Azteca (155 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Histórico

«Es algo que he estado deplorando por años —dije con la gravedad del ebrio—. Siempre muere la gente equivocada; la buena, la útil, la merecedora, la inocente, pero la malvada, la que es peor, la completamente inútil, inservible y prescindible es la que sigue ocupando nuestro mundo, más allá del ciclo de vida que merecen vivir. Pero claramente, no se necesita ser un sabio para hacer esa observación. Lo mismo podría gruñir porque las tormentas de granizo enviadas por Tláloc destruyan el maíz nutritivo, pero nunca dañen un arbusto de espinas».

En verdad que estaba divagando, diciendo lo que para mí era evidente, pero era porque alguna parte de mi mente, que todavía estaba sobria, trataba frenéticamente de concentrarse en un asunto diferente. El atentado a la vida de Malintzin, quien sin duda venía con la intención de devolverme esa atención, por lo pronto la había distraído de fijarse en los hechos, poco comunes, que estaban teniendo lugar en El Corazón del Único Mundo. Pero si acababa conmigo rápidamente y regresaba al lugar de los hechos de inmediato, 5t se daría cuenta, y aún tendría tiempo de avisar a sus amos. Además de que no tenía muchas ganas de morir por ningún motivo, como lo había hecho la desdichada Laurel, había jurado que Malintzin no sería ningún impedimento para los planes de Cuitláhuac. Tenía que mantenerla conversando o gozando, o si fuera necesario hacer que escuchara mis súplicas cobardes para salvar mi vida hasta que la noche cayera completamente y que se escuchara el rugir de la plaza. Al oírlo sus cuatro guardias podrían correr a investigar. Y aunque lo hicieran o no lo hicieran no durarían mucho tiempo bajo las órdenes de Malintzin. Si es que podía retenerla conmigo, manteniéndola ocupada por un rato.

«Las tormentas de granizo de Tláloc también destruyen las mariposas —seguí balbuciendo—, pero que yo sepa nunca terminan con una simple mosca pestilente».

Ella dijo cortante: «Deje de hablar como si estuviera senil, o como si yo fuera una niña. Soy la mujer que trató de envenenar y ahora estoy aquí…».

Para desviar sus siguientes palabras, que ya esperaba, hubiera sido capaz de decir cualquier cosa. Lo que dije fue: «Me supongo que es porque sigo pensando en ti como en una niña que se está convirtiendo en mujer… como sigo pensando en mi difunta hija Nochipa…».

«Pero soy lo suficientemente grande como para sancionar el que se me intente matar —dijo ella—. Señor Mixtli, si mi poder es tal que usted lo considera peligroso, también podría considerar su posible utilidad. ¿Por qué tratar de acabar con él, cuando podría tenerlo a su favor?».

Parpadeé como lo haría una lechuza, pero no la interrumpí para preguntar qué era lo que quería decir con eso, dejé que siguiera hablando todo lo que quisiera. Ella dijo: «Usted se encuentra exactamente igual con los mexica, como me encuentro yo con los hombres blancos. No como un consejero reconocido oficialmente, sin embargo, una voz a la que escuchan y atienden. Jamás nos simpatizaremos, pero sí nos podríamos ayudar. Usted y yo bien sabemos que las cosas en El Único Mundo jamás volverán a ser igual, pero nadie puede decir a quién le pertenecerá en el futuro. Si la gente de estas tierras prevalece, usted podría ser un fuerte aliado para mí. Si el hombre blanco prevalece, yo puedo ser su aliada».

Yo hipé con ironía: «¿Sugieres que nos pongamos de acuerdo para traicionar al bando que cada uno de nosotros ha escogido? ¿Por qué no nos cambiamos de ropa y con ella de bando?».

«Sepa esto. Sólo tengo que llamar a mis guardias y usted será un hombre muerto, aunque usted no es “nadie”, como Laurel. Eso pondría en peligro la tregua que nuestros dos amos han tratado de conservar. Hernán se podría sentir obligado a entregarme para ser castigada, como Motecuzoma lo hizo con Cuaupopoca. Y si no fuera así, por lo menos perdería algo de la eminencia que he logrado. Pero si no lo elimino, constantemente tendré que estar cuidándome del
siguiente
atentado que pueda usted hacer a mi vida. Eso sería una distracción, una interferencia a la concentración que necesito para mis propios intereses».

