La reconstrucción de Tenochtitlan hubiera sido más rápida y en todos los dominios mexica se habría podido asegurar una mayor prosperidad, si no hubiera sido porque Motecuzoma, desde que ascendió al trono, se pasó de una guerra a otra, cuando no estaba supervisando dos al mismo tiempo. Como ya dije, se lanzó inmediatamente sobre Texcala, en una nueva guerra contra esa nación frecuentemente acosada, aunque por siempre obstinada. Aunque naturalmente eso ya era de esperarse. Todo nuevo Uey-Tlatoani que se instalaba en el trono, casi siempre empezaba su reinado ejercitando sus músculos contra esa tierra, ya que ésta tenía la gran ventaja de la cercanía y su estólida enemistad la hacía la víctima más natural; sin embargo, muy poco valor hubiera tenido para nosotros si alguna vez la
hubiéramos
conquistado.
Sin embargo, en ese mismo tiempo Motecuzoma había empezado a trazar los jardines en sus tierras y él escuchó de cierto viajero una historia sobre un árbol singular que solamente crecía en una pequeña región al norte de Uaxyácac. El viajero, sin ninguna imaginación, le llamaba sólo por «el árbol de las flores rojas», pero la descripción que hizo de él intrigó al Venerado Orador. Las flores de ese árbol, dijo el hombre, estaban formadas de tal manera que parecían una réplica exacta, pero en miniatura, de las manos humanas, cuyos pétalos parecían dedos con su respectivo pulgar. Desgraciadamente, dijo el viajero, el único lugar en donde crecía ese árbol era en la tierra de una miserable tribu de los mixteca. Su jefe o cacique, hombre viejo llamado Suchix, había reservado ese árbol de flores rojas para sí mismo, y tres o cuatro árboles grandes crecían alrededor de su escuálida cabaña, manteniendo continuamente a sus hombres en busca de nuevos brotes, para arrancarlos hasta las raíces pues no permitía que crecieran en ningún otro lado.
«No es que sólo tenga una gran pasión por tener posesiones en exclusiva —afirmaron que dijo el viajero—. Esa flor en forma de mano es una medicina muy buena que cura las enfermedades del corazón, que no pueden ser curadas por medio de otros tratamientos. El viejo Suchix lo vende a todos aquellos que padecen esas enfermedades, en todas las tierras de los alrededores y a precios abusivos. Es por eso que desea con todas sus ansias que esos árboles sean una rareza y que sean sólo para él».
Dicen que Motecuzoma sonrió indulgentemente. «Ah, es sólo una cuestión de codicia, lo único que tengo que hacer es ofrecerle más oro del que sus árboles y él podrán obtener en toda su vida».
Y mandó a un mensajero-veloz que hablara mixteca, corriendo hacia Uaxyácac, llevando con él una fortuna en oro con las instrucciones de comprar esos árboles y pagar cualquier precio que pidiera Suchix. Pero dentro de ese viejo jefe mixteca debió de haber algo más que avaricia; debió de haber algún rasgo de orgullo o integridad natural, pues el mensajero regresó a Tenochtitlan con toda esa fortuna en polvo de oro y las noticias de que Suchix arrogantemente declinó compartir ni una astilla. Así es que lo siguiente que Motecuzoma mandó fue una tropa de guerreros, llevando obsidiana esta vez y Suchix y toda su tribu fue exterminada, y ahora ustedes pueden ver esos árboles cuyas flores parecen manos, creciendo afuera de los jardines de Quaunáhuac.
