A pesar de lo mucho que le disgustaban los indios, en realidad, Timmons no sabía nada sobre sus costumbres. El territorio había sido relativamente seguro durante largo tiempo. Pero él era un hombre solo, sin una buena forma de defenderse, y debería haber sido lo bastante sensato como para encender un fuego sin hacer humo.
Pero aquella mañana, en cuanto apartó de sí las malolientes mantas, tuvo una fuerte sensación de hambre. La idea del tocino y el café fue la única que surgió en su mente, y se apresuró a encender un cálido y pequeño fuego con madera verde. Fue el humo de la hoguera de Timmons lo que atrajo al pequeño grupo de indios pawnee.
Estaba acurrucado ante el fuego, rodeando con los dedos el mango de la sartén, absorbiendo el humo del tocino, cuando una flecha le alcanzó. Se le introdujo profundamente en la nalga derecha y su fuerza le hizo caer al otro lado del fuego. Escuchó los alaridos antes de que pudiera ver a nadie, y eso le hizo sentir verdadero pánico. Echó a correr por la barranca y, sin perder impulso, subió por la pendiente, con una flecha pawnee de brillantes plumas sobresaliéndole del trasero.
Al ver que sólo se trataba de un hombre, los pawnee se tomaron su tiempo. Mientras los demás se dedicaban a saquear el carro, el feroz guerrero que los había avergonzado hasta inducirles a entrar en acción, galopó sin prisas detrás de Timmons.
Alcanzó al conductor de carretas en el momento en que estaba a punto de llegar a lo alto de la pendiente que salía de la barranca. Allí, Timmons tropezó de pronto y cayó de rodillas. Al levantarse, volvió la cabeza al escuchar el sonido de los cascos.
Pero no llegó a ver ni al caballo ni a su jinete. Lo que sí vio, durante una fracción de segundo, fue el hacha de guerra, que le golpeó en seguida en un costado del cráneo con tal fuerza que la cabeza de Timmons se abrió literalmente con un estallido.
Los pawnee saquearon los suministros, llevándose todo lo que pudieron. Desataron el bonito tiro de caballos del ejército, incendiaron la carreta y se alejaron, pasando junto al cadáver mutilado de Timmons sin dignarse dirigirle siquiera una mirada. Le habían quitado todo lo que deseaban. La cabellera del conductor de carretas se balanceaba ahora cerca de la punta de la lanza de quien lo había matado.
El cuerpo permaneció durante todo el día entre la alta hierba, a la espera de que lo descubrieran los lobos, a la caída de la noche. Pero la muerte de Timmons tuvo mayor importancia que la extinción de una vida, ya que con ella se cerraba un insólito círculo de circunstancias.
El círculo se había cerrado alrededor del teniente Dunbar.
Ningún hombre podría haberse encontrado más solo.
Él también encendió un fuego aquella mañana, pero lo hizo bastante más temprano que el de Timmons. En realidad, el teniente ya casi se había tomado su primera taza de café una hora antes de que muriera el conductor de carretas.
Entre los suministros se habían incluido dos sillas de campamento. Extendió una de ellas delante del barracón de Cargill y se quedó sentado allí durante largo rato, con una manta del ejército envolviéndole los hombros y una taza entre las manos, contemplando cómo se desplegaba ante sus ojos el primer día completo que pasaba en Fort Sedgewick. Sus pensamientos se pusieron rápidamente en marcha, y en cuanto lo hicieron volvieron a aparecer las dudas.
Luego, de una forma asombrosamente repentina, el teniente se sintió abrumado. Se dio cuenta de que no tenía la menor idea de por dónde debía empezar, cuál debía ser su función allí o cómo debía considerarse a sí mismo. No tenía ninguna obligación, ningún programa que seguir, ningún estatus.
Mientras el sol se elevaba continuamente a su espalda, Dunbar se encontró metido en la fría sombra de la cabaña, así que volvió a llenarse la taza y trasladó la silla de campamento al patio, bajo la luz directa del sol.
Estaba sentándose cuando vio al lobo. Estaba sobre el escarpado situado frente al fuerte, al otro lado del río. El primer instinto del teniente consistió en ahuyentarlo con un par de disparos, pero cuanto más tiempo observaba a su visitante, tanto menos sentido parecía tener aquella idea. Incluso desde aquella distancia, sabía que el animal sólo sentía curiosidad. Y de alguna forma oculta que no acabó de aflorar a la superficie de sus pensamientos, se sintió contento por esta pequeña compañía.
«Cisco» relinchó en el corral y el teniente se puso inmediatamente alerta. Se había olvidado de su caballo. Al dirigirse hacia el barracón de avituallamiento miró por encima del hombro y vio que su temprano visitante había dado media vuelta y desaparecido por debajo del horizonte, más allá del risco.
Se le ocurrió en el corral, mientras vertía el grano de «Cisco» en una cazuela vacía. Era una solución sencilla, y bastó para ahuyentar las dudas una vez más.
