Balas de plata (16 page)

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Authors: David Wellington

Tags: #Terror

Chey agarró una palanca que estaba al lado del volante —antes había visto que su padre la había movido— y tiró de ella hacia abajo con toda la fuerza que pudo. Los limpiaparabrisas empezaron a funcionar, pero el que estaba en el lado del conductor se encalló en el cristal roto y no logró soltarse. El otro se movía furioso de un lado para otro. Chey volvió a levantar la palanca.

El lobo se alzó sobre sus patas traseras y apoyó ambas zarpas en la ventana. Lamió la ventana más cercana a su rostro. «¡Dios mío!», pensó Chey. Estaba jugando con ella. Quería asustarla.

—¡Ya estoy asustada, hijo de puta! —le gritó. Luego agarró otra palanca y la empujó hacia abajo. El coche dio otra sacudida y empezó a moverse hacia atrás. ¡Mierda! Chey se volvió y vio el borde de la carretera, vio una zanja. Unas grandes letras MA habían aparecido en el salpicadero. Debían de significar «marcha atrás».

El lobo se alejó al trote. Debió de detenerse a unos cinco metros. Chey pisó el pedal del freno y el coche se detuvo. Todo el mundo se detuvo.

El lobo la miraba desde el borde de la carretera con mortífera curiosidad. Parecía que estuviera meditando su próximo movimiento. Chey estaba segura de que no tardaría en cansarse de juegos e iría a por ella en serio.

Examinó el salpicadero y la palanca, y entendió que tenía que moverla dos posiciones hasta que apareciese la A de arrancar. También había un 7 y un 2, pero Chey no tenía ni idea de lo que significaban.

Se puso de pie sobre el pedal del freno, ya que sus piernas no alcanzaban para pisarlo cómodamente, y empujó la palanca hasta la A El coche dio otra sacudida. Chey levantó los ojos y vio al lobo. Se había erguido sobre las patas traseras, listo para abalanzarse de nuevo sobre el coche, para sacarla a rastras, igual que había sacado a rastras a su padre.

En el momento en que el lobo se arrojaba sobre ella, Chey desplazó todo su peso del freno al acelerador. El coche arrancó violentamente y Chey hizo girar el volante para regresar a la carretera. El lobo dio un zarpazo en el costado del coche, y la niña oyó el impacto y el chirrido del metal. El parachoques trasero se desenganchó con gran estrépito y rebotó sobre el asfalto. Chey no se atrevió a soltar el acelerador. Lo pisó cada vez con más fuerza y el coche cobró velocidad bajo su cuerpo. La arrastró con tal fuerza que la niña tuvo que aferrarse al volante con toda la fuerza que tenía en los brazos. Miró

por el retrovisor y vio que el animal se quedaba atrás, bañado en la luz roja de los faros traseros. No volvió a verlo.

Excepto... en algunas noches en las que no podía dormir —que desde aquel día fueron casi todas—, algunas noches en las que se quedaba sentada sobre la cama, a oscuras, y recordaba la fuga. La repetía dentro de su cabeza. Repetía todo lo ocurrido, todos los detalles de lo que había sucedido. Sus manos buscaban involuntariamente la palanca de cambios. Sus pies oprimían las sábanas en busca de los pedales. Y recordaba haber mirado por el retrovisor una última vez, y...

... cada vez se juraba a sí misma que era un falso recuerdo, un complejo de culpa, su imaginación desbocada, pero...

... por un segundo, por una fracción de segundo, veía a su padre tumbado en la carretera, cubierto de sangre y vísceras, y antes de apartar la mirada, antes de que las lágrimas le impidieran ver nada, su padre se levantaba de medio cuerpo y le tendía la única mano que le quedaba. Le tendía la mano, le suplicaba que volviera y que se lo llevara.

Capítulo 23

Siguió avanzando con el coche hasta encontrar gente. Personas buenas, gentiles, que la acogieron y dejaron que contara su historia tan bien como pudo, y que trataron de comprender lo que le había ocurrido y de ayudarla lo mejor que supieron. Pero no eran las personas que ella había imaginado, las personas que lo arreglarían todo. Con el paso del tiempo llegó a entender que tales personas no existían, ni podían existir.

Cuando la policía hubo terminado con ella, le pasaron el teléfono para que hablase con su madre, que le dijo que no se preocupara. Que todo se arreglaría. Por teléfono, su madre parecía hallarse muy, muy lejos.

Chey voló de regreso en primera clase. Se pasó todo el viaje dormida, y las azafatas estaban avisadas para no despertarla hasta que fuese indispensable. Entonces alguien fue a buscarla y la acompañó por todo el control de seguridad hasta llegar a donde estaba su madre, que durante un buen rato se limitó a mirarla, a examinarla con los ojos. Tal vez le buscara marcas de heridas. Tal vez sólo miraba para ver si su marido salía también del avión, aunque todo el mundo sabía que no saldría. No pudieron enviarle ni siquiera un ataúd, porque no habían encontrado el cadáver. Finalmente, su madre la abrazó y le frotó la espalda, pero no dijo nada. Metió a Chey en el coche y regresaron a casa en un incomodísimo silencio.