Pero el Venerado Orador no sólo se preocupaba por los sucesos acaecidos en el extranjero. Cuando no estaba proyectando sus jardines, o tratando de provocar una nueva guerra, o dirigiendo la construcción de sus palacios, o disfrutando al guiar personalmente un ejército en un combate entonces se quedaba en casa y se preocupaba por la Gran Pirámide. Si esto les parece inexplicablemente excéntrico, reverendos frailes, lo mismo nos sucedió a muchos de nosotros, sus súbditos, cuando Motecuzoma concibió una muy peculiar preocupación al decidir que la pirámide estaba «mal colocada». Parece que lo que estaba mal era que en dos días en todo el año, uno en primavera y otro en el otoño, cuando el día y la noche son exactamente iguales, se proyectaba una sombra casi imperceptible sobre uno de sus lados, exactamente al mediodía. De acuerdo con Motecuzoma, el templo no debería de tener ninguna sombra en lo absoluto en esos dos instantes, en el año. «Eso hace —decía él tratando de dar a entender que la Gran Pirámide había sido construida negligentemente, quizá sólo en la anchura de uno o dos dedos— que su oblicuidad no guarde la adecuada proporción con relación al curso de Tonatíu cuando cruza por el cielo».
Bueno, la Gran Pirámide había estado asentada allí, plácidamente por diecisiete o dieciocho años desde su terminación y dedicación y por más de cien años, cuando Motecuzoma El Viejo empezó su construcción. Y durante todo ese tiempo ni el sol-dios, ni ningún otro dios dio muestras de estar enojado por ello. Sólo Motecuzoma El Joven parecía tener problemas con esa sombra, tan pequeña como el filo de un hacha. Se le podía ver muy seguido parado y observando ceñudo al inmenso edificio, como si sólo hubiera ido para darle una patada irritada con la que corrigiera uno de sus ángulos incorrectamente construidos. Por supuesto que la única forma posible de enmendar el error del arquitecto era tirando totalmente la Gran Pirámide y volviéndola a construir desde sus cimientos hasta la cumbre, un proyecto como para desanimar a cualquiera. No obstante, creo que Motecuzoma la habría llevado a efecto, si no hubiera sido porque su atención se vio desviada, forzosamente, hacia otros problemas. Fue precisamente en ese tiempo cuando una serie de alarmantes presagios empezaron a ocurrir: los extraños sucesos que ahora todos estamos firmemente convencidos de que presagiaban la ruina de los mexica y la caída de todo el mundo civilizado que florecía en estas tierras, la muerte de todos nuestros dioses y el fin de El Único Mundo.
Un día, ya para finalizar el año Uno-Conejo, un paje de palacio vino corriendo a decirme que debía presentarme inmediatamente ante el Uey-Tlatoani. Si menciono el año, es porque fue siniestro por sí mismo, como lo explicaré más tarde. Motecuzoma no me ahorró el ritual de besar la tierra repetidas veces cuando entré en el salón del trono, pero impacientemente tamborileaba con sus dedos una de sus rodillas, como si quisiera que me aproximara con más rapidez.
El Venerado Orador estaba solo en esa ocasión, pero noté dos cosas nuevas en la habitación. A cada lado de su
icpali
, trono, colgaban de un marco de madera, por medio de cadenas, unos grandes discos de metal. Uno era de oro y el otro de plata; cada disco tenía tres veces más de diámetro que un escudo de guerra; los dos tenían escenas de los triunfos de Motecuzoma grabados y en relieve, con palabras pintadas que explicaban esas escenas. Aunque los dos discos eran de incalculable valor, sólo por la cantidad que contenían de esos preciosos metales, eran todavía más valiosos por el trabajo artístico grabado en ellos. No fue sino hasta mucho tiempo después, que supe que esos discos no eran simples ornamentos. Motecuzoma podía golpear con su puño cualquiera de ellos y resonaría con un sonido profundo y hueco por todo el palacio. Cada uno de ellos producía un sonido adecuadamente diferente; cuando golpeaba el disco de plata debía ir corriendo el jefe de mayordomos, y cuando lo hacía en el de oro se presentaba enseguida toda una tropa de guardias armados. Sin saludarme formalmente esta vez, sin un ápice de sarcasmo y con mucha menos de su calma fría, Motecuzoma me dijo: «Campeón Mixtli, ¿está usted familiarizado con las tierras de los maya y con su gente?».
