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Authors: Alberto Ferreras

Tags: #Romántico

B de Bella (22 page)

Sobre la mesa de centro, alguien había dejado un ejemplar de la revista
Vogue
, y en una de las páginas estaba apoyada una taza de café. La levanté y me di cuenta de que en esa página, precisamente, había un reportaje sobre las fotos de moda que hacía Simon. ¿Sería posible que el mismo Simon hubiera dejado esa taza chorreante de café sobre un artículo que elogiaba su trabajo? ¿Sería que Simon era terriblemente descuidado? ¿O sería que no concedía ninguna importancia a su fama?

Mientras me preguntaba estas cosas, llegó él.

—Hola… —dije.

No contestó.

—Hola… —repetí.

—¿Qué? —murmuró.

—¿Cómo estás? —pregunté con una sonrisa. Lo mínimo que yo esperaba de alguien que iba a pasar cinco noches conmigo era un saludo.

—Perdona, es que estoy pensando en un trabajo que tengo que hacer mañana.

—Claro, lo entiendo.

La verdad es que no lo entendía, y me parecía que solo un cavernícola era capaz de entrar así, sin saludar. Inmediatamente me arrepentí de haber aceptado pasar cinco noches con él. ¡Qué tipo tan desagradable!

Simon llevaba puestos unos vaqueros a punto de desintegrarse y una camiseta blanca en el mismo estado, o peor. Hay gente que se pone ropa calculadamente envejecida por una cuestión de moda, pero lo que Simon vestía eran harapos sin ningún estilo. Esa noche se le veía más envejecido que la noche anterior, o quizá estaba más cansado, porque tenía los ojos hundidos y unas ojeras negras como el carbón. Simon preparó el reloj, colocó el almohadón, midió los cuarenta y dos centímetros, y se apretujó entre el almohadón y yo, dispuesto a dormir durante las próximas siete horas.

Pero algo inesperado sucedió esa noche: aunque él no me gustaba en absoluto, en cuanto se sentó y soltó un par de hondos suspiros junto a mí, su energía cambió. Cuando estaba despierto, Simon era seco como una piedra, pero cuando dormía tenía esa misma inocencia angelical de la gente que fotografiaba en el metro.

Yo seguí leyendo mi libro de García Márquez como hasta las tres de la mañana, pero finalmente me quedé dormida y tuve un sueño extrañísimo: estaba en una cama con un hombre y una mujer. Los tres nos besábamos y nos acariciábamos, aunque no era un sueño erótico precisamente; no recuerdo todos los detalles, pero sí una agradabilísima sensación de ser aceptada físicamente por esas dos personas que estaban en la cama conmigo. Y aquí viene la parte más misteriosa del sueño: en un momento dado me asomé al borde de la cama y descubrí que yacíamos sobre una altísima torre de colchones. La torre era tan alta que había nubes a mi alrededor, y, además, el edificio de colchones flotaba sobre el mar. Fue un sueño extraño, pero tan hermoso que hice el esfuerzo de recordar lo máximo que pude para luego tratar de averiguar lo que significaba. Pensé en preguntárselo a la Madame; quizá ella, con sus doctorados en psicología, fuera capaz de interpretarlo.

A las seis de la mañana la alarma de Simon nos despertó, y entonces me di cuenta de que mi cabeza descansaba sobre el hombro de mi cliente.

—¿Pero qué coño…? —gritó Simon, levantándose de un salto del sofá.

Está bien, confieso que nunca esperé que me fuera a despertar con un beso en la frente, o acariciando mis mejillas con la punta de sus dedos. Entiendo que le debe de haber sorprendido hallar la cabeza de una extraña roncando sobre su hombro, pero podía haber dicho: «¡Oh!» o «con permiso», e incluso «¿serías tan amable de quitar la cabeza de mi hombro?». Pero no había excusa para que gritara: «¿Pero qué coño…?», y me apartara de un empujón. Sé que no soy miss Universo, pero tampoco el monstruo del lago Ness.

Simon se quedó de pie junto al sofá mirando al suelo, y buscando algo desesperadamente en sus bolsillos —mi sueldo, probablemente—. De inmediato me puse a recoger mi libro y mi bolso, desplegando lo que vulgarmente llamaríamos
una cara de culo
del tamaño del Empire State Building.

—No te preocupes por el dinero. Mándaselo a la Madame —le dije mientras echaba el libro en el bolso y me levantaba del sofá sin mirarlo.

Él se quedó ahí como una estatua mientras yo me dirigía hacia la salida, pero cuando llegué a la puerta que daba acceso al ascensor, me di cuenta de que estaba cerrada con llave, así que tuve que quedarme allí parada hasta que él la abriera.

—Está cerrado —dije mirando al techo.

—¿Qué? —murmuró.

—Que está cerrado con llave y no puedo salir.

Él corrió hacia la puerta para abrirme. Durante diez interminables segundos luchó con la cerradura, mirando al suelo, mientras yo esperaba, mirando al techo, tratando de evitar la mirada de este imbécil.

