Balas de plata (12 page)

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Authors: David Wellington

Tags: #Terror

»Su familia la encontró atada a la silla con sus propias riendas. Era una jeune filie muy dura, eso no lo pondré jamás en duda. Llamaron a médicos que no pudieron hacer otra cosa que meterla en la cama, seguros de que moriría por la mañana. Pero, en cambio, se transformó.

»Creo que la primera vez le hizo daño a alguien. Tal vez matara a uno de los sirvientes. No quiso decírmelo. Me contó que había querido entregarse, pero que su familia habría quedado avergonzada si se hubiera hecho pública su transformación. En ese tiempo, los hombres lobo morían quemados en la estaca por toda Francia y Alemania. Cada año morían a millares, y algunos de ellos eran incluso hombres lobo de verdad. Ése habría sido su destino si alguien hubiera sospechado lo ocurrido. Por ello, se lo contó en privado a su madre, la primera baronesa, que escuchó todo lo que le dijo, y al instante se volvió loca y se ahogó en el río. Hubo alguien en la familia que preservó la cordura durante el tiempo suficiente como para hacer construir esa jaula y reglamentó los procedimientos que se seguirían para proteger el secreto de Lucie. Cada día, durante doce horas, la encerraban dentro y esperaban a que la luna hubiera desaparecido. Embestía contra los barrotes, los golpeaba con su propio músculo y hueso, pero, por mucho empeño que pusiera en ello, no lograba escapar. Durante varias generaciones, un miembro de la línea femenina de su familia la cuidó, se sentó a su lado, rezó por su alma. Las madres confiaban esa misión a sus hijas, quienes, a su vez, la transmitían a sus propias hijas, y así sucesivamente. La baronesa que conocí había sido su última cuidadora.

»Cuando empezó la guerra y la familia entera abandonó el castillo, se les hizo evidente que no podrían llevarse a Lucie. Habrían tenido que explicar a las autoridades militares los motivos por los que llevaban a una chica bonita totalmente desnuda dentro de una carísima jaula. La baronesa se ofreció para quedarse en el castillo y cuidar de Lucie. Pero en cuanto estuvieron a solas, habló con Lucie y le dijo que quería cerrar un trato con ella.

»Había estado observando a la loba durante años y quería ser igual que ella. Ya te lo he dicho: estaba como una cabra. Pero sabía muy bien lo que quería. Quería la fuerza y el poder de la loba. Le dijo que ya no sería necesaria la jaula y que Lucie podría andar libre. Gracias a la anarquía imperante en tiempos de guerra, podrían salir a cazar las dos juntas. Lucie podría salir en libertad y cazar cuanto quisiera. Estaba lo bastante loca para pensar que ése era el destino de ambas. Lucie, por su parte, estaba lo bastante loca para pensar que era una gran idea. Y lo hicieron. Lucie era tía en cuarto grado de la baronesa, ¿sabes?, y, cuando la conocí, la baronesa acababa de transformarse por segunda vez. Tenía que aprender lo mismo que he tratado de enseñarte a ti, pero Lucie pensó que le convenía entrenarse para cazar presas más grandes. Y por ello, Lucie llevó a mis compañeros hasta su hogar para que la baronesa jugara con ellos.

—Pero ¿cómo es que Lucie te protegió a ti? —le preguntó Chey.

Se notó la tensión en la espalda de Powell.

—Porque las dos querían un macho.

Capítulo 17

En un momento dado, una patrulla llegó hasta allí. Nos buscaban a mí y a mis compañeros. Hacía tanto tiempo que nos habíamos marchado que ya daba por seguro que el frente se habría alejado sin nosotros y que nos habrían dado por desaparecidos y, probablemente, por muertos. Al oír que los soldados merodeaban por el castillo medio en ruinas, pensé que tal vez me rescatarían. No se me ocurrió pensar lo que habría significado eso. Lucie me tapó la boca con la mano cuando me puse a gritar. Traté de morderle los dedos, e incluso de desgarrárselos con los dientes, pero no se le escapó ni un gemido. Finalmente, los soldados se marcharon. Una vez se hubieron ido, comprendí que no me quedaba ninguna esperanza. No iba a escapar jamás.

