Empecé a odiar a mi madre con todo mi corazón, con la misma intensidad con la que antes la había amado. Estaba harta de que pusiera pegas a todo: a mis vaqueros, a mi pelo suelto, a mi forma de andar e incluso de mirar.
Y entonces comenzaron los verdaderos problemas.
Mis recuerdos de infancia, hasta los once o doce años, vienen con una banda sonora propia: las discusiones encarnizadas entre mi padre y mi madre. Pero cuando alcancé la pubertad, ella desvió su agresividad y encontró un nuevo objetivo hacia el que canalizarla: Yo. Por supuesto, este cambio de actitud coincidió con una nueva toma de postura con respecto a mi padre, que pasó de ser el enemigo declarado a convertirse en un aliado de conveniencia. Es cierto que no dormían juntos, que él no le era fiel, que probablemente no se amaban, pero compartían una opinión común: no estaban dispuestos a permitir que yo hiciera lo que quisiera con mi vida. A partir de entonces, iban a ser ellos los que tomaran decisiones sobre mi existencia: qué ropa debía ponerme, a qué hora debía irme a dormir, con qué gente debía relacionarme, qué música debía escuchar, qué sitios debía frecuentar.
En aquel universo privado lo de menos eran las razones, las excusas que me dieran para controlarme (mi minoría de edad, mi supuesta indefensión o la necesidad de que alguien velara por mí). Lo importante era la renuncia, la sumisión a un poder ajeno, impuesto y absoluto, que exigía la entrega de lo íntimo en nombre de los sagrados valores de obediencia familiar. Se suponía que yo debía aprender a negarme a mí misma y a amoldarme, a aceptar normas y convenciones por incomprensibles que parecieran, asumiendo que se establecían porque eran buenas para mí. Y aquella exigencia se justificaba en la seguridad de su criterio, tan aplastante que rechazaba la existencia de cualquier otro.
Mi padre, que hasta entonces había parecido el enemigo de mi madre, se convirtió de pronto en su aliado; y por tanto yo, a la inversa, pasé de aliada a enemiga. Dejé de ser el consuelo de mi madre frente a la incomprensión de mi padre, y pasé a convertirme en la nueva razón de su desesperación. La diferencia es que mi padre no supuso un apoyo tan grande para mi madre como lo había sido yo en la primera guerra, o sea, cuando nosotras dos luchábamos contra él. Lo suyo era un acuerdo de circunstancias, una
entente cordiale
, pero él nunca le brindaría la absoluta confianza que yo le había otorgado. Yo había constituido su refugio, su fortaleza inexpugnable, mientras que mi padre no era sino un ejército de mercenarios, que podrían abandonar la lucha en cualquier momento si aparecía una recompensa mejor por la que luchar. En cierto modo, en esta segunda lucha fue cuando mi madre descubrió su propia fuerza, porque era la primera vez en su vida en que le tocaba enfrentarse a algo sola, puesto que con mi padre, en el fondo, nunca llegó a contar del todo. La desesperación la llenaba de rabia, y la rabia la hacía fuerte, mucho más fuerte de lo que había sido nunca. Se enfurecía y me insultaba, me acusaba de egoísta, de frívola, de insensible; y en el fondo lo que intentaba decirme, a su desesperada e histérica manera, era que sentía que yo la abandonaba, que me disponía a irme dejándola clavada a aquella casa, a aquella vida sin sentido de la que yo podía escapar, pero ella no.
Nos pasábamos la vida, desde entonces, discutiendo. Las broncas eran diarias, las razones, lo de menos. A mi madre no le gustaba nada de lo que yo hacía, nada en lo que ella no pudiera intervenir. No le gustaba que afirmase una personalidad propia, independiente de la suya. Por tanto no le gustaba ni mi ropa, ni los libros que leía, ni la música que escuchaba. No le gustaba que contase con un espacio propio que ella no podía compartir, transformar, comprender siquiera, en el que ella no podía entrar excepto como invitada; por tanto no le hacía nunca gracia el estado de mi cuarto. No importa cuanto limpiase u ordenase, nunca estaba perfecto a no ser que lo limpiase ella. No le gustaba que tuviese existencia propia fuera de su casa, así que se empeñaba en controlar mis horarios y mis salidas. Y sobre todo, no le gustaba que quisiese a otras personas como la había querido a ella. No hace falta decir que odiaba a Mónica y que no perdía oportunidad de desacreditarla.
