Barbagrís (2 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

Tags: #Ciencia Ficción

Sam interrumpió sus murmullos.

—Rumores o no, yo me limito a repetir lo que el hombre ha dicho. Me ha parecido que debía subir a contároslo. ¿He hecho bien o no?

—¿De dónde venía ese tipo? —preguntó Barbagrís.

—No venía de ningún sitio. Se dirigía hacia Faringdon. —Celebró su propia broma con una sonrisa perruna, y recibió una sonrisa parecida de Towin.

—¿No ha dicho dónde había estado? —inquirió pacientemente Barbagrís.

—Ha dicho que venía de río arriba. Según él, hay muchos armiños que siguen este mismo camino.

—Eh, éste es un rumor que ya habíamos oído antes —dijo Betty para sí, meneando la cabeza.

—Más vale que cierres el pico, mujer —dijo Sam, sin rencor.

Barbagrís asió el rifle por el cañón y avanzó hacia el centro de la estancia, hasta quedar frente a Sam.

—¿Es eso todo, Sam?

—Escoceses, armiños… ¿qué más quieres de un solo vigilante? No he visto ningún elefante, si eso es lo que deseas saber. —Esbozó una de sus características sonrisas, y volvió a mirar a Towin Thomas en demanda de aprobación.

—No eres bastante listo para reconocer a un elefante aunque lo vieras, viejo Sam —dijo Towin.

Haciendo caso omiso de este intercambio de palabras, Barbagrís dijo:

—De acuerdo, Sam, vuelve a tu trabajo. Aún faltan veinte minutos para que seas relevado.

—¿Volver a mi trabajo durante otros asquerosos veinte minutos? ¡Ni lo pienses, Barbagrís! Me he pasado la tarde ahí afuera y ahora estoy muy bien sentado en este taburete. ¿Qué son veinte minutos? Nadie va a invadir Sparcot, a pesar de lo que Jim Mole pueda creer.

—Conoces los peligros tan bien como yo.

—Sabes perfectamente que no me harás entrar en razón, por lo menos mientras me duela la espalda. Estas malditas guardias se repiten demasiado a menudo para mi gusto.

Betty y Towin guardaron silencio. El último lanzó una ojeada a su estropeado reloj de pulsera. Tanto Betty como él, al igual que todos los demás habitantes del pueblo, comprendían la necesidad de una guardia continua, pero mantuvieron los ojos fijos en las desiguales tablas del suelo, pues conocían el esfuerzo requerido para que unas piernas viejas subieran y bajaran las escaleras o hicieran lajonda del perímetro más veces de las necesarias.

La ventaja se hallaba de parte de Sam, y éste se dio cuenta de ello. Encarándose con Barbagrís, le espetó:

—¿Por qué no me relevas durante esos veinte minutos, si tienes tanto interés en defender este basurero? Eres joven… no te irá mal estirar las piernas.

Barbagrís se colgó el rifle al hombro y se volvió hacia Towin, que dejó de mordisquear el borde de la estaca para mirarle.

—Toca el gong de alarma si quieres que vuelva a toda prisa, pero no en otro caso. Recuerda a la vieja Betty que no es el gong de la cena.

La mujer refunfuñó al dirigirse hacia la puerta, abrochándose la holgada chaqueta.

—Tu comida ya está lista, Algy. ¿Por qué no te quedas a tomarla? —preguntó.

Barbagrís dio un portazo sin contestar. Los demás oyeron sus pasos descendiendo las escaleras.

—No se lo habrá tomado a mal, ¿verdad? No Me denunciará al viejo Mole, ¿verdad? —preguntó ansiosamente Sam. Los otros murmuraron algo que en nada les comprometía y se replegaron sobre sí mismos; no querían verse mezclados en ningún problema.

Barbagrís avanzó lentamente por el centro de la calle, evitando los charcos que aún quedaban de la tormenta de hacía dos días. La mayor parte de los desagües y canales de Sparcot estaban obstruidos; pero el agua se mostraba reacia a irse de allí a causa del carácter pantanoso de la tierra. En algún lugar río arriba, los escombros bloqueaban el río, y hacían que se desbordara. Debía hablar con Mole; era necesario organizar una expedición para inspeccionar el problema. Pero Mole se estaba volviendo cada vez más pendenciero, y su política de aislacionismo se opondría a dejar salir a nadie del pueblo.

Decidió caminar junto al río y seguir después rodeando el perímetro de la empalizada. Pasó junto a un hermoso saúco, y aspiró el dulce y melancólico aroma del río y todo lo que crecía junto a él.

Varias de las casas que se alzaban en la orilla habían sido devoradas por el fuego antes de que él y sus compañeros fueran a vivir allí. La vegetación proliferaba dentro y fuera de sus paredes. En una verja trasera que yacía desmayadamente sobre la larga hierba, se desdibujaban las letras que proclamaban el nombre de la vivienda más próxima: Thameside.