«¿Qué se cree, que he apoyado la cabeza en su hombro para seducirlo?», pensaba yo. «¡Por favor!». Finalmente entré en el ascensor preguntándome si este bobo cancelaría las noches restantes que había reservado. «¡Ojalá lo haga!», me dije.

Simon se ocultó tras la puerta mientras el ascensor se cerraba, y fue en ese instante cuando le oí susurrar la palabra, tan bajito que resultó casi inaudible:

—Gracias.

Inmediatamente levanté la vista para asegurarme de que, en efecto, él la había pronunciado, pero las puertas ya se habían cerrado.

«¿Pero qué coño…?», me dije. «¿Después de insultarme de esa manera, viene y me da las gracias?». Sacudí la cabeza y me marché de allí convencida de que nunca más volvería a ese lugar.

Alberto me estaba esperando frente a la limusina, y me había comprado un café y un
croissant
para desayunar. Qué hombre tan encantador.

—¿Qué tal le ha ido, señorita B?

—Este tipo es rarísimo.

—Hay mucha gente rara en el mundo —dijo encogiéndose de hombros.

Yo me senté en el asiento trasero del coche sintiéndome molesta y confusa. Quizá se debiera al hecho de que había dormido en el sofá y no en mi cama, o quizá a que solo había descansado unas tres horas, o a lo mejor a la estúpida reacción de Simon cuando despertó con mi cabeza descansando sobre su hombro, pero había algo profundamente irritante en lo que había sucedido. No sabía qué, pero había algo en este tipo que me repateaba el hígado.

«¿Pero qué coño…?», me dije una vez más, mientras la limusina avanzaba a gran velocidad por la ribera del Hudson.

19

Esa mañana —la mañana del «qué coño»— llegué a casa, me cambié de ropa y cogí el metro camino de la oficina, pero todavía sintiéndome muy molesta, desproporcionadamente molesta.

«Cuando estás histérica, estás histórica», me decía mi AA-ex. La verdad es que no estaba lo que se dice histérica, pero sí excepcionalmente irritada, en especial si consideramos lo trivial del incidente de esa mañana. Según la teoría de mi ex, en un caso como este mi ofuscación no tenía nada que ver con lo que había hecho Simon, sino con algo más antiguo y profundo que eso.

Mientras iba en el metro, considerando si esa teoría tendría algún fundamento, me fijé en una joven pareja que estaba sentada en el asiento de enfrente. Iban de la mano, y, aunque las ocho y media de la mañana no es la hora más romántica del día, ellos iban apretados como tortolitos. Entonces me fijé en que ella llevaba anillo de compromiso, y fue entonces cuando, finalmente, me di cuenta de qué me estaba pasando: yo quería ese tipo de relación en mi vida. Soñaba con un amor que me hiciera sentarme en el metro a las ocho y media de la mañana apretada contra mi novio como si fuéramos siameses. Como cualquier mujer que está a punto de cumplir los veintiocho años, mi reloj biológico estaba entrando en su cuenta regresiva, y en cualquier momento iba a explotar.

Simon no me gustaba en absoluto: era demasiado alto, demasiado flaco, y además había notado que tenía tanto pelo en la espalda que se le salía por el cuello de la camiseta, qué horror. Créanme, Simon no era mi tipo de hombre, pero supongamos por un minuto que lo fuera: él era soltero, heterosexual, y tenía un trabajo decente. En realidad yo podría arrinconar a este idiota y decirle: «Oye, estoy harta de lo del sofá y lo de la cinta métrica. ¿Por qué no nos vamos a cenar a un buen restaurante, nos tomamos una copa de vino y nos conocemos un poco mejor?».

Técnicamente, podía tomar esa iniciativa si quisiera acostarme con él, pero no si quería que me tomara en serio en el sentido romántico. Y el problema es que, a estas alturas de mi vida, cuando yo empezaba a buscar algo que trascendiera las aventuras de una noche de copas, no me quedaba más alternativa que esperar a que él me lo propusiera. Quizá la culpa de todo esto la tiene mi educación católica-cubana, o las reglas de esta estúpida sociedad en la que vivimos, pero lo cierto es que, en estos tiempos que vivimos, las mujeres somos lo suficientemente independientes para estar solas, pero no estamos lo suficientemente liberadas para buscar de manera activa un compañero. Todavía dependemos de que el hombre quiera tomar la iniciativa. Si quieres salir con un chico, debes esperar a que él te invite; y si quieres casarte con él, debes esperar a que él te lo proponga. Obviamente hay excepciones, pero no es común ver a una mujer arrodillada frente a un hombre para pedirle la mano.

Y para hacerlo todo más complicado aún, cada vez hay más y más hombres que no se atreven a tomar la iniciativa. El problema es que, cuando un hombre permite que la mujer tome las riendas, se le considera débil y afeminado.

