Beatriz y los cuerpos celestes (17 page)

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Authors: Lucía Etxebarría

Tags: #Novela

Me lo habían explicado todo, punto por punto, porque Mónica había insistido en que lo supiera, a pesar de que Coco era partidario de mantenerme al margen del asunto. Pero ella confiaba plenamente en mí. Yo era su mejor amiga, su única amiga, y nunca me había ocultado nada, así que Coco se tuvo que aguantar y llevarme con ellos, refunfuñando. No sé por qué razón Mónica quería que estuviese a su lado. Me gustaría pensar que lo hacía porque me quería, porque deseaba seguir compartiendo su mundo conmigo, a pesar de que nos hubiésemos distanciado un poco desde que cumplió los diecisiete; o, por decirlo de otra manera, desde que ella empezó a meterse caballo y a salir con Coco. Como me había explicado Mónica, no se trataba de la primera vez que hacían algo parecido. Se habían estrenado por casualidad, sin pensarlo, una madrugada en la que aparcaron el coche en Conde de Xiquena para hacerse un chino. Entonces vieron cómo se acercaba una pareja, dos amantes enlazados por la cintura. Se aproximaron a un GTI aparcado frente al coche de Mónica (o, para ser más exactos, el coche de Manuel, que Mónica conducía en su ausencia). El hombre se disponía a abrir el vehículo cuando su pareja le abrazó y le besó en los labios. Se fundieron en un abrazo apasionado y en ese momento, en un repentino rapto de inspiración, Coco salió del coche y se colocó a su lado en dos zancadas, y antes de que el señor pudiera darse cuenta de lo que había pasado tenía la punta de una navaja casi pinchándole los riñones. Le entregó a Coco la cartera sin protestar. No gritó, no alarmó a nadie. Evidentemente no quería llamar la atención sobre su acompañante. El plan era muy simple. Ir a la puerta de Tintoretto, que por entonces era una discoteca muy selecta y muy cara, de entrada restringidísima, y en la que se pagaba por cada copa el precio de un kilo de añojo del mejor. El tipo de sitio al que acudían Cayetano de Tal y Tatiana de Cual cuando querían tomarse unos tragos. También solían acudir ejecutivos cincuentones acompañados de señoritas monísimas y jovencísimas, muy distintas en tipo y apariencia a sus legítimas esposas. Secretarias, quizá, o aspirantes a modelos, o prostitutas de lujo, a saber. Un dato relevante a la hora de explicar semejante afluencia de carteras repletas: en el local eran discretos y no permitían la entrada de cámaras.

Coco, impecablemente vestido de chaqueta y corbata (de Armani, por supuesto, pues el modelo procedía del armario del padrastro de Mónica) aguardaba en una esquina fumando un cigarro apoyado en una de las motos, con naturalidad, como si estuviese esperando a una cita que se retrasaba. Si las cosas iban bien, en algún momento saldría una pareja descompensada en edad y en apariencia: a él se le vería mucho más mayor y más rico que a ella. Saldrían abrazados, caminando tambaleantes, ligeramente borrachos, y no repararían en el jovencito que les siguiese los pasos hasta que fuera demasiado tarde. Con suerte, ni siquiera habría denuncia. ¿Para qué llamar la atención sobre las circunstancias en las que se había producido el atraco? También podría ser, por supuesto, que no saliera ninguna pareja del local, o que la calle no estuviese lo suficientemente desierta, o sombría, o que, por la razón que fuera, Coco no se decidiera a consumar el plan previsto. De ser así, Coco regresaría al cabo de media hora, porque el motor del coche no podía permanecer encendido demasiado tiempo.

Ninguna objeción moral me remordía en la conciencia, mientras esperaba en la penumbra de aquel asiento trasero. Al igual que Coco y Mónica, no veía nada malo en aligerarle un poco de pasta a un tipo gordo que disponía de ella en abundancia. Lo que sí me importaba era el riesgo. No me parecía una cosa tan fácil. ¿Y si el tío gritaba, y si gritaba ella, y si llevaban pistola —cosa nada rara entre ese tipo de gente, mi propio padre tenía una—, y si aparecía un madero de repente, y si nuestro coche no era lo suficientemente veloz...?

