación empezó a girar sobre sí misma para recuperar oblicuamente la dirección del rápido.

La corriente del Nosub se quebraba unos metros más abajo del lugar ocupado por los viajeros, en un brusco recodo. Allí fue a parar el bote al cabo de unos segundos y allí quedó detenido tras un violento choque.

Los pasajeros saltaron a la orilla, sanos y salvos, tras haber sido arrastrados unos cuatro kilómetros más abajo del punto en el que habían embarcado.

CAPITULO XI

Cuatro días después de haber atravesado el río Nosub, es decir, el 21 de junio, los científicos y sus acompañantes se encontraron en una comarca poblada de árboles. Su altura no era muy elevada, por lo que no dificultaron en absoluto el trabajo de triangulación.

Se reanudó la marcha de las operaciones geodésicas y se eligieron dos nuevas estaciones, que se enlazaron con la última, emplazada más allá del río.

Aquella comarca estaba constituida por una enorme depresión del terreno, algo más baja que el nivel general, lo que le hacía extraordinariamente húmeda y fértil. Abundaban en ella las higueras de Hotentocia, cuyo fruto es muy apreciado por los indígenas, y en todos los puntos del horizonte se distinguían eminencias del terreno que resultaban muy favorables para la instalación de torrecillas y faroles.

El único peligro lo representaban las serpientes, que infestaban aquella región. Se trataba de mambas muy venenosas, de mas de tres metros de longitud, cuya mordedura es mortal.

Pero, a pesar de las excelencias del clima y la fertilidad del suelo, la zona aparecía curiosamente despoblada, da, sin que aparecieran en ella las tradicionales tribus nómadas. No había el menor rastro de indígenas y tampoco se divisaba ningún kraal.

Aquel día, los sabios dispusieron hacer alto, en espera de que llegase la caravana. Si los cálculos de Mokoum eran exactos, debían presentarse esa tarde, después de haber franqueado el paso vadeable en el curso inferior del Nosub.

Pero la jornada transcurrió sin que los expedicionarios apareciesen. Nuestros hombres comenzaron a preocuparse, y Sir Murray lanzó la suposición de que, no siendo vadeable el Nosub en aquella época, debido a que las aguas eran todavía muy crecidas, el vado estaría más al Sur de lo que Mokoum había pensado.

El argumento parecía lógico, por lo que los científicos decidieron esperar. Mas cuando el día 22 pasó igualmente sin que ninguno de los viajeros de la caravana hubiese comparecido, el coronel Everest se mostró muy inquieto. ¿Qué podían hacer?

No podían seguir camino hacia el Norte, pues les faltaba el material de la expedición. Y, lo que era más grave, de prolongarse aquel retraso podía comprometerse el futuro de las operaciones.

—Si me hubieran hecho caso —protestó el señor Strux—, ahora estaríamos todos juntos y no tendríamos este problema. Si el éxito de la triangulación se ve comprometido, la responsabilidad será de quienes han creído oportuno acceder a la travesía.

Y, diciendo esto, miraba fijamente al coronel. Éste le replicó en el acto:

—La decisión ha sido tomada de común acuerdo, por lo que creo que sus insinuaciones están fuera de lugar.

—Esta discusión no conduce a nada, caballeros —intervino Sir John Murray en tono conciliador—. Lo hecho, hecho está.

Con los ánimos ya más calmados, quedó convenido que, de no presentarse la caravana al día siguiente, Emery y Zorn irían en su busca, dirigiéndose hacia el Sudoeste con el guía indígena. El coronel y sus colegas, mientras tanto, aguardarían en compañía de los marineros, tomando la determinación más conveniente al regreso de los dos jóvenes.

Después de alcanzar este acuerdo, los dos científicos rivales se mantuvieron alejados el resto de la jornada. Sir Murray entretuvo su tiempo explorando los bosquecillos cercanos, sin encontrar caza de pelo que conviniera a sus intereses, y teniendo que conformarse con disparar contra las aves.

Llegó el 23 de junio. Transcurridas las primeras horas, y como no se advirtiera rastro alguno de la caravana, Emery y Zorn decidieron ponerse en marcha cuando fueron detenidos de improviso por los ladridos de un perro que parecía estar en la lejanía.

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