—Y dejaste de intentarlo, ¿verdad? —Chey comprendía bien ese sentimiento.

Powell se encogió de hombros.

—El odio es muy curioso. Es muy difícil mantenerlo vivo en el corazón cuando uno tiene que enfrentarse a los problemas inmediatos. Tenía que enfrentarme a realidades que me impedían odiar a mis captoras. Yo quería carne guisada. Quería afeitarme. Quería lavarme la ropa. Me dijeron que todo eso sería posible si me portaba bien. Al final, me rendí. Les juré en todos los tonos posibles que me portaría bien. Me dejaron salir de la jaula, al principio sólo cuando me había convertido en lobo. Luego me permitieron merodear por el castillo, aunque no me perdían de vista. Finalmente empezaron a confiar en mí. Para entonces... para entonces ya me había transformado por entero en un lobo. Había aceptado lo que era y sabía que jamás podría regresar a mi vida anterior. Ya no tenían ninguna necesidad de vigilarme. No podía escapar, porque en ningún sitio encontraría tanta libertad como a su lado, lejos de los demás seres humanos. Ése... ése fue el momento en el que empezaron a discutir conmigo las razones por las que me habían elegido. Lo que esperaban de mí.

—Decías que buscaban un macho.

Powell se había ruborizado de verdad. Clavó los ojos en Chey como si su interrupción le hubiese molestado. Luego la mirada resbaló sobre sus cabellos, bajó hasta sus pechos y luego, por un instante fugaz, hasta sus caderas.

«Santo cielo —pensó Chey—. Me... me está comiendo con la mirada.»

—Debió de ser difícil —dijo ella—. Quiero decir que no sería nada fácil odiarlas de verdad, si, ya me entiendes... venían a ti.

Powell se avergonzó y apartó los ojos del cuerpo de Chey.

—Sí, claro, eso también. El hecho de que fueran dos mujeres hermosas las que me habían capturado fue... sí, desde luego, no te lo voy a negar. La idea era un tanto excitante. Si hubieran sido hombres, tal vez me habría resistido más.

—¿Tuviste sexo con ellas? —le preguntó Chey sin reparo alguno.

—¡Dios mío! Suena tan feo cuando lo dices así —respondió Powell. Cuadró los hombros y miró a los árboles que pasaban a gran velocidad junto a la camioneta—. Sí —reconoció, con el rostro vuelto hacia su hombro.

—¿Con las dos? -¡Sí!

Chey contemplaba, fascinada, los esfuerzos del hombre por recobrar la compostura. Le divertía mucho su timidez. Se preguntó por primera vez cuánta experiencia sexual podía tener Powell. Se le ocurrió que, probablemente, era virgen antes de la maldición. Podía ser que Lucie y la baronesa hubieran sido las únicas amantes de su vida.

En cuanto Powell se hubo calmado y se le vio relajado, le preguntó:

—¿Y cómo eran? ¿Buenas?

El hombre se volvió hacia otro lado y soltó aire por la boca. Se movió sobre la plataforma como para evitar que se le durmieran las piernas. Finalmente levantó la mirada. Volvió a poner en ella sus ojos gélidos. La incomodidad se había desvanecido. Se dispuso a hablar de ese asunto, y así Chey ya no podría torturarle más. Su mera fuerza de voluntad la asustó un poco.

—Eran voraces. Pero encontré dentro de mí vigor suficiente para satisfacerlas. Físicamente, por lo menos. No podía amarlas de verdad, no de la manera que ellas querían. En cuestiones de amor eran como vampiresas. Me dejaban exhausto siempre que tenían una oportunidad y siempre me pedían más. Padecimos inacabables discusiones, y el fuego lento de los celos, y un buen número de traiciones. Pero teníamos sexo, sí. Si hay que decirlo de manera clara... follábamos. Follábamos casi constantemente. A veces como humanos y otras veces como lobos. Los lobos de verdad se ponen en celo durante unos pocos días al año, igual que los perros. El resto del tiempo no tienen siquiera pensamientos lascivos. Pero los hombres lobo, igual que los humanos, están continuamente en estado estral. Su lujuria no tiene límites. ¿Era eso lo que querías saber?

