Barbagrís

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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia Ficción

 

En el año 2029 Barba Gris, a sus cincuenta y cinco años es todavía un joven entre los supervivientes de la catástrofe atómica de 1981… Aniquilada la civilización actual, la Humanidad, incapaz de reproducirse por los efectos de la radiación nuclear, arrastra una existencia miserable. Sólo Barbagrís y Martha mantienen una esperanza que parece materializarse en el tierno y poético desenlace.

Brian W. Aldiss

Barbagrís

ePUB v1.0

chotonegro
 
11.08.12

Título original:
Greybeard

Brian W. Aldiss, 1964.

Traducción: Mª Teresa Segur Gilart

Editor original: chotonegro (v1.0)

ePub base v2.0

A cindy y Wendy

con todo cariño, esperando que algún día entiendan

que se oculta detrás de este relato

1. El río: Sparcot

El animal se abrió paso entre las quebradas cañas. No iba solo; su compañera lo seguía, llevando detrás a sus cinco retoños, que no querían perderse la caza.

Los armiños atravesaron un arroyo. Salieron del agua helada y se internaron entre las cañas de la orilla, con el cuerpo pegado al suelo y el cuello estirado, imitando a su padre los más jóvenes. El padre observó con impersonal apetito a los conejos que estaban buscando comida a pocos metros de distancia.

Aquello había sido, en otro tiempo, un fértil trigal. Aprovechándose de un período de negligencia, la maleza se había desarrollado extraordinariamente, impidiendo el crecimiento del cereal. Después, un incendio asoló la zona, quemando los cardos y las gigantescas hierbas. Los conejos, que prefieren la vegetación baja, se trasladaron allí, alimentándose de los frescos brotes verdes que surgían de las cenizas. Los brotes que sobrevivieron a este proceso de devastación se encontraron con un amplio espacio donde crecer, y habían llegado a convertirse en jóvenes arbolitos de tamaño considerable. Por consiguiente, el número de conejos disminuyó, ya que a éstos les gusta el terreno abierto; de forma que la hierba tuvo la oportunidad de regresar. Ahora bien, la hierba también tuvo que rendirse ante el continuo avance de las hayas. Los escasos conejos que allí brincaban estaban muy delgados.

Eran animales muy cautelosos. Uno de ellos vio los brillantes ojos que les observaban desde los juncos. Echó a correr en busca de un refugio y los demás le siguieron. Los armiños adultos iniciaron en seguida la persecución, rozando apenas el suelo con sus ágiles patas. Los conejos se metieron en sus madrigueras. Los armiños les siguieron sin vacilar. Podían ir a cualquier parte. El mundo —aquella minúscula fracción del mundo— les pertenecía.

No muy lejos de allí, bajo el mismo cielo invernal y a la orilla del mismo río, la selva había sido despejada. En la selva aún se discernía una misma configuración; ya no era una configuración válida, y por eso se desvanecía año tras año. Grandes árboles, de alguno de los cuales todavía colgaba alguna hoja ocre, señalaban la posición de antiguos setos. Encerraban vastas extensiones de vegetación que en otro tiempo fueron campos: zarzas que desgarraban la tierra como oxidados alambres de púas en su avance hacia el centro de los campos; y saúcos, y espinosos brezos, así como una robusta vegetación de árboles jóvenes. A lo largo del borde del claro, estos indisciplinables setos habían sido utilizados como empalizada contra la maleza en un arco amplio y desigual, protegiendo de esta forma un área de algunos centenares de acres, que tenía su lado más largo junto al río.

Vigilaba la burda empalizada un anciano que vestía una camisa a rayas naranjas, verdes, rojas y amarillas. La camisa era la única nota de color en aquel desolado paisaje; estaba hecha con la lona de una silla.

A intervalos, la barrera de vegetación se veía interrumpida por algunos caminos abiertos en ella. Los caminos eran cortos y terminaban en toscas letrinas, consistentes en unos agujeros excavados en la tierra y cubiertos con alquitranado o una tabla de madera. Esta era la instalación sanitaria del pueblo de Sparcot.