Por el momento, él mismo se inventaría sus propias obligaciones.
Dunbar llevó a cabo una rápida inspección de la cabaña de Cargill, el barracón de avituallamiento, el corral y el río. Luego se puso a trabajar, empezando primero por las basuras que ensuciaban las orillas de la pequeña corriente.
Aunque no era delicado por naturaleza, el terreno donde habían arrojado las basuras le pareció una completa desgracia. Había botellas y desperdicios desperdigados por todas partes. Utensilios rotos, jirones de uniforme, pero lo peor de todo eran los cuerpos en diversos grados de descomposición que habían sido arrojados descuidadamente a lo largo del río. La mayoría de ellos correspondían a animales de caza menor, conejos y perdices. Había un antílope entero, y parte de otro.
Revisar toda aquella miseria le proporcionó a Dunbar la primera clave real sobre lo que podría haberle sucedido a Fort Sedgewick. Evidentemente, se había convertido en un lugar en el que ya nadie sentía orgullo. Y entonces, sin saberlo, se acercó bastante a la verdad.
Quizá fuera la comida, pensó. Quizá se hubieran estado muriendo de hambre. Trabajó sin parar hasta el mediodía, después de habérselo quitado todo, a excepción de los calzoncillos largos, el par de pantalones y unas botas viejas, dedicado a revisar metódicamente la basura que había esparcida alrededor del río. Había más cuerpos hundidos en la propia corriente, y el estómago se le retorció con arcadas al extraer los rezumantes cuerpos de animales del barro fétido formado en las aguas superficiales.
Lo amontonó todo sobre una lona extendida, y cuando tuvo bastante para formar una carga, ató los extremos de la lona como si fuera un saco. Luego, utilizando a «Cisco» para aportar la fuerza muscular, arrastraron aquel terrible cargamento hasta lo alto del risco.
A media tarde, la corriente había quedado limpia, y aunque no estaba seguro del todo, el teniente casi podría haber jurado que ahora se deslizaba con mayor rapidez. Se preparó un cigarrillo y descansó un rato mientras contemplaba el paso del agua. Libre de la carroña que lo había cubierto, volvía a tener aspecto de corriente, y el teniente experimentó una cierta sensación de orgullo por lo que había hecho.
Al incorporarse de nuevo, sintió dolorida toda la espalda. A pesar de que no estaba acostumbrado a aquella clase de trabajo, el dolor no le desagradó del todo. Significaba que había conseguido algo.
Después de limpiar las últimas huellas de basura, subió a lo alto del risco y se plantó delante del montón de restos, que casi le llegaban a la altura de los hombros. Vertió un bidón de fuel-oil sobre el montón y le prendió fuego.
Estuvo observando durante un rato la gran columna de humo grasiento y negro que se elevaba hacia el cielo vacío.
Pero entonces, el corazón se le encogió en el pecho al darse cuenta de lo que acababa de hacer. Jamás debería haber encendido aquel fuego. Una humareda de aquel tamaño era como encender un fanal en una noche sin luna, como lanzar una enorme flecha humeante e invitadora que señalara a Fort Sedgewick.
Alguien iba a verse atraído por la columna de humo y lo más probable era que ese alguien fuesen los indios.
El teniente Dunbar se sentó delante de la cabaña hasta el crepúsculo, oteando constantemente el horizonte, en todas direcciones.
No apareció nadie.
Se sintió aliviado. Pero mientras permaneció sentado durante toda la tarde, con un rifle Springfield y su gran revólver de la Marina al alcance, su sensación de aislamiento se hizo más intensa. Hubo un momento en que la palabra «abandonado», como en una isla desierta, apareció en su mente. Y eso le produjo un estremecimiento. Sabía que aquélla era la palabra adecuada. Y también sabía que probablemente tendría que permanecer solo durante algún tiempo. En realidad, deseaba estar a solas, aunque lo deseaba de una forma profunda y secreta. Sin embargo, aquello de sentirse abandonado no tenía nada que ver con la euforia que había sentido durante el viaje con Timmons.
Esto era algo más bien sobrio. No tenía nada que ver con la euforia.
Tomó una cena frugal y completó el informe de su primer día. El teniente Dunbar era un buen escritor, lo que le hada mostrarse menos reticente con el trabajo administrativo que la mayoría de los soldados. Y estaba ávido por llevar un registro escrupuloso de su estancia en Fort Sedgewick, sobre todo a la vista de aquellas extrañas circunstancias.
12 de abril de 1863
He encontrado Fort Sedgewick completamente desierto'. Parece que este lugar se ha estado pudriendo desde hace algún tiempo. Si poco antes de mi llegada hubo aquí un contingente de hombres, ellos también debieron de haber estado pudriéndose.
No sé qué hacer.