Un poco más lejos, las casas no habían sufrido el embate del fuego y estaban habitadas. La propia casa de Barbagrís se encontraba allí. Miró todas las ventanas, pero no vio ni rastro de su esposa, Martha; debía estar tranquilamente sentada al lado del fuego con una manta sobre los hombros, contemplando el hogar y viendo… ¿qué? De pronto, una inmensa impaciencia se adueñó de Barbagrís. Aquellas casas eran un pobre racimo de edificios que se arrimaban unos a otros como una manada de cuervos con las alas rotas. A la mayoría de ellos les faltaba la chimenea o canales de desagüe; todos los años se encogían de hombros un poco más, a medida que los caballetes del tejado se hundían. Y, en general, la gente encajaba muy bien en ese aire de ruina. Él, no; y tampoco deseaba que lo hiciera su Martha.

Deliberadamente, refrenó sus pensamientos. La cólera era inútil. Consideraba como una virtud el hecho de no encolerizarse nunca. Pero la verdad es que anhelaba la libertad que había más allá de la contaminada seguridad de Sparcot.

Después de las casas venía la tienda general de Toby —un edificio más nuevo y de mejor aspecto que la mayor parte— y los graneros, desgarbadas estructuras que conmemoraban la falta de habilidad con que fueron construidos. Más allá de los graneros estaban los campos, preparados para afrontar las heladas del invierno; escamas de agua brillaban entre los surcos. Más allá de los campos se alzaban los bosquecillos que marcaban el término oriental de Sparcot. Más allá de Sparcot se encontraba el inmenso y misterioso territorio que era el valle del Támesis.

Un poco más allá de los límites del pueblo, un viejo puente de ladrillos con un arco medio derruido amenazaba el río, y sus restos se parecían a los cuernos de un carnero que se unieran en la vejez. Barbagrís se detuvo a contemplar el puente y la pequeña esclusa que había al otro lado —por aquel lado se hallaba todo lo que, en aquellos días, pudiera incluirse dentro del nombre de libertad— y después se alejó para vigilar la empalizada.

Con el rifle cómodamente sujeto debajo del brazo, inició su caminata. Miró hacia el otro lado del claro; estaba desierto, aparte de dos hombres que hablaban en medio del ganado y una figura encorvada en la parcela de coles. El mundo casi le pertenecía; y año tras año le pertenecería más.

Tascó el freno de su imaginación en ese pensamiento, y empezó a concentrarse en lo que Sam Bulstow había comunicado. Probablemente era una invención para ahorrarse veinte minutos de vigilancia. El rumor concerniente a los escoceses sonaba improbable; aunque no menos improbable que otros cuentos traídos hasta allí por los viajeros: que un ejército chino marchaba sobre Londres, o que gnomos, duendes y hombres con horribles caras habían sido vistos bailando en el bosque. El terror y la ignorancia parecían aumentar año tras año. Sería conveniente saber lo que realmente ocurría…

Menos improbable que la leyenda de los escoceses era el cuento de Sam acerca del extraño buhonero. Por mucho que se espesaran los bosquecillos, había muchos senderos que los atravesaban, y los hombres que viajaban por esos senderos, a través del aislado pueblo de Sparcot, no veían gran cosa más que el tráfico que subía y bajaba por el Támesis. Bueno, debían mantener la vigilancia. Incluso en aquellos días más pacíficos —«la apatía que traía consigo la paz perfecta», pensó Barbagrís, sin saber por qué se le ocurría eso—, los pueblos que no estaban en guardia podían ser invadidos y asolados en razón de sus provisiones alimenticias, o únicamente por la violencia misma. Era lo que todos creían.

En aquel momento pasaba entre un gran número de vacas atadas, que pastaban individualmente alrededor del desigual radio de sus ronzales. Constituían la nueva raza, pequeña, robusta, rolliza y llena de paz. ¡Y jóvenes! Jóvenes críaturas que vigilaban a Barbagrís con ojos húmedos, criaturas que pertenecían al hombre, pero no compartían su decrepitud, criaturas que mantenían la hierba a la altura de los endebles matorrales de zarzas.

Vio que uno de los animales cercano a las zarzas tiraba fuertemente del cabestro. Meneaba la cabeza, hacía girar los ojos, y mugía. Barbagrís aceleró el paso.

No parecía haber nada capaz de asustar a la vaca excepto un conejo muerto junto a las zarzas. A medida que se acercaba, Barbagrís inspeccionó al conejo. Estaba recién muerto. Y aunque estaba completamente muerto, le pareció que se había movido. Siguió examinándolo con detenimiento, mientras un ligero hormigueo de inquietud le subía por la espalda.

No había duda de que el conejo estaba muerto, y la causa era una herida en la nuca. Tenía la nuca y el ano cubiertos de sangre, y los ojos vidriosos.

Sin embargo, se había movido. Uno de sus costados acababa de levantarse.

El miedo —una involuntaria superstición— se adueñó de Barbagrís. Dio un paso atrás y se descolgó el rifle. Al mismo tiempo, el conejo volvió a moverse y su matador se descubrió.

Saliendo velozmente de debajo del conejo apareció un armiño, que encogía el cuerpo en su prisa por escapan Su pelaje marrón estaba enriquecido con la sangre del conejo, y su pequeño hocico se alzó hacia Barbagrís cubierto de sangre. Este lo mató de un tiro antes de que pudiera hacer otro movimiento.