Chey volvió a casa, pero su casa ya no estaba allí. No era la casa

que ella recordaba.

Salió en los periódicos durante algún tiempo, e incluso un par de veces en televisión. Pero como su madre no le permitió que diera entrevistas, el interés de los medios se agotó en seguida. Por otra parte, la policía no aceptaba un «no» por respuesta y, durante varias semanas, llamaban a la puerta de noche, después de que Chey terminara de cenar y llevara los platos a la cocina, y la hacían sentarse con un agente y responder a sus preguntas. A veces le llevaban imágenes, fotografías de diferentes tipos de lobos. Ninguno de ellos se parecía al que había atacado el coche, y Chey se preguntaba qué importancia habría tenido si se pareciera. ¿Acaso la policía quería someterla a una ronda de reconocimiento? ¿Tendría que distinguir al lobo entre los sospechosos habituales? En cierta ocasión, la policía le trajo fotografías de la escena del crimen, del trecho de carretera donde todo había ocurrido. Asintió con la cabeza y dijo que le parecía que era allí. En la foto no aparecían ni el coche ni el cadáver de su padre.

Su madre no soportaba el momento en el que Chey tenía que ver las fotos. Chey le decía que no pasaba nada, que no la molestaba, pero no era verdad. Lo decía para que su madre se sintiera bien. Después de ver las fotos, no lograba dormir. No podía dormir durante varios días.

Chey quiso hacer sus propias preguntas, pero los policías no querían responderle, aunque habrían podido. Le dijeron que su padre no había sufrido mucho, que se encontraba en estado de shock en el momento de morir y que, probablemente, ni siquiera se había enterado de lo que le ocurrió. También le confirmaron lo que había pensado ya: que el animal que les había atacado no era un lobo ordinario, sino un licántropo. Esa era la palabra que emplearon. Creían que el Asaltante había sido un Licántropo. Igual que el coche era un Vehículo de Último Modelo y su padre, la Víctima Mortal.

Los licántropos encajaban en un determinado perfil de Asaltante. Existían ciertos Protocolos para tratar con los Licántropos. Había estadísticas sobre Licántropos. No más de tres Ataques con Resultado de Muerte durante los últimos veinte años, una Población Global que, de acuerdo con las estimaciones, no debía de sobrepasar el millar de Individuos, la mayoría de los cuales se encontraban en Europa. Había archivadores de tres anillas repletos de información sobre lo que había que hacer cuando se investigaba un Avistamiento de Licántropos.

La policía llevó a cabo una Investigación Exhaustiva. Reunieron una Partida de Búsqueda y rastrearon el territorio que rodeaba el Área del Incidente. Se quedaron Sin Resultados. No encontraron al Licántropo.

La policía había hecho todo lo que había podido. Chey no les culpaba. ¿Para qué querían encontrar al lobo? ¿Quién podía querer encararse con una criatura como aquélla, si podía evitarlo? El detective que llevaba el caso fue lo bastante competente como para recomendar que Chey visitara a un psicoterapeuta, y, así, su madre la llevó a una pequeña consulta en el centro de la ciudad, con plantas en macetas polvorientas dispuestas a lo largo de una ventana donde las persianas siempre estaban echadas. El terapeuta era un hombre flaco, muy pálido, de cabello rubio, que le recomendó que lo visitara tres veces por semana, al menos hasta que se hubiera visto qué tratamiento necesitaba. Su madre asintió, sin más, y le extendió un cheque.

Hicieron un funeral por su padre. La Policía había encontrado finalmente su cuerpo, pero retuvieron sus restos mientras duró la investigación. La madre de Chey no había protestado. Esta compró un ataúd vacío para su esposo y organizó un funeral. Todos sus parientes acudieron y tocaron la madera del ataúd; hubo algunos que lloraron. Chey se quedó con su madre a la puerta de la capilla con un vestido negro de botones abrochados hasta la garganta. Tuvo que estrecharle la mano a todo el mundo y agradecerles su presencia.

A continuación dieron una recepción en su hogar, a la que asistieron las mismas personas del funeral, aunque ya no lloraban tanto. Hombres y mujeres con trajes y vestidos abarrotaron las pequeñas habitaciones y se apretujaron contra las paredes, sosteniendo con las manos platos de cartón llenos de comida y vasos de plástico llenos de refrescos. Hablaban en susurros, o por lo menos en voz baja, pero la suma de todos ellos fue suficiente para herirle los oídos a Chey. La niña habría querido correr a su habitación y meterse en la cama, pero no podía, porque ésta había quedado enterrada bajo los abrigos y los bolsos.

Todas sus tías y primos adultos tuvieron que hacerla pasar por el mismo ritual que, después de la primera vez, ya aburría. Le daban palmaditas en la sien o la abrazaban contra su cintura, y le decían lo valiente que era y que el dolor se marcharía con el paso del tiempo. Ella asentía con la cabeza, malhumorada, y hacía como si estuviera a punto de llorar; finalmente la dejaban en paz. Al cabo de un par de horas de esta guisa, ni siquiera les oía, pero daba igual. Sabía responderles sin prestar ningún tipo de atención. Entonces, oyó el timbre de la puerta y fue corriendo a abrir, porque así pudo escaparse de toda la gente entristecida que trataba de hablarle.