Yo dije: «Sí, Señor Orador».
«¿Consideraría usted a ese pueblo como nervioso e inestable?».
«No, mi señor, en absoluto, más bien todo lo contrario, porque en nuestros días ellos son tan flemáticos como lo son los tapires y los manatíes».
Él dijo: «Muchos de nuestros sacerdotes son así, pero eso no es ningún obstáculo para que vean visiones portentosas. ¿Y en ese respecto, cómo son los maya?».
«¿Sobre ver visiones? Bueno, mi señor, me atrevería a decir que los dioses muy bien pueden enviar una visión aun al más lerdo de los mortales. Especialmente si se embriaga con algo así como los hongos carne-de-los-dioses. Sin embargo, los patéticos descendientes de los maya, escasamente se dan cuenta del mundo real que les rodea, dejando a un lado todo lo que pudiera ser extraordinario. Quizás si mi señor me diera una idea más clara acerca de lo que estamos discutiendo…».
Él dijo: «Un mensajero-veloz de los maya llegó corriendo, aunque no sé exactamente de qué tribu o lugar. Pasó con tanta rapidez por la ciudad, nada lerdo por cierto, y se detuvo sólo el tiempo necesario para jadearle un mensaje al guardia que está en la puerta de palacio. Luego corrió en dirección a Tlácopan antes de que el mensaje me fuera transmitido o antes de que hubiera podido detenerle para interrogarlo. Parece ser que los maya mandan a todos sus mensajeros-veloces a través de todas estas tierras, para contar sobre unas cosas maravillosas que se han visto hacia el sur. Hay una península llamada Uluümil Kutz, que queda en el océano del norte. ¿La conoce usted? Muy bien. Hace poco los maya que residen en esa costa se sintieron amenazados y asustados por dos objetos que nunca antes habían visto y que se acercaron a sus playas. —Él no pudo resistir la tentación de hacer una pausa, para dejarme en suspenso un momento—. Algo tan grande como una casa que flotaba en el mar. Algo que se deslizaba suavemente con la ayuda de anchas alas desplegadas. —No pude evitar sonreír y el siguió diciendo ceñudo—: No me venga ahora con que los maya ven visiones dementes».
«No, mi señor —dije todavía sonriendo—. Pero creo que sé lo que ellos vieron. ¿Puedo hacerle una pregunta? —Hizo un breve gesto de asentimiento—. Esas cosas que mencionó, la casa que flota y el objeto con alas, ¿son una sola cosa o dos objetos separados?».
Motecuzoma más ceñudo y más cortante dijo: «El mensajero ya se había ido antes de que pudiéramos obtener más detalles. Él dejó dicho que dos cosas se habían visto. Supongo que una podría ser la casa flotante y el otro, el objeto con alas. Sea lo que sean, dijo que estaban bastante retirados de la playa, así es que parece que nadie pudo observarlos bien, como para dar una descripción adecuada. ¿Y puedo saber por qué tiene usted esa maldita sonrisa?».
Traté de reprimirla y dije: «Esas gentes no pueden haber imaginado esas cosas, Señor Orador. Son demasiado débiles como para investigar. Si alguno de esos que estaban observando hubiera tenido la iniciativa y el coraje de nadar cerca, habría podido reconocer que eran criaturas marinas, maravillosas y quizá poco comunes de ver, pero no un profundo misterio, y los mensajeros maya no estarían en estos momentos regando una alarma innecesaria».
«¿Quiere decir que
usted
ha visto esas cosas? —dijo Motecuzoma mirándome casi con temor—. ¿Una casa que flota?».
«No una casa, mi señor, pero sí un pez literal y
honestamente
tan grande como una casa. Los pescadores del océano le llaman
yeyemichi
». Y le conté cómo una vez había estado a la deriva en el mar en mi canoa, y cómo una horda de esos monstruos habían flotado lo suficientemente cerca de mi frágil canoa como para ponerla en peligro. «El Venerado Orador quizá no lo crea, pero si la cabeza de un
yeyemichi
topara con este cuarto, su cola se sacudiría entre los restos de lo que en otro tiempo fue el palacio del finado Orador Auítzotl, exactamente al otro lado de la gran plaza».