El pueblo se encontraba a la orilla del río, en medio del claro. Había sido construido —aunque quizá fuera más exacto decir que se había acumulado en el curso de los siglos— formando una H, cuya barra perpendicular conducía a un puente de piedra sobre el río. El puente aún atravesaba el río, pero sólo conducía a un bosquecillo de donde los aldeanos obtenían la mayor parte de la leña.

De las dos carreteras más largas, la que estaba más cerca del río fue la destinada a servir únicamente para las necesidades del pueblo. Seguía haciéndolo; conducía al viejo molino de agua donde vivía Big Jim Mole, el amo de Sparcot. La otra vía fue, en otros tiempos, una carretera principal. Cuando las casas desaparecieron, sólo desembocaba en la abundante vegetación cercada; allí se arrastraba como una serpiente en la boca de un cocodrilo y acababa siendo devorada por el peso de la vegetación.

Todas las casas de Sparcot mostraban signos de abandono. Algunas estaban en ruinas; algunas eran reliquias inhabitables. Ciento doce personas vivían en la aldea. Ninguna de ellas había nacido en Sparcot.

En la intersección de dos carreteras se levantaba un edificio de piedra que había servido como oficina de correos. Las ventanas del piso superior dominaban el río, en una dirección, y la tierra cultivada y selvática, en otra. Este era ahora el cuartel de la guardia del pueblo, y, como Jim Mole había insistido en la necesidad de tener un guardia fijo, se hallaba habitada.

Había tres personas sentadas o recostadas en la vieja y destartalada habitación. Una anciana, de más de ochenta años, sentada junto a un hornillo, canturreaba para sí y meneaba la cabeza. Acercó las manos al hornillo, en el que estaba calentando un poco de caldo en un plato de hojalata. Como los demas, iba muy abrigada para protegerse del frío invernal que el hornillo no lograba atenuar.

De los hombres presentes, uno era extremadamente anciano en apariencia, aunque sus ojos brillaban. Estaba acostado sobre un jergón que había en el suelo, mirando nerviosamente a su alrededor, observando el techo como si quisiera averiguar el significado de sus grietas, o las paredes cubiertas de manchas de humedad. Su rostro, agudo como el de un armiño debajo de la barba, tenía una expresión irritada, pues el canturreo de la anciana le crispaba los nervios.

Sólo el tercer ocupante de la casita estaba debidamente en guardia. Era un hombre de buena complexión, de unos cincuenta años, sin barriga, pero tampoco tan extremadamente delgado como sus compañeros. Estaba sentado en una crujiente silla frente a 1a ventana, con el rifle al alcance de la mano. A pesar de que leía un libro, alzaba frecuentemente la vista, y dirigía la mirada hacia la ventana. Con una de esas ojeadas, vio que el vigilante de la llamativa camisa se aproximaba por los pastos.

—Ya viene Sam —dijo.

Dejó el libro mientras hablaba. Su nombre era Algy Timberlane. Llevaba una abundante barba grisácea que le llegaba casi hasta el ombligo, donde había sido cortada en línea recta. A causa de esta barba, se le conocía como Barbagrís, a pesar de vivir en un mundo de barbas grises. Pero su alargada y casi calva cabeza prestaba énfasis a la barba, y su textura, dividida como estaba por barras de cabello negro que le nacían en la mandíbula y se iban difuminando a medida que descendían, la hacía particularmente notable en un mundo que ya no podía permitirse el lujo de otras formas de adorno personal.

Cuando habló, la mujer dejó de canturrear sin dar muestras de haberle oído. El hombre del jergón se incorporó y apoyó una mano sobre la estaca que yacía junto a él. Torció el rostro, y agudizó la mirada para escudriñar el reloj que sonaba ruidosamente encima de un estante; después consultó su reloj de pulsera. Este destartalado y antiguo recuerdo de otro mundo era la posesión más querida de Towin Thomas, a pesar de que no funcionaba desde hacía una década.