Me reí y dije, casi con admiración auténtica: «Tienes la sangre fría de una iguana». Y eso me hizo reír tanto que casi me caigo de la silla.

Esperó hasta que me callara, y luego continuó como si no le hubiera interrumpido:

«Hagamos un pacto secreto entre nosotros. Si no de alianza, cuando menos de neutralidad. Y sellémoslo de tal forma que ninguno de nosotros jamás pueda romperlo».

«Sellarlo, ¿cómo, Malintzin? Ambos hemos probado ser traicioneros y sin escrúpulos».

«Nos acostaremos —dijo ella, y eso hizo que me fuera para atrás, que hasta me caí de la silla. Esperó a que me levantara nuevamente y cuando seguí sentado estúpidamente en el suelo, me preguntó—: ¿Estás borracho, Mixtzin?».

«Debo de estarlo —contesté—. Estoy escuchando cosas imposibles. Creí oír que habías propuesto que nosotros…».

«Lo hice. Que nos acostemos juntos esta noche. Los hombres blancos son aún más celosos de sus mujeres que los hombres de nuestra raza. Hernán te mataría por haberlo hecho y me mataría a mí por haberme sometido a ello. Los cuatro guardias siempre estarán disponibles para atestiguar que pasé mucho tiempo adentro contigo, en la oscuridad, y que me fui de tu casa sonriendo y no enojada y llorando. ¿No te parece hermosamente sencillo? ¿Y un lazo irrompible? Ninguno de nosotros podrá atreverse jamás a herir u ofender, por miedo a que alguno diga las palabras que sentenciarán a los dos».

Corriendo el riesgo de enfurecerla y dejarla escapar, le contesté: «A los cincuenta y cuatro años no estoy sexualmente senil, pero ya no me acuesto con cualquier mujer que se me ofrece. No he quedado incapacitado, sino simplemente tengo unos gustos más refinados».

Quise hablar con tono altivo y digno, pero el hecho es que me dio frecuentemente hipo entre las palabras, y como las dije sentado en el suelo, disminuyó algo el efecto. «Como ya lo has mencionado, no nos gustamos. Pudiste haber usado palabras más fuertes. La repugnancia hubiera descrito mejor nuestros sentimientos».

Ella dijo: «No quisiera que nuestros sentimientos fueran de otro modo. Sólo propongo algo para nuestra propia conveniencia. En cuanto a sus gustos refinados, ya casi está oscuro aquí. Puede hacer de mí la mujer que desea».

«¿Debo hacer esto, con tal de retenerla aquí y lejos de la plaza?», me pregunté, y en voz alta protesté: «Si tengo la edad suficiente como para ser tu padre».

«Entonces, pretenda que lo es —dijo con indiferencia—, si el incesto es de su agrado. —Luego se rió—. Por lo que sé, usted realmente podría ser mi padre. Y yo, yo puedo pretender
cualquier
cosa».

«Entonces así lo harás —le dije—. Ambos pretenderemos que copulamos ilícitamente, aunque no sea así. Simplemente pasaremos el rato conversando, y los guardias podrán atestiguar que estuvimos juntos durante un lapso de tiempo lo suficiente comprometedor. ¿Te gustaría un trago de
octli
?».

Me tambaleé hasta la cocina y, después de romper algunas cosas en la oscuridad, me tambaleé de vuelta con otra taza. Mientras la servía, Malintzin dijo pensativa: «Recuerdo… usted dijo que su hija y yo teníamos el mismo nombre de nacimiento y año. Que éramos de la misma edad. —Tomé otro trago largo de
octli
, ella también bebió e inclinando su cabeza a un lado inquisitivamente, dijo—: ¿Usted y su hija jugaban alguna vez… juntos?».

«Sí —contesté con voz pastosa—, pero no lo que yo supongo que estás pensando».