En aquel momento vi llegar a Coco, corriendo como un plus-marquista olímpico. Advertí a Mónica, que rápidamente empujó la portezuela del asiento del copiloto. Coco se metió en el coche de un salto y el vehículo, guiado por ella, salió disparado. Los neumáticos restallaron sobre el asfalto. Nos saltamos uno, dos, tres semáforos, relampagueando las curvas en las que el coche escoraba peligrosamente. Suerte que no había mucho tráfico a aquellas horas. Cruzamos Sagasta, llegamos a San Bernardo, bajamos por Quintana sin respetar una sola luz roja. Finalmente aparcamos en el parque del Oeste. Todo había sucedido tan rápido como en un sueño.

—¿Cómo ha ido? —preguntó Mónica.

—Bien, muy bien... condenadamente bien. —Coco sonreía encantado y movía la cabeza de un lado a otro—. Un tipo tan memo como el de la otra vez. Ni que los fabricaran en serie.

—¿Qué has pillado?

—La cartera. —La abrió y empezó a revisar su contenido—. Siete ñapos, documentación, tarjetas...

—Tenemos que tirarlo todo. Nos va a quemar en las manos —apremió Mónica.

—Las tarjetas no —objetó Coco.

—Las tarjetas también —insistió ella—. El tío estará anulándolas ahora mismo.

—Se pueden usar en cualquier sitio con bacaladera. Y en autopistas. No comprueban número. Y en gasolineras tampoco, si hay mucha cola. —Coco se llevó la mano al bolsillo y, como si de un hipnotizador se tratase, hizo oscilar un reloj ante nuestros ojos—. El peluco es bueno, creo. Patek Philipe.

—¡No jodas! —Un destello de codicia iluminó los ojos de Mónica—. Eso es un pastuzo.

—Creo que sé dónde colocarlo. —Él sonrió, por primera vez, relajado ante la alegría de la que él llamaba su novia—. También tengo los anillos de la tronca, aunque no parecen gran cosa. No sé si son chatarra; chatarra de la buena, en cualquier caso. Algo nos darán, digo yo.

—Lo del reloj nos viene de puta madre. Puedes venderlo bien. Aunque sólo nos paguen la mitad de lo que cuesta tenemos para tirar un buen rato, y más nos vale, porque no me apetece repetir lo de esta noche. Éste es el coche del viejo y hemos estado a punto de estrellarlo. Y yo ni siquiera tengo carnet de conducir. Como de costumbre, hablaban entre ellos como si yo no estuviera allí, ignorándome por completo. Me consideraban demasiado ingenua; o
quizá
, peor aún, ni siquiera me consideraban. Podía haber tocado a Mónica con sólo extender la mano, y sin embargo la sentía alejándose cada vez más de mí. En mis desesperados intentos por mantenerme a su lado yo avanzaba hacia un horizonte que retrocedía a cada instante.

—Tengo que ir a ver a Chano —le dijo Coco a Mónica—. Así que no nos queda más remedio que sacar el coche de tu viejo. No podemos ir en autobús hasta allí, tía. Está en el culo del mundo.

—Ni de coña —dijo ella—. Ya te dije ayer que ese trasto no lo saco más. Si mi vieja se entera, me mata. Iremos en autobús, tardemos lo que tardemos.

Así que, por supuesto, acabamos cogiendo el coche. Y tuvimos que esperar un rato largo rondando el garaje hasta asegurarnos de que el sitio se quedaba completamente vacío, porque Mónica no quería que ninguno de sus vecinos presenciase cómo nos lo llevábamos. Pero quiso la mala suerte que en el preciso momento en el que el coche avanzaba por la rampa del garaje, se cruzase ante nuestros ojos la pareja del caniche, que se nos quedó mirando fijamente, con la reprobación pintada en la mirada.