—Quiero enseñaros algo —dijo Mónica.
La seguimos hasta el vestidor de su madre como dos novicios tras la suma sacerdotisa que los condujera a la cámara secreta del templo. Yo ya conocía aquella especie de cubículo casi escondido en un rincón del dormitorio de los padres de Mónica. Se trataba de una especie de habitación minúscula revestida de espejos que contenía todo el modelerío de Charo. Vestidos de precios exorbitados —cada modelo podía costar el sueldo mensual de un padre de familia de Carabanchel— que colgaban de sus perchas flojos como sudarios, atavíos suficientes para vestir a una congregación entera de clarisas el día que decidieran colgar los hábitos. Al fondo, apoyado contra la pared, se alzaba un tocador de estrella de cine, rematado con un enorme espejo rodeado de un rosario de bombillitas. Mónica abrió uno de los cajones, el último, y aparecieron unos ligueros negros, doblados, que aparentaban el aire siniestro de unos murciélagos dormidos.
—Ahora veréis. Os vais a quedar muertos.
Fue retirando cuidadosamente aquella ropa interior y amontonándola sobre el tocador, descubriendo el tesoro que aquella primera capa de sedas y encajes escondía, hasta que, por fin, en el fondo del cajón, apiladas unas sobre las otras como los ladrillos de un muro, aparecieron una veintena sobrada de cajas de pastillas. A Mónica no pareció sorprenderle el descubrimiento. Y a mí tampoco.
—Bienvenidos al secreto de los eternos cincuenta kilos de Charo Bonet. Anfetaminas para mantenerse delgada y tranquilizantes para superar la histeria que producen las anfetaminas.
Allí había pastillas suficientes como para abastecer un autobús de bakalaeros yendo de excursión a Ibiza. Coco pegó un silbido de admiración.
—Algunas veces he pensado en cargarme a mi madre con una sobredosis de valium —prosiguió Mónica—. Se mete tantas píldoras que nadie sospecharía.
—¿Y cómo se las ibas a meter? ¿Con un embudo?
La pregunta que le formulé me la había hecho muchas veces a mí misma. Yo también fantaseaba a menudo con la posibilidad de hacer desaparecer a mi madre. Por el mismo método.
—Vaya con la Charo... —Coco examinaba las cajas una por una, con aire profesional—. Este cajón es un auténtico arsenal. De verdad, no me extraña que hayas salido yonqui con semejante madre.
—Perdona, bonito —puntualizó Mónica—. Yo no soy yonqui. Me pongo de cuando en cuando, que no es lo mismo.
—Pues con todo el valium y los neorides que tienes aquí, creo que te podías ahorrar la pasta que te gastas en jaco. Cuatro pastillitas de éstas al gaznate con un buen trago de güisqui, y ya vas puesta para toda la semana.
Me sorprendió comprobar que los nombres de muchas de las pastillas que Charo atesoraba coincidían con las que había en el botiquín de mi madre. Al fin y al cabo, nuestras madres no eran tan distintas como ellas (sobre todo Charo) pretendían.
Charo parecía muchísimo más joven que mi madre, aunque apenas se llevaran diez años. Su cuerpo, reconstruido gracias al bisturí, remodelado merced a la silicona, afirmado a base de sesiones de gimnasia, suavizado por cremas y óleos santos, no tenía edad. Se enorgullecía de mantener el tipo de sus veinte años, aunque estoy segura de que a los veinte años no poseía ese par de tetas que yo le había conocido y que desafiaban la ley de la gravedad. A los cuarenta y tantos, desde luego, podía presumir de mejor tipo que cualquiera de nosotras dos.
Se cortaba el pelo cada quince días para mantener impecable el corte aparentemente desaliñado, y lo llevaba teñido de un caoba imposible, tan brillante que parecía un casco bruñido, aunque ella debía de pensar que su cabello ofrecía un aspecto muy natural y juvenil.