«Yo no pensaba nada —dijo ella inocentemente—. Estamos conversando, como usted lo sugirió. ¿A qué jugaban?».

«Había uno que nosotros llamábamos El Volcán Hipando… digo El Volcán Eruptando».

«No conozco ese juego».

«Era un juego tonto que nosotros mismos inventamos. Yo me acostaba en el suelo. Así. —No me acosté precisamente; caí cuán largo era, con gran golpe—. Y doblaba mis rodillas, ¿ves?, porque las rodillas representan el pico del volcán. Nochipa se colocaba ahí».

«¿Así?», dijo haciéndolo. Era pequeña y ligera de peso, y en el cuarto oscuro pudo haber sido cualquiera.

«Sí —dije yo—. Entonces movía mis rodillas, el volcán despertaba, ¿entiendes?, y luego la hacía saltar…».

Lanzó una exclamación de sorpresa, y resbaló hasta caer en mi estómago. Su falda se alzó al hacer eso y cuando la sujeté para detenerla, descubrí que no llevaba nada debajo de su falda.

Suavemente, dijo: «¿Y era así como el volcán hacía erupción?».

Llevaba mucho sin una mujer, y era muy bueno tener otra de nuevo, y mi borrachera no afectó mi capacidad. Me exalté tan poderosamente y lo hice tantas veces que creo que algo de mi ingenio se derramó con mi
omícetl
. La primera vez, podría haber jurado que verdaderamente había sentido la vibración y había escuchado el rugir de un volcán en erupción. Si ella también lo sintió, no dijo nada, pero después de la segunda vez, ella gimió:

«Es diferente, casi agradable. Usted es tan limpio y huele tan bien». Y después de la tercera vez, cuando hubo recobrado de nuevo su aliento, dijo: «Si usted no dijera su edad a nadie, nadie lo podría adivinar». Por fin, ambos nos encontrábamos exhaustos, respirando fuertemente, entrelazados, y sólo poco a poco me fui dando cuenta que en el cuarto ya había entrado la luz del día. Sentí algo de sobresalto y cierta incredulidad al reconocer que la cara que estaba junto a la mía era la de Malintzin. La actividad prolongada de la copulación había sido de lo más agradable, pero parecía ser que había salido de ella en un estado de distracción o tal vez hasta de trastorno. Yo pensé: «¿Qué estoy haciendo con
élla
? Ésta es la mujer que he detestado con tanta vehemencia durante tanto tiempo, y ahora hasta soy culpable de haber asesinado a una persona inocente…».

Pero, fueran cuales fueran mis demás pensamientos y emociones en aquel momento, antes de recobrar la conciencia y una sobriedad parcial por lo menos, sentí una curiosidad inmediata, ya que no tenía por qué haber luz en la habitación; no era posible que hubiéramos estado toda la noche haciéndolo. Giré mi cabeza hacia donde venía la luz, y aun sin mi cristal, pude ver que Beu se encontraba en el umbral del cuarto, sosteniendo una lámpara encendida. No tenía idea de cuánto llevaría observando. Se apoyaba en la puerta, mientras estaba allí parada, y sin ira, pero con tristeza, me dijo:

«¿Puedes hacer eso mientras están matando a tus amigos?».

Malintzin, lánguidamente se volvió para mirar a Luna que Espera. No me extrañó ver que a ella no le importaba ser encontrada en tales circunstancias, pero hubiera esperado que cuando menos lanzara alguna exclamación de desaliento al saber que sus amigos estaban siendo exterminados. En lugar de eso, sonrió y dijo:

«
Ayyo
, qué bueno. Tenemos a un testigo mucho mejor que los guardias, Mixtzin. Nuestro pacto será más comprometedor de lo que hubiera podido esperar».

Se puso de pie, desdeñando cubrir su cuerpo húmedo y brillante. Me eché encima mi manto, pero aun en la confusión de mi vergüenza, embarazo y borrachera, tuve la suficiente presencia de ánimo para decir: «Malintzin, creo que has estado perdiendo tu tiempo y tus favores. Ningún pacto te servirá de nada ahora».