El Cerro de la Liebre es un poblado de chabolas gitano situado en el extrarradio de Madrid. También es, junto con La Celsa, el mayor supermercado de droga de la ciudad. Aparcamos el coche en la cuneta de la carretera (ya que el poblado no estaba asfaltado) y antes de salir nos aseguramos bien de que ningún objeto de valor quedaba a la vista. Mónica estaba un poco preocupada ante la perspectiva de dejar el vehículo expuesto allí, así que yo me ofrecí a quedarme esperándoles.

—Tampoco hace falta, Mónica; no exageres. La pobre Bea se va a asar —dijo Coco.

El poblado no era sino dos hileras paralelas de chabolas, situadas unas frente a las otras y divididas por una especie de camino polvoriento a través del cual avanzábamos nosotros tres. A nuestro alrededor correteaban montones de niños sucios y harapientos. Algunos, demasiado pequeños todavía para andar, gateaban a la puerta de sus casas, llevándose de cuando en cuando puñados de arena a la boca.

Finalmente entramos en una chabola que a primera vista en nada se diferenciaba de las otras. Allí dentro había una abuela dormitando sobre una tumbona de playa y un adolescente enjuto y renegrido, estirado cuan largo era sobre un viejo sofá de eskai. Mando en mano iba zapeando canales de la televisión que estaba frente a él, una Sony Trinitron de veinticuatro pulgadas, presumiblemente robada.

Saludó a Coco con afabilidad y acto seguido se nos quedó mirando a nosotras dos, que veníamos tras él, de arriba abajo, aunque sin dirigirnos la palabra.

—Tengo lo tuyo —dijo el gitanillo, señalando con la cabeza lo que parecía ser una habitación interior, protegida por una cortina de baño que hacía las veces de puerta—. Vamos a hablar ahí dentro, entre hombres.

Desaparecieron durante unos minutos que Mónica apuró consumiendo a chupadas ansiosas un cigarrillo mientras se paseaba de un lado a otro de la reducida estancia en tanto yo permanecía inmóvil, apoyada en el zaguán de la puerta, sin atreverme a interrumpir su silencio porque la conocía bien y sabía que más valía no hablar con ella cuando estaba nerviosa. Al poco tiempo reaparecieron Coco y su amigo. Coco traía un paquete en la mano, envuelto en papel de periódico, del tamaño de un bolso de señora. El gitanillo me dirigió la misma mirada insolente con la que me había saludado.

—Es guapa la niña —le dijo a Coco, señalándome a mí con la cabeza—; ¿es algo tuyo?

—Es amiga de mi mujer —respondió él.

—Déjamela un rato y te paso cinco gramos limpios.

—Olvídalo. Yo nunca pillaría de tu jaco, tío. Antes me fumo el Nesquick.

Abandoné el sitio encolerizada y escandalizada.

Coco condujo durante el camino de regreso. Yo mantuve la mayor parte del camino un mutismo obstinado al que ni Coco ni Mónica parecían prestar excesiva atención. Por fin, prácticamente a la entrada de Madrid, exploté. Le dije a Coco que, por más que me lo preguntaba a mí misma, no podía comprender por qué no había dejado claro que yo no estaba en venta, y que lo que más me molestaba de todo aquello es que Coco se refiriese a mí como si fuese un objeto de su propiedad. Él se rió, como sin darle al tema mayor importancia, e intentó explicarme que los gitanos entendían las cosas a su manera, y que a él no le apetecía perder el tiempo inculcándole al Chano conceptos que no iba a comprender. Para el Chano yo era paya, y como había venido con Coco, me metía. Y si era paya y me metía, tenía que ser una puta, y nada que Coco pudiera decirle podría hacerle cambiar de opinión, así que más valía ignorarle. No entré en discusiones porque sabía que llevaba las de perder, así que me puse a mirar por la ventana, enfurruñada y maldiciendo a Coco para mis adentros. Le odiaba. Mónica no era la misma desde que le conoció, pensaba yo. Le echaba a él la culpa de nuestro distanciamiento.

Al rato Mónica debió compadecerse de mí, porque se dio la vuelta en su asiento e intentó animarme.

