Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el África austral (16 page)

La noche pasó rápidamente. Al amanecer, el coronel Everest advirtió que los indígenas rodeaban la base de la montaña, si bien no estaba cortada la retirada por el lago.

Esperando el momento en que brillaría el farol en lo alto del Volquiria, los científicos se encargaron de dar fin a la medición del triángulo precedente. Mokoum había dicho que al menos serían necesarios cinco días para que los expedicionarios alcanzaran la cima del Volquiria, por lo que los sabios decidieron aprovechar aquella espera para realizar mediciones respecto a la altura de las estrellas, con el fin de obtener con precisión la latitud del Scorzef.

La reserva de víveres era muy reducida, descontando los alimentos que los hombres se habían llevado en la canoa. Todos soportaron con estoicismo el racionamiento, pues no se pensaba más que en el éxito de la triangulación.

Llegó el 25 de febrero y el nuevo día no trajo cambio alguno en la situación de los sitiadores ni de los sitiados. Los makololos seguían en el campamento, en tanto que los europeos aguardaban en el fortín.

En los días que siguieron, a los europeos se les presentó un enemigo más peligroso que los indígenas. Este enemigo era el hambre, que atenazaba los estómagos y las esperanzas de los expedicionarios, quienes veían reducirse gradualmente las provisiones sin poder hacer nada para remediar la situación.

La noche del 27 al 28 la pasaron los astrónomos entregados a las observaciones. La serena oscuridad reinante favorecía sus trabajos, pero ninguna claridad destacó en el perfil del horizonte y nada apareció en el visor del anteojo.

Apenas había transcurrido el plazo mínimo que se concedió a la expedición mandada por Zorn y Emery. Sus colegas, por tanto, no podían hacer otra cosa más que aguardar.

El 28 de febrero, el pequeño grupo que ocupaba el Scorzef agotó las últimas provisiones. Esa noche tampoco advirtieron los sabios ninguna luz en la oscuridad, llegando al siguiente amanecer con los estómagos vacíos y la cabeza llena de desilusión. En esa jornada no dispusieron de ningún bocado por el esfuerzo realizado en tan difíciles condiciones; los europeos se tendieron en el suelo dispuestos a aguardar la llegada de la noche.

Sir John y el bushman se recostaron sobre la hierba y pronto se sintieron invadidos por un sueño pesado, postrados por el vacío que sentían en sus estómagos. Ninguno de los dos habría podido decir cuánto tiempo duró su sueño, pero una hora después el inglés se despertó a causa de una molesta picazón.

Sir Murray se sacudió instintivamente y trató de volver a dormirse, pero las picaduras persistieron, obligándole a abrir decididamente los ojos. El espectáculo que contempló le dejó anonadado: estaba cubierto de hormigas de los pies a la cabeza.

Se trataba de unas horribles hormigas blancas que le hicieron alzarse como impulsado por un invisible resorte.

Su brusco movimiento despertó también a Mokoum, que yacía a su lado ajeno a las picaduras de aquellos animalitos que trepaban por su cuerpo sin cesar.

Al ver las hormigas, Mokoum las tomó a puñados y se las llevó a la boca, comiéndolas con avidez. Sir John hizo un gesto de profundo asco y exclamó:

—¿Cómo puedes comerte esa porquería?

—¡Coma usted, coma usted! —respondió el bushman—. Están deliciosas.

Era tal el hambre que aguijoneaba el estómago del inglés que, venciendo su natural repugnancia, imitó a su amigo y se llevó las hormigas blancas a la boca a puñados cada vez más grandes.

Las hormigas salían a millares de su enorme hormiguero. Sir Murray comprobó que tenían un gusto ácido que no resultaba del todo desagradable, y sintió que los animalitos calmaban poco a poco la angustia de su organismo.

El aristócrata comunicó a sus compañeros el milagroso descubrimiento que acababan de hacer y les invitó a unirse a ellos en el festín. Los marineros no vacilaron un instante en aprovecharse de aquel alimento singular, pero el coronel y el señor Strux parecían menos dispuestos a dejarse convencer, aunque terminaron rindiéndose a la evidencia e imitaron a sus amigos.

Gracias al improvisado manjar, los ocupantes del Scorzef pudieron llegar al noveno día de observación en el fortín. Aún no sabían nada de Emery y Zorn, pero estaban decididos a esperar sus noticias el tiempo que fuera preciso, aunque para ello tuvieran que terminar con todas las hormigas blancas del lugar.

CAPITULO XXI

Mas pronto la preocupación inundó a los astrónomos. ¿A qué se debería la tardanza de los viajeros? ¿Estarían detenidos por algún obstáculo insuperable?

Es fácil imaginar cuántos serían los recelos que hubieron de pasar los astrónomos sitiados en la cima del Scorzef. Sus compañeros llevaban ya nueve días de viaje, cuando habían calculado que sólo eran necesarios seis para tal operación. De su presencia en la cumbre del Volquiria dependía el éxito de la empresa.

