Balas de plata (9 page)

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Authors: David Wellington

Tags: #Terror

—Por sus dientes —dijo Chey con un respingo de horror. Cuando había estado en lo alto del árbol, al mirar al lobo de Powell, se había fijado, sobre todo, en sus dientes.

El hombre asintió.

—La maldición se arrojó hace diez mil años, al final de la última glaciación. Aquí, en esa época, había lobos grises, pero eran más pequeños, y no tan temibles. Los chamanes que concibieron la maldición querían inspirar miedo en el corazón de sus enemigos, querían aterrorizarlos de verdad. Por ello eligieron a un animal que sabían que asustaría a cualquiera: el llamado lobo gigante o terrible. Esa especie tenía dientes muy grandes para partir huesos y garras enormes para caminar sobre la nieve. Los indios de tiempos antiguos los consideraban monstruos. Aunque el lobo gigante está extinguido en la actualidad, en su época, los miembros de esa especie abatían mamuts lanudos y megaterios. Eran criaturas brutales, ¿sabes? En esos tiempos, todas las bestias eran más grandes que ahora. Y más feroces.

—Dzo me dijo que el lobo gris no ataca nunca a los seres humanos —le explicó Chey—. Me dijo que no nos reconocen como alimento.

Powell asintió.

—Sí. Los lobos no te harán nada si no les provocas, si no les molestas con un palo, por ejemplo. Pero los lobos gigantes eran de otra manera. Ellos sí mataban hombres, porque en esa época los seres humanos no disponían de la tecnología necesaria para asustarlos. Pero aún hay más. La maldición hace que nuestros lobos muestren resentimiento contra nosotros. No les gusta transformarse en humanos, igual que a nosotros no nos gusta transformarnos en lobos. Querrían ser siempre lobos. Me imagino que ya te habrás dado cuenta.

Chey asintió. Recordaba con nitidez lo bien que se había sentido al transformarse. Ese recuerdo le daba náuseas, ofendía a su humanidad. Pero también recordaba lo mal que se había sentido al transformarse de nuevo.

—Con el tiempo llegan a odiarnos. No sé si se trata, simplemente, de antipatía natural, o si la maldición incluye algún tipo de tendencia maligna, pero nuestros lobos abandonan cualquier otra ocupación con tal de matar a un ser humano. Si pudieran, nos destruirían en un parpadeo. En algunas ocasiones, al transformarme de nuevo en hombre, me he encontrado con que el lobo había destrozado todas las ventanas de mi casa porque pensaba que yo estaría en la cama.

—Santo cielo —dijo Chey—. Pero... —¿Sí?

—¿Qué pasa con Dzo? ¿Cómo es posible que tu lobo no le ataque?

—Creo que tiene mucha práctica en no encontrarse conmigo —le dijo Powell—. Puedes creerme, ningún ser humano querría asistir al momento de la transformación.

—¿Y no se puede hacer nada para evitarlo?

—Uno siempre se puede encerrar cuando sale la luna. "Lo he intentado, pero no lo soportaba. No podía aguantar el hecho de despertar en una habitación cerrada. El lobo se puso tan hambriento que enloqueció y se pasó toda la noche embistiendo las paredes para intentar salir. Se hizo daño, tanto daño que cuando volví a la normalidad aún sentía el dolor y no podía siquiera caminar. Dzo tuvo que traerme comida. Fue... duro. Demasiado duro. Yo necesitaba la libertad.

Chey se preguntó si soportaría estar encerrada. Tal vez fuera mejor que correr en libertad transformada en animal.

Powell miró el reloj y puso mala cara.

—Vaya. Maldita sea. Creo que no me había dado cuenta de lo bien que me sentía al poder hablarle de todo esto a una persona recién llegada —dijo—. El tiempo ha pasado volando.

Chey sintió que el corazón le daba un vuelco.

—¿Quieres decir... ?

—Quiero decir que te prepares —respondió Powell.

Chey cerró los ojos y asintió.

—Está bien —dijo—. Creo que no podría estar más preparada de lo que ya estoy.

Powell le puso una mano sobre el hombro. Por monstruoso que fuera el hombre, por mucho daño que le hubiera hecho, Chey no apartó el cuerpo. No lo hizo de inmediato. El hombre le proporcionaba cierto consuelo, un consuelo que ella necesitaba con desesperación. Sin aviso previo, la mano se volvió más pesada y se hundió en su piel. Chey se volvió, presa del horror, y vio que la mano la atravesaba y que su propio cuerpo se volvía transparente. Miró a sus espaldas y vio la luna...

La luz plateada se encendió dentro de su cabeza. Su ropa cayó al suelo y su cuerpo tembló con el gozo de la renovación. Volvía a ser loba.

Saboreó al lobo macho en el viento, sintió las correosas almohadillas de su zarpa sobre su propia pata. El macho se volvió y corrió hacia el bosque, las hojas y las ramas se agitaron violentamente en el lugar por el que desapareció. La hembra sabía que tenía que seguirlo. Eso era lo que había entendido por su olor, por el ángulo de su cola.

