Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el África austral (3 page)

La máquina del vapor tenía unos ocho caballos de fuerza y pesaba alrededor de doscientos kilos. Fue dividida en tres partes: la caldera y sus hornos, el mecanismo que una sola vuelta de llave desprendió de la caldera, y la hélice.

El resto de la embarcación desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Se retiraron tabiques, armones y colchonetas, quedando el vaporcito reducido a su casco.

El casco tenía una longitud de unos diez metros y medio, y estaba compuesto de tres partes, al igual que el que sirviera al doctor Livingstone en su primer viaje al Zambeze. Estaba construido de acero galvanizado, a la vez ligero y resistente. Los pernos, del mismo metal, aseguraban su adherencia y el estancamiento del buque.

William Emery quedó realmente maravillado de la sencillez del trabajo ejecutado ante sus ojos, así como de la rapidez con que fue llevado a cabo.

El carromato llegó en una hora, pero la embarcación estaba ya dispuesta para ser cargada.

El carromato descansaba sobre cuatro macizas ruedas, formando dos trenes separados por un espacio de unos seis metros. Esta pesada máquina era arrastrada por seis búfalos domesticados, aparejados y muy sensibles al aguijón de su conductor.

La tripulación del vapor, llamado
Queen and Tzar
, en honor a los dos máximos gobernantes de los países representados en la expedición, se ocupó de cargar el carromato de forma que resultase bien equilibrado en todas sus zonas.

Los viajeros irían a pie, pues una marcha de unos ocho kilómetros no constituía un gran esfuerzo para ellos.

A las tres de la tarde se dio la señal de partida, tomando los expedicionarios la delantera de la comitiva. Tenían ante sí una prolongada cuesta, lo cual favorecía la marcha del cargado carromato, pues los descensos dificultan esta clase de operaciones.

Los europeos dieron gritos de entusiasmo al llegar a la vista de las cataratas. Ni siquiera la flema inglesa fue capaz de competir con la belleza de aquel paisaje.

Una vez alcanzado el lugar elegido para reemprender la navegación del Orange, el coronel Everest ordenó acampar, indicando que la partida tendría lugar al amanecer del día siguiente.

Las últimas horas de la tarde fueron empleadas en realizar diversos trabajos. Se reajustó el casco de la embarcación, se colocaron en su lugar la máquina y la hélice, se dividió el vapor en cámaras gracias a los tabiques mecánicos, se llevaron a bordo las provisiones y las cajas y, en resumen, se hizo lo necesario para zarpar en el momento indicado sin problemas.

Los preparativos de la marcha demostraron que los marineros eran hombres disciplinados y hábiles, elegidos cuidadosamente por los jefes de la expedición.

Al día siguiente, primero de febrero, la embarcación estaba ya dispuesta al amanecer para recibir a los viajeros.

A las seis de la mañana, el coronel Everest dio la orden de partida. Viajeros y marineros embarcaron en el
Queen and Tzar
, y Mokoum les siguió a bordo, dejando a los bochjesmen el encargo de conducir por tierra el carromato a Lattakou.

Emery empezaba a sentirse preocupado por el objeto de la expedición. ¿Qué se proponían aquellos eminentes sabios? Venciendo su natural resistencia a realizar preguntas incómodas á sus superiores y dejándose llevar por la excusable curiosidad de su profesión, preguntó al fin:

—Coronel, ¿le importaría decirme qué propósito nos guía?

—Es muy sencillo, señor Emery. Nos proponemos medir un arco de meridiano en el África austral.

CAPITULO IV

Estas palabras sumieron al astrónomo en profundas reflexiones. La idea de una medida universal e invariable, en la que la Naturaleza suministrase por sí misma la más rigurosa evaluación, es algo que ha existido siempre en el ánimo de los hombres.

El mejor medio de obtener una medida inmutable era referida al esferoide terrestre, cuya circunferencia puede ser considerada como invariable, y, por consiguiente, medir matemáticamente toda o parte de esta circunferencia.

Los antiguos habían tratado de determinar esta medida, pero fue Picard quien, por primera vez en Francia, comenzó a regularizar los métodos empleados para la medición de un grado. En 1669 determinó la longitud del arco terrestre entre París y Amiens, dando como medida de un grado la cantidad de cincuenta y siete mil sesenta toesas, más o menos equivalente a ciento once kilómetros.

Ya en el siglo XVIII, sabios como Cassini, Lacaille y Méchain prolongaron la medición del arco de ese meridiano hasta la ciudad de Barcelona, y en el siglo XIX prosiguieron las investigaciones.

El hecho de que el Globo terrestre no fuera un esferoide sino un elipsoide, determinó la necesidad de multiplicar las operaciones en otros puntos de la Tierra, con objeto de señalar la medida de su aplanamiento en los polos.

Así, sabios suecos llevaron a cabo diversas mediciones en Laponia, sabios españoles y franceses lo hicieron en Perú, Lacaille trabajó en el cabo de Buena Esperanza y los astrónomos Mason y Dixon efectuaron diversas mediciones en América del Norte.

