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Authors: Alberto Ferreras

Tags: #Romántico

B de Bella (24 page)

—¿Quieres que hablemos de algo? —pregunté.

—¿De qué?

—De cualquier cosa: arte, política, el clima… Eso sí, te advierto que cuando empiezo a hablar a veces no puedo parar.

Él volvió a reírse y, por primera vez, me miró a los ojos.

—Me arriesgaré. ¿De qué quieres hablar?

—Es tu dinero, así que tú eliges el tema —contesté.

—Pues de dinero es de lo que menos me gustaría hablar.

Yo lo miré sorprendida.

—No irás a decirme que tienes problemas de dinero… —dije, abriendo los brazos como si presentara su lujoso apartamento en un anuncio de televisión.

—Mucho dinero trae muchos problemas —contestó.

—Jodido si lo tienes, y jodido si no lo tienes —dije.

—Así es la vida.

—Mi abuela siempre decía: «De esta vida nadie sale vivo».

Él se rio con mi refrán.

—¿Quieres hacer una
visualización
? —pregunté.

—¿Una qué?

—Es una técnica de relajación que aprendí… —Me detuve antes de explicarle que era para adelgazar, porque la verdad es que no venía al caso—: A mí me ayuda a dormir. ¿Quieres probarla?

Simon dijo que sí, y yo inmediatamente adopté el tono
chamánico
de mi profesor de meditación.

—Cierra los ojos y piensa en una hermosa playa…

—No me gusta ir a la playa —dijo.

—¿Por qué?

—Tengo mis razones —contestó secamente, y por el tono de su voz me di cuenta de que no tenía ninguna intención de compartirlas.

—Vale, entonces vamos a pensar en una montaña, pero que sea una montaña junto al mar, si no te importa. Es que a mí me gusta mucho ir a la playa.

Se rio una vez más, y eso me encantó.

—¿Has estado alguna vez en Big Sur, California?

—Muchas veces —contestó.

—¿Conoces el Castillo Hearst?

—Trabajé en los archivos del Castillo Hearst dos años. Vivía al pie de la montaña.

Yo me quedé con la boca abierta como una tonta.

—¿Trabajabas para el castillo? ¿Y alguna vez te dejaron nadar en la piscina de Neptuno? —pregunté tratando de controlar la emoción.

—Dos veces.

Aquí tengo que hacer un pequeño paréntesis: yo sé que las coincidencias a veces no son más que eso, puras coincidencias. Pero el hecho de que este tipo hubiera vivido durante dos años en mi lugar favorito del planeta era demasiada casualidad.

Pero volvamos al sofá: yo no quería ponerme a hablar sobre el castillo, porque entonces ni él ni yo dormiríamos esa noche —y, después de todo, mi trabajo era conseguir que él se durmiese—, de modo que, mordiéndome el labio, decidí continuar con la visualización.

—Es un día precioso: el sol brilla en el cielo, y estamos en el patio del castillo.

—¿Junto a la piscina?

—No, detrás. Vamos a entrar por la cocina. Cruzamos la cocina… y llegamos a una de las escaleras de caracol. Vamos a subir por esa escalera hasta el segundo piso… A la derecha tenemos la habitación de Marion Davies… pero vamos a girar a la izquierda para entrar en la habitación que conecta su cuarto con el del señor Hearst. ¿Sabes de qué habitación estoy hablando?

Él asintió con los ojos cerrados.

—Vale, ahora nos vamos a detener en medio de esa sala, y vamos a caminar hasta la ventana… la abrimos… y vamos a subir los escalones que están frente a ella para salir a la terraza…

—¿Estás segura de que hay escalones en esa ventana? —preguntó.

—Créeme: hay escalones frente a esa ventana. Ahora vamos a subir esos escalones… uno… dos… tres… estamos en la terraza. Siente la brisa. Respira el aire del mar. Ahora nos vamos a sentar al borde de la terraza. Abajo está el patio, y si miras a la derecha puedes ver la piscina de Neptuno. Ahora vamos a mirar al horizonte. El mar es azul claro y se vuelve plateado en la distancia. Las gaviotas vuelan sobre nosotros, y no tenemos ningún miedo, ninguna preocupación. El pasado ya pasó, y el futuro no existe. Lo único que tenemos es el presente, y ahora, en este preciso instante, somos totalmente felices. Somos felices, y todo lo que tenemos es el presente.

Era la primera vez que guiaba una visualización para otra persona, y debí de hacerlo bastante bien, porque cuando me di la vuelta vi que él dormía como una marmota.

Pero ahora viene la mejor parte: en cuanto Simon se durmió, pude mirarlo sin que se diera cuenta. Y eso fue exactamente lo que hice: lo miré y lo miré todo lo que quise, y finalmente comprendí que Simon me parecía atractivo. Muy atractivo.

Luego cogí mi libro y me puse a leer hasta que me quedé dormida sobre su hombro.

21

Mi madre es adicta al trabajo. No me da vergüenza decirlo, porque a ella no le da vergüenza serlo. Trabaja como una noble y orgullosa mula, y me ha criado para hacer lo mismo.