«¿Tan grande es? —murmuró asombrado Motecuzoma, mirando por la ventana. Luego volviéndose hacia mí, preguntó otra vez—: ¿Y durante su estancia en el mar, usted también se encontró con criaturas con alas?».
«Sí, mi señor. Volaban por enjambres alrededor de mí y en un principio los tomé por insectos marinos de inmenso tamaño. Pero uno de ellos cayó en mi canoa y yo lo cogí y me lo comí. Sin lugar a dudas era un pez, pero también sin lugar a dudas tenía alas con que volar».
La postura rígida de Motecuzoma se relajó un poco y claramente se vio que respiró con alivio. «Sólo un pez —murmuró—. ¡Que los estúpidos maya sean condenados a Mictlan! Pueden provocar el pánico en todas las poblaciones con esos cuentos disparatados. Yo veré que la verdad sea contada amplia e instantáneamente. Muchas gracias, Campeón Mixtli. Su explicación ha sido de lo más útil. Usted merece una recompensa. Por lo tanto le invito a usted y a su familia para que formen parte de las pocas personas seleccionadas que ascenderán conmigo a la Colina de Huixachi, para la ceremonia del Fuego Nuevo, el próximo mes».
«Me sentiré muy honrado, mi señor», dije, y de veras era así. El Fuego Nuevo era encendido sólo una vez, en el promedio de la vida de un hombre y ordinariamente ese hombre nunca se podría acercar lo suficiente para ver esa ceremonia, pues la Colina de Huixachi podía acomodar sólo unos cuantos espectadores además de los sacerdotes que oficiaban.
«Un pez —volvió a decir Motecuzoma—. Pero usted los vio mar adentro. Si ahora ellos se acercaron a la playa lo suficiente como para que los mayas los vieran, por primera vez, eso puede constituir algún presagio de consecuencia…».
No necesito hacer hincapié en lo que es obvio; sólo me queda sonrojarme cuando recuerdo mi impetuoso escepticismo. Esos dos objetos vistos por los maya de la costa, lo que yo consideré fatuamente como un pez gigante y un pez con alas, eran por supuesto las embarcaciones españolas que navegaban a toda vela. Ahora que conozco todos los detalles de esos sucesos que hace tanto tiempo pasaron, sé que eran los barcos de sus exploradores, Solís y Pinzón, que inspeccionaban la costa, pero que no desembarcaron en Uluümil Kutz. Ahora sé que estaba equivocado y que en verdad era un presagio.
Esa entrevista con Motecuzoma se llevó a efecto al final del año, cuando los
nemontemtin
, días huecos, se aproximaban. Y, lo repito, fue el año Uno-Conejo, aunque para ustedes era el año de mil quinientos seis.
Durante los vacíos días sin nombre, cuando cada año solar tocaba a su fin, como ya lo he contado, nuestra gente vivía en la aprensión de que los dioses pudieran castigarlos con algún desastre, pero nunca antes nuestra gente había vivido con tan mórbida aprensión como entonces. Porque el año Uno-Conejo era el último que componía los cincuenta y dos años del
xiumolpüi
o gavilla de años, lo que provocaba que nosotros temiéramos los peores desastres imaginarios: la completa destrucción de la raza humana. De acuerdo con nuestros sacerdotes, nuestras creencias y nuestras tradiciones, los dioses habían previamente, durante cuatro veces, purgado al mundo limpiándolo de los hombres, y lo podrían hacer otra vez cuando ellos lo escogieran. Era natural que nosotros pensáramos que los dioses, si se decidían a exterminarnos, escogerían el tiempo adecuado, como esos últimos días del último año con el que se cerraba una gavilla de años.