También se midieron otros arcos en Bengala, las Indias orientales, Piamonte, Finlandia, Hannover, Prusia Oriental, Dinamarca y en muchos lugares más. Pero ingreses y rusos se ocuparon menos activamente que otros pueblos de esas delicadas determinaciones.

Las investigaciones realizadas hasta esa fecha daban como resultado que los trescientos sesenta grados que contenía la circunferencia demostraban que la Tierra medía nueve mil leguas de contorno.

Estos cálculos sirvieron para encontrar una unidad de medida universal, conocida como metro, que fue adoptada inmediatamente por numerosas naciones. Sin embargo, a pesar de la superioridad evidente del sistema métrico sobre otros sistemas, Inglaterra se había negado a adoptarlo.

En oposición a sus colegas, los sabios franceses, quienes venían efectuando diversas investigaciones en este terreno con resultados satisfactorios, los sabios ingleses y rusos se negaban a aceptar el sistema métrico. Decididos a no dar su brazo a torcer hasta el momento en que nuevas operaciones geodésicas permitieran asignar al grado terrestre un valor más exacto, británicos y rusos llegaron al acuerdo de trabajar en común.

Una comisión compuesta por tres astrónomos ingleses y otros tres rusos fue escogida entre los miembros más distinguidos de las sociedades científicas. Dicha comisión se reunió en Londres, llegando a un acuerdo de considerable importancia. Se realizaría la medición de un arco de meridiano en el hemisferio austral y se haría la misma operación en el hemisferio boreal. De la unión de ambas operaciones se esperaba deducir un valor exacto que fuera aprobado por las partes implicadas.

Quedaba por escoger el punto donde debía realizarse tal proyecto, de entre las posesiones inglesas situadas en el hemisferio austral: la colonia de El Cabo, Australia o

Nueva Zelanda. La colonia de El Cabo era la que ofrecía mayores ventajas.

En primer lugar, esta colonia estaba localizada bajo el mismo meridiano que ciertas porciones de la Rusia europea y, después de haber medido un arco de meridiano en el África austral, se podía medir un segundo arco del mismo meridiano en el imperio del zar, manteniendo la operación en secreto.

En segundo lugar, el viaje hasta El Cabo era más corto que a Nueva Zelanda o Australia. Y, en tercer lugar, los sabios podrían efectuar sus operaciones en la misma zona explorada por el sabio francés Lacaille, lo que les permitiría averiguar si la cifra de cincuenta y siete mil treinta y siete toesas dada por el francés como medida de un grado, en el cabo de Buena Esperanza, era correcta.

Por tanto, se decidió que la operación geodésica tendría lugar en El Cabo, y los dos gobiernos aprobaron el informe de la comisión anglo–rusa.

Se abrieron créditos importantes para llevarla a cabo. Todos los instrumentos necesarios para una triangulación fueron fabricados por duplicado. William Emery recibió el encargo de preparar lo necesario para la expedición. Y la fragata Augusta, de la marina real, recibió la orden de transportar hasta la desembocadura del río Orange a los miembros de la comisión y a su séquito.

Es conveniente añadir que junto a los intereses científicos se daban cita intereses nacionales de amor propio. Se trataba de superar a Francia en sus evaluaciones numéricas, llevando adelante esta tarea en un país salvaje desconocido. Sin embargo, los miembros de la expedición estaban resueltos a sacrificar su vida si era preciso, con tal de obtener un resultado favorable para la ciencia, al propio tiempo que glorioso para sus naciones.

Todas estas reflexiones realizaba William Emery mientras el vapor continuaba su viaje por el río Orange.

CAPITULO V

La marcha se llevaba a cabo con rapidez, aunque el tiempo no tardó en volverse lluvioso. No obstante, los pasajeros, cómodamente instalados en la cámara de la embarcación, no tuvieron que soportar en ningún momento las lluvias torrenciales, muy frecuentes en aquella época del año.

Las riberas del Orange ofrecían siempre su mismo aspecto lleno de encantos. Bosques de variados perfumes se sucedían en las orillas, y todo un mundo de aves habitaba en aquellas alturas pobladas de verdor.

A muchos kilómetros de distancia de ambas orillas se extendían diversos bosques de sauces llorones, y en diversos puntos se veían grupos de árboles pertenecientes a la familia de las proteáceas. En muchos sitios se mostraban inesperadamente vastísimas extensiones completamente descubiertas, de donde escapaban bandadas de pajarillos de dulce canto.

El mundo volátil ofrecía los ejemplares más variados, y Mokoum lo hacía resaltar a los ojos de Sir John Murray, gran amante de la caza de pelo y pluma. Con este motivo, se estableció desde el primer momento una especie de intimidad entre el cazador inglés y el bushman, quien se mostraba muy contento tras recibir el prometido regalo del coronel Everest: un excelente rifle sistema «Pauly» de largo alcance.