—Sólo quería que me fueras sincero —le dijo Chey, y se rió, con una risa que no sentía de verdad. Había desafiado a Powell y éste había respondido a su ataque. Eso no era ninguna broma. No estaban jugando a ningún juego. Pero Chey aún no quería sacar a la luz esa realidad. Sobre todo porque llevaba las de perder.

Podía ser que Powell también estuviera harto de tanta esgrima verbal. Cambió en seguida de tema:

—Durante los primeros años cazamos con total impunidad. En esa época, Francia se hallaba al borde del caos. No había autoridades civiles capaces de detenernos y el ejército no tenía ningún interés en perseguir criaturas míticas. Pero al acabar la guerra, eso tuvo que cambiar. La baronesa retenía la cordura suficiente para entender que no podríamos seguir rondando por el campo a la luz de la luna. Desde entonces, pasábamos la noche juntos en la jaula y llevamos una vida de humanos cuando la luna estaba oculta. Nos hacíamos pasar por una vieja y decadente familia aristocrática francesa. Los lugareños nos proveían de todo lo necesario y apenas nos hacían preguntas. Si alguien notaba que mi acento era un poco raro, se contentaban con pensar que habría desertado durante la guerra y me había quedado allí, y de hecho era cierto.

»A duras penas conservábamos un vago recuerdo del terror y la ira que sentían nuestros lobos durante el tiempo que pasaban encerrados. Pero, al soñar, atisbaba el pánico que experimentábamos, e incluso en mis momentos más tranquilos sentía claustrofobia y ansiedad. Me volvía loco, igual que Lucie se había vuelto loca con el paso de las décadas. No quería derrumbarme completamente como había hecho ella. Les dije que quería marcharme, que quería regresar a Canadá, mi patria, y crearme alguna especie de vida. Les dije que allí había lobos de verdad, que había lugares donde podríamos vivir libremente. La baronesa pensó en venir conmigo, pero Lucie se lo tomó peor de lo que había pensado.

—¿La separación fue difícil?

—Trató de matarme —dijo Powell—. A duras penas logré escapar, e incluso entonces me siguió el rastro. Me siguió durante años, pegada a mi sombra, a la espera de que tuviese una distracción.

—Cielos —dijo Chey—. ¿Qué ocurrió?

—Como te decía antes —le explicó Powell—, el odio es difícil de mantener. Les cuesta incluso a los locos. Pero el amor... el amor no muere tan fácilmente. Lucie aún ronda por ahí. Todavía me persigue, aunque, por ahora, he logrado escapar de ella. No la he visto en treinta años, pero la conozco, y sé que esa historia aún no ha terminado.

La camioneta de Dzo siguió adelante, de regreso hacia la cabaña. Chey se preguntó qué distancia habrían recorrido los lobos. La luz estaba cambiando, el día llegaba a su fin. No parecía que Powell se diese cuenta de la hora que era. Hablaba con ella sin apenas mirarla. Gracias a los muchos años que había pasado de bar en bar, Chey sabía interpretar su rostro. Se sentía solo. Llevaba muchos años sin hablar con nadie, salvo con Dzo. Estaba tan desesperado por contar su historia que habría sido una crueldad intencionada decirle que se callara, o incluso interrumpirle demasiadas veces.

Y, por ello, Chey no lo hizo.

—Yo pensaba que era consciente de mi nueva realidad. Creía entender en qué me había convertido, pero me equivocaba. No creo que los niños de hoy en día se cuenten historias sobre hombres lobo chupando los padres no miran. En mi niñez era un pasatiempo muy habitual: ver quién lograba asustar a los otros niños con la historia más terrible y atroz, quién lograba helarles la sangre a los demás. Por ello, cuando Lucie y la baronesa me encerraron, tenía razones para creer que sabía lo que querían de mí. Creí que iban a comerme. No perdí el tiempo en pensar por qué habían empezado por convertirme en uno de su especie. Me pasé los primeros días intentando recordar todo lo que mis compañeros de niñez me habían contado acerca de los licántropos.