Cuando yo era una niña, mamá trabajaba a tiempo completo en el negocio de la familia, pero aun así se las arreglaba para asegurarse de que ni una partícula de polvo pudiera posarse en sus impecables muebles; mamá era capaz de atrapar un átomo de mugre en caída libre. En mi casa podíamos desayunar, comer y cenar en el suelo sin miedo a tragarnos un solo germen. Yo vi mi primera cucaracha a los diez años, en casa de mi amiga Victoria. Su madre, a diferencia de la mía, era una partera que escribía poesía feminista y que no tenía interés alguno en los quehaceres domésticos; pero jamás vi cucarachas en mi casa. Creo que nunca se molestaron en venir porque sabían lo que les esperaba.

Creo que la obsesión de mi madre por el trabajo es resultado de su experiencia de inmigrante. Como tantos otros, ella vino a Estados Unidos dispuesta a trabajar duro, y quizá es por eso nunca ha sido capaz de parar, ni por Navidad, ni Año Nuevo, ni Reyes.

Mis hermanos y yo crecimos expuestos a una imagen bastante irreal de lo que debían ser unas Navidades en familia. Inspirados por nuestros programas favoritos de televisión, soñábamos con unas fiestas en las que la familia se reuniera en torno al piano para cantar villancicos entre abrazos y miradas enternecidas. En las familias de la televisión, los padres siempre sacaban tiempo para sentarse en la cama y tener conmovedoras charlas con sus hijos. Estas conversaciones terminaban con frases como «… y no importa lo que pase, quiero que sepas que siempre estaré orgulloso de ti».

Qué bonito, ¿verdad?

Pero nada de esto ocurría en mi casa.

En mi casa la Nochebuena era una jornada más de trabajo en la que mi madre se pasaba el día cocinando y la noche limpiando. Mamá entraba y salía de la cocina cargada de platos, y mi padre le gritaba: «¿Cuándo coño te vas a sentar a comer?», pero descansar y disfrutar la comida no formaba parte de los planes navideños de mamá.

Cada vez que trataba de ayudarla, me mandaba de vuelta a la mesa porque a ella no le apetecía compartir la carga: prefería llevar su cruz sin ayuda de nadie. Cuando finalmente se sentaba —si llegaba a sentarse—, lo hacía durante cinco minutos y solo para contarnos lo cansada que estaba. Dicho esto, se levantaba una vez más para empezar a recoger la mesa. Teníamos un lava-vajillas automático, pero ella insistía en fregarlo todo a mano. Cuanto mayor fuera el sacrificio, más feliz se sentía.

Muchas veces tratamos de sabotear su rutina navideña: hubo un año en el que todos exigimos comer pizza recalentada, otro año le dijimos que si no se sentaba a la mesa, todos nos iríamos de casa. Pero el trabajo era para mi madre como una botella de whisky para un alcohólico, y nosotros no teníamos ningún derecho de arrancársela de las manos. Quizá tiene miedo a la intimidad, y usa el trabajo como excusa para distanciarse de nosotros, pero ¿cómo puedes quejarte de una madre que no hace otra cosa que trabajar por ti?

Dejando las críticas a un lado, reconozco que he aprendido a querer a mi madre tal y como es porque, si de algo estoy segura, es de que me quiere de verdad. El problema es que tiene una manera muy particular de mostrar ese cariño, y en vista de que no hay ninguna posibilidad de que un día se siente en mi cama para decirme eso de «… y no importa lo que pase, quiero que sepas que siempre estaré orgullosa de ti…», solo me queda jugar su juego, y tratar de robarle algún momento emotivo mientras está ocupada trabajando. Mamá solo se permite las flaquezas sentimentales mientras limpia o cocina. Sus consejos y su intuición se afinan al máximo cuando está en plena labor; el truco es seguirla por toda la casa mientras vacía los armarios o poda los árboles del jardín. No tiene sentido tratar de arrinconarla, ni pedirle que deje lo que está haciendo: ella solo es capaz de compartir su sabiduría milenaria mientras frota las baldosas del baño. Lo importante es entender que no es nada personal: no es algo que te hace a
ti
, es algo que le hace al mundo entero.

Les cuento todo esto porque, precisamente, esa es una de las cosas que mi madre y la Madame tienen en común: la obsesión por el trabajo. Ya ni me acuerdo de cuántas veces escuché a la Madame decirme que era una mujer muy ocupada, que tenía un negocio que atender y que no podía malgastar el tiempo; ahora entiendo que tanto ella como mi madre son de la misma generación de inmigrantes, la única diferencia es que una era rusa y la otra cubana.

Ese miércoles, la Madame y yo nos encontramos para ir juntas de compras, pero yo sospechaba que todo era una excusa que ella se había inventado para que le contara mis recientes aventuras.

—¡Hola,
querrida
! —dijo, dándome un beso en cada mejilla—. ¿Todo bien?

—Sí.

—Fantástico. Entonces vamos a buscar un par de blusas para el verano —propuso.