Las vacas se agitaron y patearon. Como juguetes mecánicos, las figuras que se hallaban entre los brotes de coles enderezaron la espalda. Los pájaros se elevaron de los tejados. El gong del cuartel de la guardia dejó oír su grave sonido, tal como Barbagrís había pedido que se hiciera. Un grupo de gente se congregó junto a los graneros, como si quisieran combinar su escaso sentido de la vista.

—Maldita sea, no hay motivo para alarmarse —gruñó Barbagrís. Pero se dio cuenta de que su involuntario disparo había sido una equivocación; tendría que haber matado al armiño con la culata del rifle. El ruido de una detonación siempre provocaba la alarma.

Un destacamento de activos sesentones que acababa de formarse inició la marcha hacia él, blandiendo estacas de diversas descripciones. A pesar de su irritación, tuvo que admitir que el mecanismo había funcionado con gran eficacia. Aún había mucha vida en la aldea.

—¡No pasa nada! —gritó, agitando los brazos por encima de la cabeza mientras se dirigía a su encuentro—, ¡No pasa nada! He sido atacado por un armiño solitario, eso es todo. Podéis regresar a vuestras casas.

Charley Samuels era uno de ellos, un robusto hombretón de piel cetrina; traía su zorro domesticado, «Isaac», atado con una correa. Charley era vecino de los Timberlane, y dependía cada vez más de ellos desde la muerte de su esposa, acaecida la primavera anterior.

Dejó atrás a los demás hombres y se reunió con Barbagrís.

—La próxima primavera saldremos a cazar más cachorros de zorro para domesticarlos —dijo—. Nos ayudarán a reprimir a los armiños que se aventuren a entrar en nuestras tierras. Además, ya tenemos muchas ratas, resguardadas en los edificios viejos. Los armiños las obligan a buscar refugio en las moradas humanas. Los zorros también pueden encargarse de las ratas, ¿verdad, muchacho?

Todavía enfadado consigo mismo, Barbagrís reanudó la marcha a lo largo del perímetro. Charley se puso a su lado, sin decir nada. El zorro caminó entre ellos, arrastrando su cola por el suelo.

El resto de la partida se quedó indecisamente en medio del campo. Algunos tranquilizaron al ganado o contemplaron los tirados restos del armiño; otros regresaron a sus hogares, mientras que otros salieron de ellos para comentar lo sucedido con los demás. Sus oscuras figuras de nívea cabeza destacaban sobre el fondo de ladrillos rotos.

—Se han decepcionado un poco al ver que era una falsa alarma —dijo Charley. Un mechón de cabello le caía sobre la frente. En otros tiempos había tenido el color del trigo; se había vuelto blanco hacía tantos años que su propietario había llegado a considerar este color como su tonalidad normal, y el tinte de trigo había pasado a su piel.

El cabello de Charley nunca le caía sobre los ojos, aunque daba esta impresión tras una de sus vigorosas sacudidas de cabeza. Las sacudidas vigorosas no eran propias de Charley; su carácter se parecía más a la piedra que al fuego; y en su porte se veía que los años habían puesto a prueba su resistencia. Era precisamente este aire de haber soportado tantas cosas lo que aquellos dos hombres —tan distintos en apariencia— tenían en común.

—Aunque no les gusten los problemas, disfrutan con un poco de distracción —dijo Charley—. Es curioso… ese disparo tuyo me ha dado dolor de encías.

—Yo casi me he vuelto sordo —admitió Barbagrís—. Me pregunto si habrá despertado a los viejos del molino.

Observó que Charley lanzaba una ojeada hacia el molino para ver si Mole o su criado, el mayor Trouter, habían salido a investigar.

Al sorprender la mirada de Barbagrís, Charley esbozó una sonrisa y, por decir algo, comentó:

—Ahí viene el viejo Jeff Pitt para saber qué ha sido todo ese jaleo.

Habían llegado a un pequeño riachuelo que serpenteaba a lo largo del claro. En sus orillas estaban los troncos de haya que los aldeanos habían cortado. La encorvada figura de Pitt apareció entre ellos. Encima del hombro llevaba un palo de donde colgaba el cuerpo de un animal. Aunque varios de los aldeanos se aventuraban a salir del pueblo, Pitt era el único que se atrevía a ir solo. Sparcot no constituía una prisión para él. Era un hombre melancólico y solitario; no tenía amigos, e incluso en una sociedad en que todos estaban algo locos, se le tomaba por loco. Claro que su rostro, tan lleno de arrugas como de cicatrices, no contribuía a darle aspecto de cuerdo; y sus ojillos se movían continuamente de un lado a otro, como un par de peces atrapados en el interior de su cabeza.

—¿Ha disparado alguien? —preguntó.

Cuando Barbagrís le explicó lo sucedido, Pitt gruñó, como si estuviera convencido de que le ocultaban la verdad.

—Si sigues disparando a tontas y a locas, conseguirás que todos los gnomos y bestias salvajes estén pendientes de nosotros —dijo.

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