—Sam ha dejado la guardia muy temprano, con veinte minutos de adelanto —dijo—. ¡El muy zorro! Siempre tiene hambre, con esos paseos de un lado a otro. Será mejor que vigiles tu picadillo, Betty; soy el único en querer coger una indigestión con esa bazofia, jovencita.

Betty meneó la cabeza. Tanto podía ser un tic nervioso como una negación a todo lo que el hombre del garrote pudiera decir. Siguió calentándose las manos al fuego y no se molestó en volver la cabeza.

Towin Thomas cogió la estaca y se puso trabajosamente en pie, con la ayuda del palo. Fue a reunirse con Barbagrís junto a la ventana, escudriñando el exterior a través del sucio cristal, que limpió con la manga.

—Ahí está Sam Bulstow. Su camisa es inconfundible.

Sam Bulstow bajaba por la calle. Cascotes, baldosas rotas y escombros yacían sobre el pavimento; romaza e hinojo —mortificados por el invierno— brotaban de ruinosas verjas. Sam Bulstow andaba por el centro de la carretera. Ya hacía varios años que el tráfico se hallaba reducido a escasos peatones. Giró a la derecha al llegar a la oficina de correos, y los espectadores oyeron sus pasos sobre los tablones de la habitación inferior.

Sin agitación de ninguna clase, le oyeron subir las escaleras: los gemidos de los peldaños desnudos, el chirrido de una palma callosa sobre el pasamanos, los esfuerzos de unos pulmones para los cuales cada escalón era una dura prueba.

Finalmente, Sam apareció en el cuarto de la guardia. Las alegres rayas de su camisa prestaban algo de su color a la barba blanca que cubría sus mandíbulas. Se quedó mirándoles unos minutos, apoyado en el marco de la puerta, para recobrar el aliento.

—Llegas pronto, si lo que quieres es cenar —dijo Betty, sin volver siquiera la cabeza. Nadie le prestó atención, y ella agitó sus pelos de rata con desaprobación.

Sam permaneció donde estaba, mostrando sus dientes amarillos y pardos en una sonrisa.

—Los escoceses se están acercando —dijo.

Betty giró rígidamente el cuello para mirar a Barbagrís. Towin Thomas adoptó su astuta expresión de lobo viejo y miró a Sam con ojos penetrantes.

—Quizá quieran tu empleo, Sammy —dijo.

—¿Quién te ha informado de ello? —preguntó Barbagrís.

Sam entró lentamente en la habitación, lanzando una breve mirada al reloj mientras lo hacía, y bebió un trago de agua de una abollada lata que había en un rincón. Se sentó en un taburete de madera, acercó las manos al fuego y, como hacía siempre, se tomó su tiempo antes de contestar.

—Acabo de cruzarme con un buhonero que iba por la barricada norte. Me ha dicho que se dirigía a Faringdon. Dice que los escoceses han llegado a Banbury.

—¿Dónde está ese buhonero? —preguntó Barbagrís, sin apenas levantar la voz, y simulando mirar por la ventana.

—Ha seguido su camino, Barbagrís. Dijo que iba a Faringdon.

—¿Pasando por Sparcot sin detenerse a vendernos algo? No es muy verosímil.

—Yo sólo te repito lo que me ha dicho. No me hago responsable de él. Lo único que sé es que el viejo amo Mole tendría que saber que los escoceses se acercan, eso es todo. —La voz de Sam había adoptado el irritable gemido que todos usaban de vez en cuando.

Betty volvió a acercarse al hornillo. Dijo:

—Todos los que vienen aquí traen rumores. Si no son los escoceses, son manadas de animales salvajes. Rumores, rumores… Es igual que en la última guerra, cuando no paraban de decirnos que iba a haber una invasión. Yo comprendía muy bien que sólo querían asustarnos, pero me asustaba de todos modos.

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