«Recordé que había habido lobos como nosotros en Europa durante miles de años. Los relatos más antiguos hacían pensar que había existido algo llamado cinturón de lobo; era como un cinturón, o un ceñidor, y cuando una persona se lo ponía, adoptaba la forma de un lobo. Cuando querían, podían quitárselo y recobraban la forma humana. Más adelante, después de recobrar la libertad, perdí mucho tiempo investigando el cinturón de lobo, en un intento por descubrir si tal cosa existía. Se me ocurrió que tal vez también sirviera para impedir la transformación. Tal vez existiese una manera de recobrar la normalidad. Pero mucho me temo que no. Se trataba tan sólo de una leyenda.

»Los hombres lobo del Renacimiento no podían convivir con normalidad en la sociedad humana. Estaban igual que tú y yo. Se transformaban y hacían sus correrías. Mataban gente. Hubo momentos en los que estuvieron a punto de superar la población humana. En la Alemania y la Francia de los siglos dieciséis y diecisiete hubo millares, decenas de millares de hombres lobo que murieron abrasados en la estaca, o torturados hasta la muerte. La Iglesia y las autoridades políticas clamaban desde los púlpitos contra una epidemia que asolaba el país, contra la perversión del pueblo que finalmente hallaba castigo. En ciertas regiones, pegaron fuego a aldeas enteras porque pensaban que todos sus habitantes eran hombres lobo.

Chey silbó de incredulidad.

—Lo más extraño es que los propios hombres lobo se entregaban. Hubo un número enorme de confesiones. Aún no estoy seguro de que hubiera tantos lobos. Quizá todo se debiera a la histeria colectiva. Pero, por lo general, no importaba. Cada vez que las autoridades atrapaban a un hombre lobo, el castigo era siempre la muerte. Tradicionalmente, los enterraban con la cabeza cortada y una cruz de plata clavada en el corazón.

—¡Hala!

—El fuego y la horca no habrían logrado poner fin a su vida. Tan pronto como salía la luna, sus cuerpos empezaban a transformarse dentro del ataúd. Las cruces de plata acababan con ellos. Pero no al instante.

Chey aguzó la mirada, procurando no pensar en lo que le habría querido decir.

—Hacia el mil ochocientos, los lobos como nosotros se habían extinguido. Por lo menos, eso es lo que se creyó. En mi juventud ya eran tan sólo viejas leyendas. Pero, por supuesto, los lobos no desaparecieron de verdad. Tan sólo se escondieron. Lucie, encerrada en su jaula, no era la única. He conocido a otros, bestias viejas, monstruos legendarios. En España, conocí al hijo de un duque que vivía encerrado en un palacio de plata, una pequeña casa construida enteramente con plata en el patio de un gigantesco castillo. Tenía sirvientes que lo alimentaban con tenedores muy largos, a través de una ventana enrejada, y un criado a quien infectó con el único objetivo de tener a alguien dentro con él que lo vistiera y lo peinara. En ocasiones me daba la impresión de que todas las familias aristocráticas de Europa tenían por lo menos a uno de nosotros escondido en algún lugar. En cierto sentido, era lógico que fuera así, por supuesto. A los campesinos que se transformaban en lobos se los mataba sin piedad. Pero Á uno podía pagarse una jaula de plata, podía gozar de mucha más indulgencia. Bajo el sistema feudal, nobles como aquéllos se encontraban, literalmente, fuera del alcance de la ley. No había tribunal que pudiera condenarlos. Y así vivían escondidos, en ocasiones durante siglos. Todos ellos estaban chiflados, desde luego. Sus familias los veían como obligaciones, como parte del
noblesse oblige
, pero yo creo que en realidad tenían miedo de que se descubrieran sus secretos. Si eran lo bastante cautos, lograban ocultarlos, y esas viejas familias europeas habían aprendido a ser muy, muy cautas.

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