Fort Sedgewick es el puesto al que he sido destinado, pero no hay nadie a quien informar. La comunicación sólo puede producirse si me marcho, pero no quiero abandonar mi puesto.
Los suministros son abundantes.
Me he asignado a mí mismo la tarea de limpiar el lugar. Trataré de reforzar el barracón de avituallamiento, pero no sé si un solo hombre podrá hacer ese trabajo. Aquí, en la frontera, todo está tranquilo.
Tte. John J. Dunbar, EE.UU.
Aquella noche, cuando ya estaba a punto de quedarse dormido, se le ocurrió la idea del toldo. Un toldo para la cabaña. Un gran parasol extendiéndose a partir de la entrada. Un lugar donde pudiera sentarse a trabajar los días en que el calor en el interior del acuartelamiento fuera insoportable. Una adición al fuerte.
Y una ventana, hecha en la hierba seca. La existencia de una ventana marcaría una gran diferencia. Podía reducir el corral y utilizar los postes extra así obtenidos para hacer otra construcción. Después de todo, quizá pudiera hacer algo con el barracón de avituallamiento.
Dunbar se quedó dormido antes de poder catalogar todas las posibilidades con las que mantenerse ocupado. Fue un sueño profundo, y soñó vívidamente.
Estaba en un hospital de campaña, en Pennsylvania. Los médicos se habían reunido a los pies de su cama. Eran media docena, con batas largas y blancas, empapadas con la sangre de otros «casos».
Estaban discutiendo si debían cortarle el pie a la altura del tobillo o de la rodilla. El debate dio paso a una discusión, la discusión adquirió un cariz feo y, ante la mirada horrorizada del teniente, los médicos empezaron a luchar entre sí.
Se golpeaban los unos a los otros con las extremidades cortadas de amputaciones anteriores. Mientras giraban por todo el hospital, blandiendo sus grotescos palos, los pacientes que habían perdido aquellas extremidades saltaban a brincos o se arrastraban para buscar sus muletas, sorteando desesperadamente los restos de la lucha de los médicos, compuestos por sus propios brazos y piernas.
Él logró escapar en medio de la confusión, galopando como un loco a través de las puertas principales, con su pie medio volado.
Cojeó por un prado verde y resplandeciente cubierto con cadáveres de la Unión y la Confederación. Los cadáveres, como si fueran fichas de dominó moviéndose al revés, se fueron sentando a medida que él pasaba, apuntándole con pistolas. Encontrándose con un arma en la mano, el teniente Dunbar disparó contra cada uno de los cadáveres, antes de que ellos pudieran hacer lo mismo con él. Y cada cabeza estallaba ante el impacto de la bala. Parecían como una larga hilera de melones, cada uno de los cuales, al llegarle su turno, explotara en el lugar donde se encontraba, sobre los hombros de los hombres muertos.
El teniente Dunbar pudo verse a sí mismo a cierta distancia, como una figura salvaje cubierta por un ensangrentado camisón de hospital, tambaleándose por entre un montón de cadáveres, cuyas cabezas volaban por el aire a medida que él pasaba.
De pronto, ya no hubo ni más cadáveres ni más disparos.
Pero detrás de él había alguien llamándole con un tono de voz maravilloso.
—Cariño…, cariño.
Dunbar miró por encima del hombro.
Corriendo detrás de él llegaba una mujer elegante, de pómulos altos, espesa mata de cabello arenoso y unos ojos tan vivos por la pasión que él pudo sentir cómo su corazón latía con mayor fuerza. Ella sólo iba vestida con pantalones de hombre, y corría con un pie ensangrentado en la mano extendida, como si se lo ofreciera.
El teniente bajó la mirada hacia su propio pie herido y descubrió que éste había desaparecido. Ahora, corría sobre un muñón del que sobresalía el hueso blanco.
Se despertó de pronto, incorporándose, asustado, y extendió las manos hacia su pie, al extremo de la cama. Estaba allí.
Las mantas estaban húmedas por el sudor. Tanteó bajo la cama en busca de su equipo y lio apresuradamente un cigarrillo. Luego apartó las mantas de una patada, se medio incorporó sobre la almohada y se quedó allí, echando humo, a la espera de que amaneciera.
Sabía exactamente qué era lo que había inspirado aquel sueño. De hecho, los elementos básicos del mismo habían ocurrido en la realidad. Dunbar dejó que su mente repasara aquellos acontecimientos.
Había sido herido en el pie por la metralla. Había pasado un cierto tiempo en un hospital de campaña, se había hablado incluso de la necesidad de amputarle el pie y, al no poder soportar esa idea, el teniente Dunbar se había escapado. En medio de la noche, rodeado por los terribles gemidos de los hombres heridos que arrancaban ecos en la sala, se deslizó fuera de la cama y robó lo necesario para prepararse un vendaje. Vertió polvos antisépticos sobre el pie herido, se lo envolvió bien en gasas y, de algún modo, se las arregló para introducirlo en la bota.