Pero algo la retuvo un instante. Sintió que algo le temblaba bajo las patas, como si una bestezuela se hubiera ocultado allí. Miró, y vio ropa humana en el suelo. En un primer momento sintió el impulso de desgarrarlas, pero luego hundió el hocico en ellas y respiró hondo. Había algo en esa ropa, algo redondo y duro como un canto rodado. Esa cosa vibró y emitió un sonido como el de un enjambre de abejas. Una, dos veces. Luego se detuvo.

Con eso le bastó. Se volvió hacia el bosque y salió corriendo tras el lobo macho. Aún le quedaba mucho por aprender.

Capítulo 13

Se sorprendió de la fortaleza de sus propias patas. Correr, correr, coger: podía correr durante horas, a una velocidad muy superior a la de un ser humano, y sin cansarse. No le parecía que estuviera corriendo de verdad. Era como si el mundo estuviera hecho de goma y ella rebotara sobre el suelo como una pelota. Correr, correr, su cuerpo se estremecía al ritmo de sus jadeos. Correr. Sus zarpas se clavaban en el suelo cada vez que saltaba, absorbían el violento impacto cada vez que tocaban de nuevo tierra y luego se tensaban para volver a saltar. Corría al ritmo de su propio corazón, sus latidos medían el tiempo mientras el mundo pasaba de largo a toda velocidad. Tenía la boca abierta para dejar que el aire le entrara y le saliese de los pulmones, para saborear sus abundantes aromas. Sin rubor alguno, dejaba que la lengua le colgara a un lado de la boca y que aleteara entre dos enormes dientes cual bandera al viento.

Entró de un salto en un angosto claro entre dos hileras de árboles que se inclinaban en direcciones opuestas. El macho la esperaba allí, inmóvil como una piedra. El pelaje entre las clavículas se le había erizado, y la loba comprendió la señal: quería que guardase silencio. La hembra clavó las garras en los líquenes que ocultaban la tierra y puso todos sus sentidos en el macho. Alcanzó tal grado de concentración que ella misma se asustó de lo intenso que era. Y, con todo, nunca había sentido nada tan natural. Antes se había lanzado a la carrera y el universo entero se había transformado en velocidad y movimiento. En ese momento se agazapaba, aguardaba, y parecía que el planeta entero contuviese el aliento por ella.

El macho la observaba con detenimiento. Se estaba asegurando de que la hembra comprendiese lo que significaba la inmovilidad. Para qué servía.

La hembra se quedó quieta como una piedra, y con ello demostró que sí lo comprendía.

El macho movía las orejas adelante y atrás. Miraba fijamente a la hembra. La miraba para ver si descubriría por sí misma cuál era el paso que había que dar a continuación. La loba creyó entenderlo. En silencio, sin mover apenas las fosas nasales, olió lo que tenía en derredor. Todo estaba allí, todo lo que había olido antes, pero lo que la había preocupado en aquel otro momento había sido trazar un mapa de olores dentro de su cerebro y hacerse una imagen completa. Se dio cuenta de que se disponía a hacer algo distinto.

El macho ladeó la cabeza una fracción de grado. Le hacía una pregunta: «¿Qué es lo que hueles?» Una pregunta específica.

Enormes secciones del cerebro de la loba se centraban en esa única tarea. Recorrió el amplio catálogo de olores que sabía reconocer y trató de encontrar el que buscaba. Le bastó con unos milisegundos. Fue como si un amante de la música clásica hubiera asistido a la interpretación de una sinfonía y le hubiesen pedido que distinguiera el sonido de un único instrumento. Era ridículamente sencillo, porque su cerebro tenía ya clasificado ese olor en particular, lo había descrito y memorizado y clasificado para ella. El macho no la instruía en técnicas ni sutilezas. Sólo le enseñaba a aceptar sus instintos más básicos y a confiar en ellos. El macho sólo podía buscar un olor y la hembra lo había encontrado: un animal, un mamífero, una criatura pequeña e indefensa. Una presa.

Una nueva serie de pensamientos, sentimientos e instintos afloró a su mente. Todos ellos giraban en tomo al concepto de presa y de la consciencia que tenía la loba de ser un depredador. Se sentía a punto por puro reflejo, notaba una casi insoportable anticipación del placer. Había llegado la hora de aprender a cazar.

Su parte humana se encogió. La loba odiaba su parte humana. Era sumamente indefensa y débil, y con todo quería controlarla, aprisionarla. Si algún día se encontraba con su parte humana, la iba a... la iba a... pero eso era imposible, ¿verdad? Su cerebro gorjeaba su propia desgracia. No había podido terminar su pensamiento. Había evolucionado con tanta elegancia y hermosura para seleccionar un único olor entre millones y, sin embargo, le costaba mucho más enfrentarse a la lógica más sencilla...

El macho se esforzaba nuevamente por llamarle la atención, y le hablaba en un lenguaje silencioso que la hembra no había tenido que aprender. Sabía, sin más, lo que el lobo quería decir cuando sacaba la lengua y se lamía el hocico. La hembra levantó la cola. Dejó de lado los pensamientos y preocupaciones humanos. Eran insustanciales. Carecían de significado. La presa estaba cerca, y la loba era un depredado.