El día 3 de marzo, los sufrimientos fueron mayores que nunca. ¿Qué había podido ocurrirles? El temor les embargaba y miraban sin cesar el anteojo que, dispuesto para ser usado puntualmente cada noche, sería el encargado de desvelar el secreto del Volquiria.

Llegó la noche y no apareció la luz. La presencia de los makololos al pie del Scorzef no alertaba a los astrónomos, pues, si no les habían atacado a esas alturas, era evidente que habían decidido dejarles morir de hambre para ahorrarse la molestia del combate. Un combate en el que, por otra parte, los indígenas no iban a salir muy bien parados.

Pero los acontecimientos iban a variar al día siguiente de un modo considerable. En el campo de los makololos comenzó a reinar inesperadamente una gran agitación. Las idas y venidas de los indígenas al pie del Scorzef alarmaron al bushman.

Mokoum les observó atentamente y creyó notar en ellos indicios de indudable hostilidad. Los makololos preparaban sus armas, lo cual hizo suponer a Mokoum que, hartos de tan prolongada espera, los sitiadores trataban de hacer un postrer esfuerzo para apoderarse de la fortaleza antes de emprender la retirada definitiva hacia Maketo, su capital.

El coronel y el bushman decidieron ejercer vigilancia durante la noche y preparar sus armas.

Como el recinto del fortín estaba arruinado en muchos puntos, sería fácil el acceso a ellos por parte de los indígenas. A la vista de este hecho, el coronel creyó oportuno adoptar algunas disposiciones por si los sitiados se veían obligados a abandonar la estación geodésica.

Los marineros descendieron hasta el pie de la montaña, por su parte posterior, y lograron dejar lista, tras muchos esfuerzos y repetidos viajes, la embarcación de vapor, que debía estar dispuesta para partir a la primera señal de peligro.

El maquinista del
Queen and Tzar
recibió orden de encender las calderas y mantenerlas con la presión conveniente, pero debía aguardar a la puesta del sol, con el fin de evitar que los negros conocieran la existencia de la embarcación en las aguas del lago.

A las seis de la tarde se hizo de noche con la rapidez característica de las regiones intertropicales. El maquinista se apresuró a bajar por la ladera del Scorzef y ya no tuvo más ocupación que calentar la caldera de la embarcación.

El coronel Everest estaba dispuesto a defender el fortín contra viento y marea, y le resultaba muy dolorosa la posibilidad de abandonar la estación sin haber finalizado las operaciones, pero comprendía que el peligro era grande y se había puesto en las manos expertas de Mokoum.

Los marineros fueron apostados al pie de las murallas del recinto, con la orden de defender a todo trance las entradas al fortín. Las armas estaban preparadas y los astrónomos tenían la mirada fija en el horizonte, esperando que en el último momento se produjera el milagro de ver aparecer la luz en el Volquiria.

Los sitiadores no se movieron hasta las diez. Habían apagado sus hogueras, con lo que el campamento de la llanura se confundía con la plena oscuridad.

De pronto, Mokoum percibió algunas sombras que se movían en las laderas de la montaña. Los makololos apenas distaban cien metros de la meseta donde se elevaba el fortín.

Mokoum gritó:

—¡Alerta!

E, inmediatamente, los escasos defensores tomaron posiciones por el lado Sur, abriendo un nutrido fuego contra los asaltantes.

Los indígenas continuaron subiendo a pesar del tiroteo incesante de que eran objeto. Al resplandor de los fogonazos se podía ver un verdadero ejército de makololos, algunos de los cuales iban cayendo como moscas bajo el efecto del fuego enemigo. Los europeos no perdían una sola bala, y los negros caían por grupos, rodando uno tras otro hasta el pie de la colina y arrastrando a su paso a algunos de sus compañeros.

En el corto intervalo que mediaba entre las detonaciones, los sitiados percibían claramente los rugidos feroces de sus adversarios. Pero nada les contenía y seguían subiendo en apiñadas filas.

Aunque no les daba tiempo a disparar sus flechas, se mostraban empeñados en llegar, al precio que fuese, a la cumbre del Scorzef.

Pero, pese al inmenso valor demostrado por los europeos y al fuego incesante de sus armas, no les era posible hacer nada contra el torrente que subía hasta ellos. A la media hora de combate, el coronel Everest comprendió que la situación se estaba haciendo insostenible. Porque no sólo avanzaban los grupos de agresores por el lado Sur, sino que también lo hacían por las vertientes laterales.

A las diez y media llegaron a la meseta los primeros makololos. Los europeos no podían luchar cuerpo a cuerpo, pues ahí tenían todas las de perder. Era urgente, por tanto, resguardarse detrás del recinto.

Viendo que ya no podían más, el coronel Everest, venciendo su resistencia a abandonar la zona, exclamó:

—¡Retirada!