—Vamos, Bea, no te pongas así, no es para tanto. Nadie te ha insultado. Esta gente está acostumbrada a ese tipo de transacciones. Venga... si supieras con cuántos negros me lo he hecho yo por un simple chino, te sentirías orgullosa de que alguien ofreciera cinco gramos por ti.

No tenía claro si se trataba o no de una broma, y no quería saberlo. Era cierto que en el último año Mónica cada vez me contaba menos cosas, pero yo prefería no imaginar siquiera que ella hubiera ya sobrepasado límites que yo nunca alcanzaría, fingir que no reparaba en la constante presencia de una verdad que flotaba frente a mí, dolorosa de aceptar, imposible de ignorar. Entonces recordé de improviso las palabras de Coco, aquello de que fumaría Nesquick antes que probar el material de aquel tipo. Y se me ocurrió que, si el caballo del tal Chano era tan malo como Coco aseguraba, habíamos ido hasta allí para comprar otra cosa... ¿Cocaína?

—Coco —pregunté—, ¿qué hay en el paquete que has pillado?

—Mira, nena, cuanto menos sepas, mejor —respondió él, sin desviar los ojos de la carretera.

—Si no queréis que me entere, ¿para qué me traéis?

—¿Vais a pasaros la vida peleando? Bea, a partir de ahora si no quieres venir con nosotros, te quedas en casa, y dejas de dar la murga, ¿vale?

—¿OS QUERÉIS CALLAR LAS DOS? —dijo Coco.

En ese mismo instante se oyó un golpe sordo y un aullido lastimero. Después el chirrido de los frenos: Coco había detenido el coche en seco. Abrió la puerta y bajó del coche de un salto. Mónica salió tras él, y yo la seguí.

—¡Mierda! —le oí decir a Coco—. Mierda, mierda, mierda.

Al principio no me di cuenta de lo que había pasado. Había un bulto parduzco sobre el asfalto que parecía una alfombra vieja. Cuando fijé la vista comprendí lo que era. Un perro agonizante, reducido apenas a un tembloroso guiñapo de pelos sanguinolentos. En sus ojos vidriosos brillaba un pánico resignado.

—Vámonos de aquí —dijo Mónica.

—¿Cómo que vámonos? —dije yo, sollozando—. Este animal está vivo. No puedes dejarlo aquí.

—Sí podemos —replicó ella.

—Está sufriendo, ¿es que no lo ves?

El perro abría la boca como si intentara acaparar la mayor cantidad de aire posible en cada bocanada.

—Bea, cállate, por favor —me dijo Mónica—. No podemos hacer nada. Anda, vuelve al coche.

—Podemos llevarlo al veterinario —repliqué.

—Se habrá muerto antes de que lleguemos. Además, no es más que un chucho callejero. —Me arrastró del brazo hasta el coche, y me metió a empujones en el interior.

No dije palabra. El coche arrancó dejando atrás la carroña recalentada por el sol, las vísceras del color de una paleta sucia. A través de la ventanilla del coche los edificios se sucedían a velocidad de vértigo.

Cuando llegamos al garaje Mónica inspeccionó con cuidado los guardabarros del coche. Estaban abollados. Había que llevar el coche al taller y asegurarse de que lo repararan antes de que volviesen sus padres. Un problema serio, dijo, porque ahora necesitaban dinero extra. En ningún momento mencionó a aquel perro abandonado, a sus entrañas, a sus boqueadas de agonía. Mientras la contemplaba, agachada frente a los faros delanteros (uno se había roto) comprendí que no la conocía, que sólo ahora empezaba a conocerla. Y de pronto ella alzó la mirada y me sorprendió. No sonrió, no hizo ningún gesto. Quizás adivinó lo que yo estaba pensando. Yo me sentía más cerca del perro que de ella, como si en cualquier momento me pudieran dejar tirada en la carretera, en cuanto me convirtiera en un obstáculo en su camino. Intuí que al clavarme la mirada como lo hacía me estaba asestando también una puñalada de certeza, honda y sostenida.

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