El viento le agitaba el pelaje y hacía que se le erizara sobre la nuca. Su cuerpo estaba cubierto por dos capas de pelo: una de pelaje corto, densa y lanuda, y otra de cerdas hirsutas que sobresalían y la hacían parecer más grande de lo que era. Las cerdas eran duras y rígidas, y trataban de capturar el viento. La loba sentía el cosquilleo cuando se erguían sobre su cuerpo y en su piel hormigueaba la sensación de movimiento. Tenía perfecta consciencia de todo cuanto la rodeaba: todas las hojas pequeñas y trémulas, todos los insectos que se arrastraban por el suelo.

La loba sentía el hambre en la tierra, en los árboles que la rodeaban, y lo sintió también en la rigidez de su propio estómago. En los bosques, el verano era un período de hambre, cuando las manadas de renos, la principal fuente de alimento para los lobos, emigraban más al norte todavía para así poder parir en terreno abierto. Los lobos tenían que buscarse otra fuente de alimento. A veces no podían y morían de inanición.

Pero la loba era una cazadora. Sería capaz de abastecerse a sí misma una vez hubiese aprendido cómo hacerlo. Entrecerró los ojos y husmeó a la presa. El suelo temblaba al ritmo de los latidos de su corazón, y la hembra buscó el lugar donde no era macizo, sino que estaba hueco, el lugar donde la presa se había escondido para ponerse a salvo.

A duras penas lograba soportarlo. «Espera, espera, espera», le decía el macho, conteniendo y ocultando su tremenda energía. Espérala. Entonces, la espera terminó. El macho abrió la boca en un amplio y silencioso bostezo. Luego se oyó un chasquido: había cerrado de golpe sus fauces.

La presa debía de haber sentido su presencia. Debía de haberlos olido y se había escondido aún más hondo en su madriguera. Pero el sonido de los enormes dientes al entrechocar debía de haberla aterrorizado. El sonido debía de haberla vuelto loca.

Una liebre emergió del suelo y trató de marcharse corriendo entre ellos, con el pelo grisáceo típico del verano manchado de barro. Sus ojos oscuros miraban de un lado a otro con frenesí, al mismo tiempo que sus patitas anchas golpeaban el suelo.

El macho salió disparado detrás de la presa. La hembra lo siguió de cerca, permaneciendo a un lado de la liebre, porque sabía por instinto que tenía que flanquearla. Se movieron como la corriente eléctrica por el suelo, esquivaron los troncos de los árboles y se abrieron paso entre la maleza que crujía y se agitaba, aunque no lograba frenarlos. El lobo abrió las fauces al ver a la hembra al otro lado de la liebre condenada a morir. Enseñó todos sus dientes y quedó muy claro lo que pretendía. Habría podido capturar fácilmente a la presa, pero quería que fuese la loba quien matara.

El cuerpo de la hembra cantaba una melodía de enardecimiento y hambre. Clavó las patas con aún más fuerza en el suelo, corrió todavía más, y así dio alcance a la presa. Sin dudar, sin pensarlo siquiera, encerró el lomo de la liebre entre sus mandíbulas y la levantó del suelo. Con los abultados y poderosos músculos que tenía en el cuello estrujó al animal, hasta que éste quedó cubierto de sangre y fue presa de espasmos. La loba saltó y se detuvo por fin sobre un lecho de hojas secas. Aún llevaba a su presa en las fauces. Los ojos aterrorizados de la liebre miraron a los suyos durante los últimos estertores, pero la hembra no tenía ninguna noción de misericordia ni de piedad. Era un depredador.

Su parte humana chilló a modo de protesta, pero la loba la hizo callar con un mero gruñido.

El lobo corrió hacia ella y olisqueó a la presa, enardecido por lo que había hecho la hembra, entre violentos jadeos. Pero no se apresuró a pegarle un mordisco. Era la loba quien la había cazado y era ésta quien tenía que decidir lo que harían con ella. Aguardó a que la hembra le indicara que estaba dispuesta a compartirla. Entonces la desgarraron entre los dos y la devoraron. La loba le partió el cráneo con sus gigantescos dientes y sintió la mantecosa textura de su cerebro mientras éste le bajaba por la garganta. Le partió sus largas patas y le lamió la médula de los huesos con la lengua.

¡Sí, sí, sí! Triunfante y jubilosa, levantó la cabeza y aulló de felicidad.

En cuanto hubieron terminado de comer, se tumbaron uno encima del otro, saciados, henchidos, a duras penas capaces de moverse. La loba habría estado contenta con dormirse, y, de hecho, se quedó amodorrada durante un rato. Pero el lobo le golpeó el estómago con el morro para despertarla. La hembra se levantó y vio sus ojos, y al instante levantó las orejas.

Oyó un sonido por encima de los árboles, un sonido que no le gustaba. Un sonido como si alguien hubiera estado cortando el viento en varios trozos. Miró al macho, pero éste no tuvo una respuesta para ella, no supo decirle de qué se trataba. Entonces, la hembra lo olió. Olía a gasolina y a metal. A olores humanos.

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