Los sitiados hicieron otra descarga y siguieron a su jefe para guarecerse tras las paredes del fortín. Los salvajes prorrumpieron entonces en gritos de triunfo, precipitándose seguidamente hacia la brecha central con la intención de escalarla.

Pero, repentinamente, resonó un estruendo formidable. Parecía un trueno espantoso que multiplicara sus detonaciones.

Los marineros, mientras preparaban la embarcación en las horas que precedieron al ataque de los makololos, habían tenido la precaución de subir la ametralladora que formaba parte de la misma hasta la cima del Scorzef. La temible arma había quedado olvidada en los primeros minutos del combate, pero Sir John la había rescatado del olvido y ahora disparaba con ella contra los indígenas.

Los veinticinco cañones de la ametralladora, colocados en forma de abanico, llenaron de metralla un sector de más de treinta metros en la superficie de la meseta.

A las primeras detonaciones de aquel aparato formidable, los agredidos contestaron en un principio con alaridos rápidamente ahogados y con una nube de flechas que no podían hacer ningún daño a tan potente artilugio.

Cuando los makololos, viendo que sus compañeros que ocupaban las primeras posiciones caían sin remedio, decidieron retroceder hasta lugares más seguros, Sir John dejó de disparar la ametralladora y se hizo un repentino silencio.

El coronel y Strux aprovecharon aquel momento de respiro y ocuparon sus posiciones en el torreón, aplicando la mirada al visor del anteojo. Mas pronto se renovó el ataque, y ambos sabios decidieron permanecer junto a los instrumentos, conscientes de que Sir John y su ametralladora bastarían para defenderles de los negros.

A las once y media de la noche, cuando la lucha había alcanzado todo su apogeo, Matthew Strux miró a través del anteojo por enésima vez. De pronto, al cabo de unos segundos de serena observación, el sabio exclamó:

—¡El farol!

—¿Qué? —gritó el coronel, quien, pese a estar a su lado, apenas podía oírle debido al ruido de los disparos.

—¡El farol! —repitió Strux emocionado.

—¿Lo ha visto usted?

—¡Sí! ¡Está ahí!

El coronel dio un grito de alegría y se precipitó hacia los instrumentos, dispuesto a ser testigo directo de tan magno acontecimiento.

El farol estaba allí, brillando entre los hilos reticulares. Al fin resplandecía la luz en la cumbre del Volquiria. ¡El último triángulo acababa de hallar su punto de apoyo!

Era extraordinario contemplar a aquellos sabios trabajando en medio del fragor de la batalla, ajenos a cuanto ocurría a su alrededor. Porque los indígenas, demasiado numerosos para ser reducidos, había rebasado finalmente el recinto.

Sir John y el bushman hacían lo posible y lo imposible por defenderse de los makololos. Mas éstos contestaban a sus disparos con sus flechas incesantes, que caían como una lluvia sin fin sobre el improvisado campamento de los europeos.

Y mientras tanto, el coronel y Strux observaban sin cesar, inclinados sobre su aparato. Multiplicaban las repeticiones del círculo, para evitar los errores en la lectura, y anotaban impasibles el resultado de las operaciones.

Al cabo de un largo rato, los dos hombres pusieron punto final a la medición y abandonaron sus instrumentos. La dirección del farol había sido determinada con una milésima de segundo de aproximación.

Ahora lo importante era huir. Poner a salvo el resultado de tan gloriosos experimentos. Los indígenas estaban ya muy cerca de las murallas que protegían el fortín y podían alcanzar a los sitiados de un momento a otro.

El coronel Everest indicó a Mokoum que estaban listos para emprender la retirada, y el bushman emitió un suspiro de alivio, ordenando al punto a los hombres que retrocedieran hasta la pendiente septentrional del Scorzef. Mas, al ir a iniciar el descenso, Strux exclamó:

—¡La señal!

Había olvidado dejar una señal luminosa que permitiera a Emery y a Zorn determinar, a su vez, la dirección de la cumbre observada. El coronel Everest no lo pensó dos veces. Avanzó con decisión hasta un montículo que consideraba sería visible a gran distancia y depositó en él un maletín de madera que llevaba consigo. El coronel lo prendió fuego al instante y, en menos de un segundo, las llamas se elevaron en la oscuridad de la noche. La carga del maletín bastaría para que el punto luminoso se mantuviera visible durante el tiempo que necesitaban los jóvenes astrónomos para realizar sus cálculos en el Volquiria.

Everest se unió después a sus compañeros y todos juntos, en apretado grupo, iniciaron, ahora sí, el descenso del Scorzef.

La bajada fue lenta y trabajosa, pues los marineros transportaban la ametralladora, que no habían querido abandonar. Al fin llegaron a la embarcación, y el maquinista, que había mantenido la presión de la misma, largó la amarra y puso la hélice en movimiento. El
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comenzó a avanzar con rapidez por las aguas del lago.

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