Yo creo que esta epidemia de soltería que vivimos se debe a que ya ni los hombres ni las mujeres se atreven a tomar la iniciativa; en consecuencia, nadie lo hace. Hombres y mujeres por igual corremos de un lado a otro tratando, sin éxito, de encontrar el amor. ¿Qué está pasando? ¿Por qué no podemos conectar? ¿Nos hemos vuelto demasiado exigentes? ¿Demasiado específicos en la búsqueda de ese amor
perfecto
? En cuanto descubrimos un defecto en nuestro amante, lo abandonamos, alentados por amigos que nos repiten «seguro que puedes encontrar a alguien mejor». No es que yo proponga volver a los tiempos en los que los hombres salían a trabajar y las mujeres se quedaban encerradas en la cocina, pero por lo menos, en esos tiempos, todos conocíamos las reglas del juego. Ahora hay una terrible confusión que mantiene a muchos en la más triste soltería.

Después de mucho pensar y analizar esta situación, he descubierto que la culpa de todo esto la tiene la comida rápida. Sí, señores, así como lo oyen: la comida rápida tiene la culpa de que estemos solteros. Permítanme que lo explique.

En Nueva York, en el año 1905 la gente se casaba sin problemas. Los abuelos de mi amiga Fran se conocieron un martes, ella cocinó para él el miércoles, y se casaron el jueves. Cada vez que el abuelo hablaba de su corto noviazgo, explicaba: «Ella era judía, trabajadora, y sabía cocinar». Eso era todo lo que él buscaba en una mujer.

Estoy segura de que el hecho de que ella fuera judía y trabajadora era importante, pero el hecho de que supiera cocinar fue fundamental. ¿Por qué? Pues porque el abuelo sabía que lo que ella cocinara es lo que él iba a comer el resto de sus días. En 1905 no había ni McDonald's, ni Wendy's, ni Hunan Palace.

Hoy en día nadie necesita ir al mercado para comprar el pollo, desplumarlo y poner leña en el fogón. En nuestros tiempos nadie necesita cocinar, todos podemos comprar comida rápida, vivir independientemente, y darnos el lujo de elegir quisquillosamente con quién nos vamos a casar. Sin embargo, los abuelos de Fran, unidos por la necesidad, estuvieron juntos hasta la muerte.

Pero hay otro problema: supongamos que encuentras al hombre perfecto y te casas con él. ¿Cómo haces que esa relación dure? La vida conyugal es difícil para los hombres, pero para las mujeres es un infierno. La mujer tiene que trabajar, ocuparse de los niños, de la casa, y además debe mantenerse delgada, joven y bella. Una mujer de hoy debe ser una profesional de éxito, un ama de casa ejemplar, una madre abnegada y una modelo de pasarela. Eso son cuatro trabajos a tiempo completo. ¡Ah! Y que no se te olvide tomar una clase de yoga al día, para tratar de aliviar el estrés de esta esquizofrénica rutina. Estoy harta de ver mujeres por la calle cargando un bebé en una mano y una BlackBerry en la otra; todavía no he conocido un hombre que asuma todas las responsabilidades que las mujeres afrontan a diario.

Tras la liberación femenina nuestros deberes aumentaron, pero los de los hombres disminuyeron, y nos han lavado el cerebro para que pensemos que tenemos que hacer más y más: gana más dinero, educa a tus hijos para que vayan a Harvard, decora tu casa como una profesional, cocina como un chef, y aprende a caminar con tacones de quince centímetros, porque ninguna mujer moderna puede permitirse el lujo de ir en chanclas por su casa. Lo peor es que somos tan tontas que corremos enloquecidas de un trabajo a otro, jactándonos de nuestra insostenible rutina, como esclavos que presumen de sus cadenas: «¡Las mías pesan más que las tuyas!», nos decimos, convencidas de que cualquier mujer que no esté estresada hasta la muerte no está trabajando lo suficiente.

¿Qué les estaba contando cuando me fui por la tangente?

Ah, sí, que yo iba en el metro, que vi a una parejita enamorada, y que me preguntaba cuándo me tocaría a mí.

Esa mañana del «pero qué coño» transcurrió lenta como un caracol, hasta que al mediodía me llamó la Madame.

—¿Todo bien para esta noche? —preguntó.

—¿Qué? ¿Ese tipo no lo ha cancelado?

—Te dije que eran cinco noches seguidas —contestó.

—Pero es que no entiendo lo que él quiere. Se apretuja en el sofá, entre un cojín y yo, pero si accidentalmente lo toco, le entra un ataque de pánico, como si yo tuviera una enfermedad contagiosa.

—¿Quieres que lo llame para cancelarlo? —preguntó con impaciencia.

—No, lo que quiero es entenderlo.

—No trates de entenderlo. Créeme, no servirá de nada.

Pero antes de que le pudiera explicar que yo era una pensadora compulsiva y que necesitaba entender las cosas para satisfacer mi mente hiperactiva, ella cambió de tema.

—¿Quieres venir de compras el miércoles, después del trabajo?

—¡Claro! —exclamé. A lo mejor podía convencerla de que contestara mis preguntas en persona. Decidimos encontrarnos en unos grandes almacenes de la elegante Quinta Avenida, colgamos, y yo volví a mi trabajo.

Esa noche me duché y luego Alberto me llevó a casa de Simon, donde Romina me esperaba con una sorpresa.

—Mañana no voy a estar, así que Simon me ha pedido que te diera las llaves para que puedas entrar.

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