—Qué niña más buena —dijo alguien a su espalda—. En un momento como éste, y mirad qué buenas maneras. Yo, en su lugar, estaría histérica.

Chey abrió la puerta y miró a la luz del día. Se encontró con un hombre alto, vestido de militar, que sostenía con las manos una gorra de plato. Debía de rondar la cincuentena, y tenía el cabello gris, cortado muy ralo. Chey no había visto nunca a ningún hombre con el cabello tan corto. Se sobresaltó, pero se esforzó porque no se le viera en la cara.

—Cheyenne —le dijo, y se inclinó levemente para tenderle la mano—, dudo que me recuerdes, pero soy tu tío Bannerman. El hermano estadounidense de tu padre.

La niña asintió cortésmente y le estrechó la mano. El hombre le sonrió, con una sonrisa discreta, fría, que no ocultaba nada. Chey le invitó a entrar, y una vez estuvo dentro empezó la ronda de saludos. Un par de tías de Chey trataron de darle abrazos de oso, pero el militar se zafaba de ellas con un sencillo truco. Sostenía la gorra delante de su cuerpo. Para abrazarle, habrían tenido que aplastarle la gorra, y eso no quería hacerlo nadie. Chey estaba impresionada. Pensó que ojalá se le hubiera ocurrido ponerse un sombrero.

Entonces, le perdió el rastro al tío Bannerman, pero, al terminar la recepción, fue él quien la encontró a ella. La niña supuso que querría decirle cuánto lo lamentaba, y adoptó la postura correcta, con los ojos bajos. Pero el militar se agachó a su lado y no quiso apartar el rostro hasta que las miradas de ambos se hubieron encontrado.

—Hay algo que quiero decirte sólo a ti —le explicó. Como la niña no respondía nada, prosiguió—: Estoy muy impresionado por la manera como escapaste.

Chey bizqueó. Ninguno de los asistentes a la recepción le había hecho ningún comentario sobre eso. Se suponía que el homenajeado era su padre.

—Tenía que hacer algo, porque, si no, habría muerto —respondió la niña, en un intento por librarse de él.

—No todo el mundo habría tenido la presencia de ánimo necesaria para entender lo que había que hacer. Muy pocos habrían tenido la resolución necesaria para hacerlo.

Le sonrió y se levantó. Sólo había querido decirle eso.

En ese momento, a Chey le vino una pregunta a la mente, tan instantánea como un eructo. No pudo controlarla. Pugnó por reprimirla. Después de todo, aquel hombre era el hermano de su padre. Su dolor también era de verdad y no quería mostrarse insensible. Pero tenía que preguntárselo.

—¿Es así como se muere la gente? —le preguntó—. Desaparecen. Y luego, nada. No queda nada.

El militar le lanzó una mirada muy dura, como si no supiera muy bien lo que tenía que decirle.

—Sí, es exactamente así —le dijo.

—La persona desaparece. —Chey hablaba con voz cada vez más fuerte. Parecía que no pudiera controlarlo—. La persona está ahí, un día, y al día siguiente ya no existe. Aunque sea tu padre. Porque nadie está a salvo. Nunca.

Varias de las tías vestidas de negro se volvieron hacia ellos. Pero el tío Bannerman sostuvo la mirada de la niña. No dijo nada. La miró, sin más. Finalmente, se sacó un pañuelo de bolsillo, no un pañuelo de papel, sino un pañuelo de tela de verdad, y se lo dio. Sin ella misma darse cuenta, Chey se había puesto a llorar.

Capítulo 24

Durante un par de semanas, la madre de Chey anduvo por la casa como un espectro. Entraba en una habitación y miraba como si no la reconociera. No hablaba mucho, y cuando lo hacía, tan sólo decía que no le pasaba nada, que se encontraba bien, que simplemente estaba cansada. Se afanó en meter en cajas todas las cosas del padre de Chey. Las donó en su mayor parte a la iglesia local, aun cuando la familia Clark nunca había sido especialmente religiosa. Otras cosas fueron simplemente a la basura. Tuvieron que buscarle un destino a todas sus pertenencias. El coche que había sufrido el ataque del lobo aún estaba allí, en el oeste, en el aparcamiento de una comisaría de policía. La madre de Chey pidió que lo donasen para una buena causa, pero hubo problemas con el seguro, y así, durante una semana entera, tuvo que hacer llamadas a diario y enviar cartas y correos electrónicos hasta que, por fin, alguien accedió a hacerse cargo del vehículo. El testamento de su padre era muy sencillo: todo tenía que ir a manos de su madre. Pero resultó que incluso un testamento sumamente sencillo era muy difícil de ejecutar. Un abogado vino a la casa en un par de ocasiones. Le regaló a Chey una caja de chocolatinas, y ella lo encontró extraño, pero se la agradeció educadamente e incluso se comió algunas mientras el hombre la miraba y sonreía.

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