Ir de compras con la Madame fue como asistir a un curso de
comprología
. Era la compradora más quisquillosa que he conocido jamás. Esta mujer, básicamente, puso la tienda patas arriba. No hubo falda, vestido o camisa que no examinara hasta el cansancio. Las marcas famosas y los diseñadores más populares no la impresionaban en absoluto; ella sostenía cada prenda en sus manos, evaluaba la tela, el corte, la costura e, inmediatamente, la descartaba diciendo: «Basura».

Yo me moría de la vergüenza porque, cada vez que me quedaba admirando algo vistoso o llamativo, ella batía la mano bajo la nariz como si la prenda apestara: «Nunca sigas la moda; que la moda te siga a ti», decía.

—La ropa debe ser una inversión inteligente —prosiguió mientras examinaba el vuelo de una falda, sin siquiera molestarse en mirar la etiqueta—. ¿Ves? Esto es decente —dijo mostrándome las costuras hechas a mano de la falda en cuestión—. A mí me interesan los diseñadores que invierten en su ropa, no los que invierten en publicidad. La publicidad solo convence a los idiotas. Solo un idiota puede creerse lo que un vendedor dice acerca de lo que te quiere vender. —Y con esta frasecita, desbarató completamente la razón de ser de mi industria.

—Oye, ¿y cómo van las cosas por la oficina? —preguntó cambiando de tema.

Yo tomé aire y me lancé a contarle la complicada red de intriga que había creado Bonnie.

—Pues resulta que he descubierto que mi jefa, que es una mujer horrible, está tratando de sabotear mi carrera… —Y fui contándole todos los innecesarios detalles de mi telenovela personal—. Y entonces en el baño la oí decir que estaba planeando deshacerse del Gran Jefe, que es un encanto de hombre y no se lo merece para nada, pero como yo llevaba una grabadora…

La Madame, visiblemente aburrida con mi historia, trasladó su atención a una bufanda de seda cruda, mientras me interrumpía para darme uno de sus sólidos consejos.

—Elige a tu jefe.

—¿Qué? —No entendí qué quería decirme.

—Tú eres buena en lo que haces, ¿no?

—Pues… creo que sí.

—Entonces cualquiera te contrataría. Tú no vas a cambiar a esa mujer, así que deja de malgastar tu tiempo en ella. Busca a alguien con quien te gustaría trabajar: alguien con integridad que no se sienta intimidado por tu talento.

Nunca se me había pasado por la cabeza que yo tuviera el poder de elegir a mi jefe. Igual que en el amor, no me atrevía a elegir: siempre esperaba a que me eligieran.

—Sé que usted tiene razón, pero antes de irme de ahí tengo que resolver un asunto que tengo pendiente con ella —dije.

—Está bien, pero no te hagas daño tratando de hacer daño a otro —sentenció.

Su consejo me dejó muda. En esa corta frase describía mi relación con la venganza. Ella notó mi reacción, pero se sumergió en un perchero de blusas de lino.

—Cuéntame algo divertido. Háblame de tus clientes —dijo.

Yo le conté todo lo que me había pasado: desde lord Arnfield con sus calcetines hasta Richard Weber con su chocolate. Ella se rio con mis aventuras, mientras fingía estar interesada en la cuenta de hilos de unas sábanas de algodón egipcio.

—¿Usted sabe interpretar sueños? —pregunté.

—Puedo intentarlo.

—Pues es que soñé que estaba acostada con un hombre y una mujer, y que la cama estaba en la cima de una alta torre de colchones que flotaba sobre el mar.

La Madame me miró durante un minuto como si estuviera estudiando mis facciones, y finalmente declaró:

—En los sueños yo siempre interpreto el mar como el amor. Esa alta torre de colchones que separa tu cama del mar es la distancia que pones entre el sexo y el amor.

Inmediatamente comencé a hacer asociaciones, que empezaron en segundo grado con Monique y continuaron hasta Guido aplastado en su cama por tres gorditas. Yo había crecido pensando que el sexo era una actividad despreciable, por tanto era lógico que solo pudiera practicarlo con gente despreciable (como el imbécil de Dan Callahan). Si la Madame estaba en lo cierto, ella podría haberme ahorrado miles de dólares en psicoterapia.

Pero antes de continuar con su interpretación, ella encontró algo de oferta en la sección de cosméticos y me abandonó en el pasillo, mientras yo trataba de procesar mis recuerdos reprimidos.

—Huele esto —ordenó, acercándome la botella de uno de esos nuevos perfumes con nombres de famosos.

—Hmmm… Me huele a… ¿a chicle bomba? —sugerí.

—Exactamente. ¿Me puedes explicar qué mujer con dos dedos de frente quiere salir a la calle oliendo a chicle? —dijo la Madame, asqueada.

A mí no me olía tan mal, pero es porque me gusta mucho el chicle.

—Las mujeres somos profundas, misteriosas, traemos vidas al mundo. Una mujer que se precie no sale a la calle oliendo a caramelos.

—¿Qué perfume usa usted? —pregunté, intrigada.

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