Su cara había conocido el lifting y el peeling y el modelling, y como resultado Charo exhibía un sospechoso parecido con numerosas presentadoras de televisión que, como ella, también eran clientas de Enrique Moreneo. Sus labios de patito recordaban a los de Michelle Pfeiffer (colágeno), y su nariz chatita era idéntica a la de Isabel Preysler (bisturí). Ella insistía en afirmar que sólo se había hecho pequeños retoques. Por si acaso, nadie en su casa sabía dónde guardaba los álbumes de fotos familiares que databan de antes de su reconstrucción.
Llevó mochilas a la espalda antes de que las usara nadie, cuando eso sólo se veía en Nueva York. Se pasó a Cerrutti cuando las demás todavía iban por Prada. Se tiñó el pelo de platino antes que la propia Linda Evangelista, y se puso pantalones de campana (de Cedosce) cuando imperaba el pitillo. No en vano era la directora de una revista de moda.
Muchísima gente opinaba que era monísima, incluidos numerosos amigos de nuestra edad, pero a Mónica y a mí nos parecía un adefesio. Y no opinábamos así por despecho o por envidia. A mí su cara me resultaba inexpresiva hasta extremos aterradores. Supongo que con tanto colágeno y tanto lifting le debía de resultar difícil sonreír. O quizá, como hacía mucho tiempo que no sonreía con naturalidad, llevada por un impulso irreprimible y no forzada por las convenciones sociales, ya se le había olvidado cómo se fruncían los labios en una sonrisa espontánea. Sin maquillaje (o sea, a la hora de desayunar) su piel exhibía una textura opaca, desvaída, y cuando se había maquillado (inmediatamente después de desayunar y antes de salir pitando a la redacción) parecía que llevase puesta una máscara porque, a poco que uno se acercase, podían advertirse los polvos compactos sobre el tono arcilloso de la base, y su rostro recordaba a una masa para hacer tortas, grumosa y enharinada a la vez. Pero repito que mucha gente la encontraba monísima. Ese tipo de replicantes tienen mucho público; para comprobarlo sólo hace falta agarrar el mando a distancia y hacer un barrido por las cadenas de televisión a las nueve de la noche.
Charo se casó muy joven y fue madre a los veintipocos años. Su matrimonio duró muy poco, apenas lo suficiente para que Mónica conservara un borroso recuerdo de la convivencia con su padre. Cuando se separaron, él se marchó a Argentina, desde donde telefoneaba dos veces al año: por Navidad y por el cumpleaños de su hija. Aunque el acuerdo de separación estipulaba que el padre tenía derecho a pasar un mes de vacaciones con su hija, en la práctica Mónica apenas había recibido cuatro visitas de su padre desde la separación, y en ninguna de ellas permaneció en Madrid más de una semana. Su padre tampoco se hacía cargo del pago de la pensión que le correspondía a Charo en concepto de manutención y gastos escolares de la niña, como Charo se encargaba de recordar a Mónica por lo menos dos veces al día.
Charito empezó como secretaria en la redacción de una emisora de radio, y poco a poco fue, como suele decirse, labrándose una carrera en el campo del periodismo. Fuera a base de follar con quien tenía que follar, fuera a base de mucho esfuerzo y de cierto talento para las relaciones públicas, el caso es que Charo acabó al mando de una de las tres revistas de moda más importantes del país.
Charo consideraba el cuerpo femenino como algo que se podía cosificar, convertir en objeto decorativo, utilizar con estilo, explotar con elegancia en páginas brillantes. Charo creía que podía imponer su criterio a miles de mujeres, pero, en realidad, no era más que una pieza minúscula en el engranaje de una de las muchas máquinas de una fábrica enorme. Se creía muy importante dirigiendo una revista, pero lo cierto es que no pintaba mucho en el mundo de la moda; la pobre resultaba tan insignificante como la Tierra en relación al Universo.
