El teniente Dunbar, héroe de la Guerra de Secesión norteamericana, se ve obligado por las circunstancias a permanecer solo en un fuerte fronterizo. Un contacto fortuito con un grupo de comanches, que ha instalado en las inmediaciones su campamento de verano, le permitirá conocer el modo de vida de los indios, en el que acabará integrándose convertido en el guerrero Bailnado con Lobos…
Michael Blake
Bailando con lobos
ePUB v1.0
Perseo01.01.12
Título original:
Dances with Wolves
Michael Blake, 1988
Traducción: José Manuel Pomares
Diseño/retoque portada: Perseo, basada en la orignal
Editor original: Perseo (v1.0)
ePub base v2.0
Al final, la inspiración lo es todo.
Esto es para Exene Cervenka.
El teniente Dunbar no se sentía realmente ahogado, pero ésa fue la primera palabra que acudió a su mente.
Allí, todo era inmenso.
El enorme cielo sin nubes. El océano de hierba ondulante. Mirara a donde mirase, no había nada más. Ningún camino. Ningún rastro de rodadas que pudiera seguir el gran carromato. Sólo espacio puro y vacío.
Se hallaba abandonado a su suerte. Eso hacía que el corazón le latiera con fuerza, de un modo extraño y profundo.
Mientras permanecía sentado en el pescante plano, dejando que su cuerpo se bamboleara al compás de la pradera, los pensamientos del teniente Dunbar se centraron en los latidos de su corazón. Se sentía estremecido y, sin embargo, la sangre no le corría desbocada en las venas, sino que fluía serenamente. La confusión que eso le producía mantenía su mente ocupada de una forma encantadora. Las palabras giraban constantemente en su cabeza, al tiempo que intentaba conjurar palabras o frases capaces de describir lo que sentía. Y era difícil acertar.
Al tercer día, la voz que resonaba en su cabeza pronunció las palabras: «Esto es religioso», y ese concepto pareció el más correcto. Pero el teniente Dunbar nunca había sido un hombre religioso, de modo que, aun cuando la frase le pareció correcta, no supo muy bien qué hacer con ella.
Si no se hubiera sentido tan excitado, probablemente habría encontrado una explicación, pero en la ensoñación en que se encontraba, se lanzó sobre la frase.
El teniente Dunbar se había enamorado. Se había enamorado de este país salvaje y hermoso y de todo lo que contenía. Se trataba de la clase de amor que las personas sueñan con sentir por otras: desinteresado y libre de toda duda, reverente y eterno. Su espíritu acababa de elevarse y el corazón le saltaba en el pecho. Quizá fuera ésa la razón por la que el anguloso y elegante teniente de caballería había pensado en la religión.
Por el rabillo del ojo, vio a Timmons echar la cabeza a un lado y escupir por enésima vez hacia la hierba, que alcanzaba la altura de la cintura de un hombre. El escupitajo surgió en forma de una corriente desigual, como sucedía con tanta frecuencia, que luego obligaba al conductor de la carreta a limpiarse la boca. Dunbar no decía nada, pero los incesantes escupitajos de Timmons le hacían encogerse interiormente.
Se trataba de un acto inofensivo, pero de todos modos le irritaba, como si tuviera que ver a alguien meterse el dedo en la nariz.
Habían estado sentados el uno junto al otro durante toda la mañana. Pero sólo porque el viento soplaba en la dirección correcta. Aunque sólo le separaban un par de pasos, la brisa soplaba hacia donde debía, y el teniente Dunbar no podía oler a Timmons. En sus poco menos de treinta años había olido mucho a la muerte, y no había nada peor que eso. Pero la muerte siempre era alejada, o enterrada, o soslayada, mientras que con Timmons no podía hacer ninguna de esas cosas. Cuando la corriente de aire cambiaba de dirección, el olor hediondo de Timmons envolvía al teniente Dunbar como una nube apestosa e invisible.