«Creo que el que está equivocado es
usted
, Mixtzin —dijo ella, sonriendo despreocupadamente—. Pregúntele a la anciana que está ahí parada. Ella habló de la muerte de
sus
amigos».

Me senté de repente y jadeé: «¿Beu?».

«Sí —suspiró ella—. Nuestros hombres me hicieron volver del camino-puente. Se disculparon diciendo que no podían correr el riesgo de que alguien se comunicara con los extranjeros al otro lado del lago. Por eso volví y vine por la plaza para ver las danzas. Entonces… fue horrible…».

Cerró sus ojos, se apoyó en el marco de la puerta y dijo aturdida: «Se veían relámpagos y se oían truenos que salían del techo del palacio, y los danzantes, como por arte de alguna magia horrible, se hicieron garras y pedazos. Luego los hombres blancos y sus guerreros salieron del palacio, con más fuego y ruido y brillar de metal. Zaa, ¿sabías que una de sus espadas puede cortar a una mujer por la mitad, por la cintura? ¿Y sabías que la cabeza de un pequeño puede rodar como una pelota de
tláchtli, Zaa
? Rodó hasta llegar a mis pies. Fue cuando algo picó mi mano, y huí…».

Entonces vi que había sangre en su blusa. Corría por su brazo hasta la mano que sostenía la lámpara. Brinqué hacia ella, en el mismo momento en que se desmayó y cayó. Detuve la lámpara antes de que pudieran arder los petates que cubrían el suelo. Luego la levanté en mis brazos para colocarla sobre la cama. Malintzin, tranquilamente recogió su ropa y dijo:

«¿Ni siquiera puedes detenerte un momento para darme las gracias? Aquí estoy yo, y los guardias que podemos atestiguar que estuviste en casa y no tuviste nada que ver en ningún levantamiento».

La miré fríamente: «Tú lo sabías; durante todo el tiempo».

«Por supuesto. Pedro ordenó que me mantuviera fuera de peligro, por eso decidí venir aquí. Tú deseabas que no viera los preparativos de tu gente en la plaza. —Se rió—. Yo quería estar segura que tú no vieras los nuestros: por ejemplo, cómo cambiábamos el emplazamiento de los cuatro cañones para que pudieran cubrir la plaza. Pero debes reconocer, Mixtzin, que no fue una velada aburrida. Y tenemos un pacto, ¿no es así? —Se rió de nuevo y con verdadera alegría—. Jamás podrás levantar tu mano en mi contra. Ahora ya no».

No entendí en lo absoluto lo que quiso decirme, hasta que Luna que Espera estuvo consciente y pudo decírmelo. Eso fue después de que vino el físico, quien curó su mano rota, herida por lo que debieron de ser los fragmentos disparados por los cañones de los españoles. Cuando se fue, yo permanecí sentado a la orilla de la cama. Beu yacía, sin verme, su rostro más acabado y desmejorado que antes, una lágrima corría por su mejilla y durante mucho tiempo no dijimos nada. Finalmente pude decir roncamente que lo sentía. Aun sin mirarme, me dijo:

«Jamás has sido un esposo para mí, Zaa, y nunca he sido una esposa para ti. Por lo que infidelidad hacia mí o tu omisión de ella no vale la pena discutirla. Pero tu conducta hacia alguna… alguna norma propia… eso ya es otro asunto. Copular con la mujer usada por los hombres blancos ya hubiera sido bastante vil, pero tú no copulaste con ella, no en realidad. Yo estuve ahí, y lo sé».

Entonces Luna que Espera giró la cabeza y me contempló con una mirada que cubrió el golfo de indiferencia que nos había dividido durante tanto tiempo. Por primera vez desde los años de nuestra juventud, sentí una emanación de emoción por parte de ella que sabía que no era un fingimiento o una afectación. Sino una verdadera emoción, sólo que habría deseado que hubiera sido una emoción más cordial. Porque me miró como si hubiera visto a alguno de los monstruos humanos del zoológico, y dijo:

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