William Emery, mientras tanto, observaba a sus colegas con atención, tratando de descubrir sus emociones bajo su fría apariencia.

El coronel Everest y Matthew Strux, ambos de una edad similar, eran reservados y formales. Hablaban con lentitud, pensando lo que decían, y se mostraban poco proclives a la confianza mutua más allá de los límites establecidos por la educación y la cooperación científica.

Nicholas Palander, que contaría unos cincuenta y cinco años, era uno de esos hombres que jamás han sido jóvenes y que tampoco serán nunca viejos. Su única diversión consistía en hacer cálculos, pudiendo realizar de memoria multiplicaciones con factores de cinco cifras. Pero nada más que los números parecía interesarle.

Michael Zorn se asemejaba a William Emery por su edad, temperamento y entusiasmo. Se había convertido en una celebridad precoz gracias a los experimentos realizados en el observatorio de Kiew sobre el tema de la nebulosa de Andrómeda. Sin embargo, su enorme modestia le impedía aparecer como un hombre creído de sí, prefiriendo colocarse en segundo plano con respecto a sus compañeros.

Emery y Zorn se hicieron amigos muy pronto. Los mismos gustos e idénticas aspiraciones les unieron. Con frecuencia conversaban juntos, en tanto que el coronel y Strux se observaban con frialdad. Palander extraía mentalmente raíces cúbicas, sin prestar atención al paisaje que le rodeaba, y Mokoum y Sir Murray se entretenían forjando planes de hecatombes cinegéticas.

El viaje no se caracterizó por ningún incidente digno de mención. La embarcación franqueó en cuatro días los trescientos ochenta y seis kilómetros que separan las cataratas de Morgheda del Kuruman, uno de los afluentes que se remontan hasta la aldea de Lattakou, donde debía detenerse la expedición del coronel Everest.

Durante la travesía por el Kuruman, Mokoum señaló la presencia en las aguas de un número considerable de hipopótamos, pero estos grandes paquidermos no ofrecieron ningún peligro, retirándose asustados por los paletazos de la hélice y los silbidos del barco de vapor.

Cincuenta horas bastaron a nuestros hombres para recorrer los doscientos cuarenta kilómetros que separan la embocadura del Kuruman del embarcadero de Lattakou, llegando a su punto de destino el día 7 de febrero a las tres de la tarde.

Cuando la barca de vapor hubo sido amarrada en la orilla que servía de muelle, un hombre de unos cincuenta años, de aspecto grave pero de bondadosa expresión, se presentó a bordo y tendió la mano a Emery.

El astrónomo presentó al recién llegado a sus compañeros de viaje, diciendo:

—El reverendo Thomas Dale, de la Sociedad de Misiones de Londres y director de la estación de Lattakou.

Los europeos saludaron al reverendo, quien les dio la bienvenida y se puso a su entera disposición.

La estación de Lattakou era una aldea situada en el Punto Norte más extremo de la región de El Cabo. Estaba dividida en dos partes: la vieja y la nueva. La zona antigua, donde acababa de llegar el
Queen and Tzar
, contaba doce mil habitantes a principios del siglo XIX, pero éstos habían emigrado hacia el Nordeste en la época de nuestra historia.

La nueva Lattakou, a la que los europeos se dirigieron guiados por el reverendo, comprendía una cuarentena de grupos de casas y sumaba alrededor de unos seis mil habitantes, pertenecientes a la gran tribu de los bechuanas.

En esta población fue donde permaneció el doctor Livingstone en 1840, antes de emprender su primer viaje al Zambeze. Por ello, al llegar a la nueva Lattakou, el coronel Everest entregó al director de la misión una carta del doctor Livingstone, que recomendaba la comisión anglo–rusa a sus amigos del África austral.

Thomas Dale leyó la misiva con manifiesto placer y después se la devolvió al coronel.

—Guárdela —le dijo—. El nombre del señor Livingstone es muy conocido por estas regiones, y esta carta puede serle de gran ayuda en el futuro.

Los miembros de la comisión fueron instalados en el establecimiento de los misioneros, una vasta casa edificada en una altura del terreno y a la que rodeaba un seto espeso e impenetrable, como si de la muralla de una fortaleza se tratara.

Las casas de los bechuanos eran muy limpias, pero no ofrecían las comodidades necesarias para los europeos, pues estaban fabricadas con arcilla y cubiertas por un techo de paja. Por otra parte, al hacerse en tales chozas vida en común, el reverendo consideró que esta circunstancia no sería muy agradable para sus compatriotas y los sabios extranjeros.

Other books

Safe (The Shielded Series Book 1) by Christine DePetrillo
Dark Sky (Keiko) by Mike Brooks
Night Howl by Andrew Neiderman
Leaving by Karen Kingsbury
Quinoa 365 by Patricia Green
Black and White by Zenina Masters
Too Sweet to Die by Ron Goulart, Ebook Architects, Llc
A Little Ray of Sunshine by Lani Diane Rich