Así que cuando la brisa no soplaba correctamente, el teniente se levantaba del asiento y prefería subirse a la montaña de provisiones apiladas en el piso del carro. A veces, permanecía allí durante horas. Otras veces, saltaba sobre la alta hierba, desataba a «Cisco» y exploraba el terreno, adelantándose uno o dos kilómetros. Ahora, se volvió a mirar a «Cisco», que avanzaba con lentitud tras el carro, con el hocico enterrado en el saco de forraje y la piel brillándole bajo el sol. Dunbar sonrió mientras contemplaba a su caballo y, por un momento, deseó que los caballos pudieran vivir tanto tiempo como los hombres. Con un poco de suerte, «Cisco» estaría con él durante diez o doce años más. Luego le seguirían otros caballos, pero este animal era de los que sólo se presentan una vez en la vida. Una vez que hubiera desaparecido, no habría forma de sustituirlo.
Mientras el teniente Dunbar lo observaba, el animal levantó los ojos de color ámbar sobre el borde del saco de forraje, como si quisiera comprobar dónde estaba el teniente. Luego, satisfecho con lo que había visto, continuó mordisqueando su grano.
Dunbar se acomodó en el asiento y deslizó una mano en el interior de la guerrera, sacando un papel doblado. Se sentía preocupado por esta hoja de papel del ejército, porque en ella estaban escritas sus órdenes. Sus ojos oscuros y sin pupilas habían recorrido el contenido del documento en media docena de ocasiones desde que abandonara Fort Hays, pero eso no había logrado que se sintiera mejor.
Su nombre estaba escrito de forma equivocada en dos ocasiones. El mayor de aliento alcohólico que lo había firmado había pasado descuidadamente una manga sobre la tinta, antes de que ésta se secara, y la firma oficial aparecía emborronada. La orden no tenía fecha, de modo que el teniente Dunbar la escribió una vez que emprendieron el camino. Pero lo hizo con un lápiz, que contrastaba con los garabatos de la pluma del mayor y con las letras de imprenta del formulario.
El teniente Dunbar suspiró ahora, a la vista del documento oficial. Aquello no parecía ninguna orden del ejército. Más bien parecía basura.
Ahora, mientras la miraba, pensó en cómo se había producido, y eso aún le hizo sentirse más preocupado. Todo había ocurrido durante aquella extraña entrevista con el mayor de aliento alcohólico.
En su avidez para que se le asignara una misión, en cuanto descendió del tren, en el apeadero, se dirigió directamente al cuartel general. El mayor fue la primera y única persona con la que habló entre el momento de su llegada y el de su partida, aquella misma tarde, cuando subió al pescante del carro para sentarse junto al maloliente Timmons.
Los ojos inyectados en sangre del mayor le habían sostenido la mirada durante largo rato. Cuando finalmente habló, su voz sonó francamente sarcástica.
—Conque un luchador contra los indios, ¿eh?
El teniente Dunbar nunca había visto a un indio, y mucho menos había luchado con ninguno.
—Bueno, no en este momento, señor. Pero supongo que podría suceder y en ese caso puedo luchar.
—Conque un luchador, ¿eh?
El teniente Dunbar prefirió no decir nada. Se quedaron mirando en silencio durante lo que pareció un largo rato antes de que el mayor se pusiera a escribir. Lo hizo furiosamente, ignorando el sudor que le resbalaba por las sienes. Dunbar observó otras gotas aceitosas que empezaban a formarse en la parte superior de su cabeza casi calva. Los jirones grasientos del escaso cabello que le quedaba al mayor aparecían pegados sobre la calva. Era un estilo que al teniente Dunbar le hizo pensar en algo insalubre.
El mayor sólo interrumpió una vez su escritura. Tosió, arrancó una flema y escupió hacia la escupidera de feo aspecto situada en el suelo, junto a un costado de la mesa. En ese momento, el teniente Dunbar deseó que la entrevista ya hubiera terminado. Todo lo que rodeaba a este hombre le producía una sensación de náusea.
El teniente Dunbar se habría preocupado aún más de haber sabido que, durante algún tiempo, la cordura de este mayor había estado pendiente de un delgado hilo, y que ese hilo había terminado por romperse apenas diez minutos antes de que el teniente Dunbar entrara en el despacho. El mayor había permanecido tranquilamente sentado ante su mesa, con las manos entrelazadas delante de él, y en esos breves instantes se había olvidado de toda su vida. Había sido una vida impotente, alimentada por las miserables limosnas que reciben aquellos que sirven obedientemente, pero que no dejan huella. Pero de pronto, como por arte de magia, se desvanecieron todos los años de indiferencia, de soledad, de lucha con la botella. La amarga rutina de la existencia del mayor Fambrough había sido sustituida por un acontecimiento inminente y maravilloso. Sería coronado rey de Fort Hays en algún momento antes de la cena.
El mayor terminó de escribir y le tendió la hoja de papel.
—Le destino a Fort Sedgewick; se presentará directamente al capitán Cargill.
El teniente Dunbar miró el documento garabateado.
—Sí, señor. ¿Cómo llegaré allí, señor?
—¿Acaso cree usted que no lo sé? —replicó el mayor mirándolo con intensidad.
—No, señor, en modo alguno. Lo que sucede es que soy yo el que no lo sabe.
El mayor se reclinó en el asiento, descendió las dos manos sobre las perneras del pantalón y sonrió con presunción.
—Me siento generoso y le voy a hacer un favor. Dentro de poco saldrá un carro lleno de vituallas. Encuentre a un campesino que se hace llamar Timmons y vaya con él. —Se detuvo y señaló la hoja de papel que el teniente Dunbar sostenía en la mano—. Mi sello le garantiza un salvoconducto para atravesar doscientos kilómetros de territorio pagano.
Desde el principio de su carrera, el teniente Dunbar había aprendido a no cuestionar las excentricidades de sus oficiales superiores. Así que saludó con viveza y dijo:
—Sí, señor.
Luego, giró sobre sus talones. Localizó a Timmons y después regresó apresuradamente al tren para recoger a «Cisco». Media hora más tarde salía de Fort Hays.
Ahora, mientras contemplaba las órdenes, después de haber recorrido ciento cincuenta kilómetros, se dijo que todo terminaría por salir bien.
Notó que el carro ralentizaba su marcha. Timmons estaba observando algo que fue apareciendo entre la hierba a medida que se acercaban, hasta que se detuvieron.
—Mire ahí.
A menos de veinte pasos de distancia del carro había una mancha de blanco tendida sobre la hierba. Los dos hombres saltaron al suelo para investigar.
Era un esqueleto humano, con los huesos totalmente blancos y la calavera mirando al cielo.
El teniente Dunbar se arrodilló junto a los huesos. La hierba crecía a través del costillar. Y un montón de flechas surgía como si estuvieran clavadas en un cojín. Dunbar extrajo una de la tierra y la hizo girar entre sus manos. Mientras pasaba uno de los dedos por la flecha, Timmons dijo por encima de su hombro:
—Allá en el este habrá alguien preguntándose por qué no escribe.
Aquella noche llovió a cántaros. Pero lo hizo por oleadas, como suele suceder con las tormentas de verano, que de algún modo no parecen tan húmedas como en otras épocas del año, y los dos viajeros durmieron acurrucados bajo el carro cubierto por la lona.
El cuarto día transcurrió de una forma muy parecida a todos los anteriores, sin que sucediera nada. Y el quinto y el sexto. El teniente Dunbar se sintió desilusionado ante la ausencia de búfalos. No había visto un solo animal. Timmons dijo que, a veces, las grandes manadas desaparecían de pronto. También le dijo que no se preocupara por ello porque, cuando aparecieran, lo harían en tal número que tendría la impresión de estar viendo una nube de langostas.