En la cafetería del edificio donde trabajaba intimó con Manuel, que era el director de una revista sobre cuidados del bebé que pertenecía al mismo grupo editorial de la que dirigía Charo, y que acabaría por convertirse, por este orden, en marido de Charo, padrastro de Mónica y padre de los hermanos de Mónica, dos niños pelirrojos e insoportables que a sus diez y nueve años ya conocían de memoria los nombres y megas de todas las consolas de videojuegos del mercado, y preferían los bollicaos a los foskitos, y diferenciaban entre deportivas Nike y Reebok, y entre cazadoras el Charro y Pepe. Nosotras jamás nos referíamos a ellos por sus nombres. Eran
los niños
, o, si debíamos referirnos a ellos por separado,
mega y micro
, los apodos que Mónica había acuñado para ellos. Jamás les llamábamos por sus nombres de pila. De hecho, ni siquiera recuerdo cuáles eran.
En principio, Mónica no tenía razones para quejarse de Charo ni de Manuel, porque se supone que sus padres representaban el perfecto ejemplo de progenitor comprensivo que han sacralizado las comedias de situación yanquis. Ni Charo ni Manuel gritaban ni discutían, y Mónica tenía asignada una cantidad mensual que sólo se podía calificar de generosa. Además, Charo se las daba de negociadora y de tolerante. ¿Que quieres salir por la noche?, pues nada, lo hablamos y discutimos civilizadamente la hora a la que vas a llegar. ¿Que quieres que te deje el coche? Pues igual. ¿Que necesitas ropa nueva? Tres cuartos de lo mismo. Mónica no podía contar con el consuelo de que todo el mundo comprendiera perfectamente por qué no podía soportar a su madre, como sucedía conmigo.
A los doce años, Mónica conoció su primer novio. Era un niño de los Jesuitas, que le pidió salir en la parada del autobús. Mónica le dio el sí por aquello de que el niño tenía quince años y lo de salir con un chico mayor que una, y además de los Jesuitas, siempre daba una cierta prestancia en el Sagrado Corazón. Lo de su noviazgo consistía, en realidad, en el acuerdo tácito de que en el trayecto de autobús que iba de nuestro barrio a los Jesuitas se sentarían juntos y se cogerían de la mano. Y fue gracias a ese chico como Mónica reparó en que su madre no le había cogido la mano ni una sola vez en la vida. Ni una.
Había muchos detalles que convertían a Charo en una mujer insoportable: su total carencia de sentido del humor, su obsesión porque a su alrededor todo estuviera absolutamente pulcro y ordenado, desde el comedor al aspecto de sus hijos, su manía de decir siempre la última palabra en cualquier conversación, su empeño en demostrar constantemente que ella estaba al día en cualquier tema de actualidad, desde cosmética a literatura, pasando incluso por el fútbol. Cuando me quedaba a dormir en casa de Mónica sentía al día siguiente, a la hora del desayuno, que la frivolidad de la conversación de Charo iba a acabar por aplastarme contra la taza. Todo lo que decía me olía a café frío. Ellas dos nunca discutían, pero tampoco se llevaban bien. Charo no se ahorró nunca comentarios despectivos sobre ninguno de los amigos de Mónica, incluida yo, y al único que le cayó en gracia, a Javier López de Anglada, el primer novio formal que se sacó su hija, guapo, estudioso y de buenísima familia, lo largó Mónica al cabo de cuatro meses. Charo mantenía a Mónica bien apartada de su mundo y de sus relaciones, a pesar de que la mitad de la plantilla de la revista que dirigía estaba, más o menos, por la edad de Mónica, y Mónica no hubiera desentonado en ninguno de los actos sociales —presentaciones, tertulias, homenajes y desfiles— a los que Charo acudía asiduamente. Pero ni Charo se llevaba a la niña ni a Mónica se le ocurría sugerírselo. Aún recuerdo aquel otoño en que sin éxito intenté que Mónica le pidiera a Charo un pase para la pasarela Cibeles. A mí nunca me ha atraído la moda, pero sentía cierta curiosidad, sobre todo porque en el colegio no se hablaba de otro tema. Mónica se negó rotundamente a pedirle a su madre uno de los mil pases que le sobraban, y yo no quise inmiscuirme en aquella obstinación porque conocía de sobra la relación que mantenían y sabía bien que Mónica no podía permitirse suplicarle nada a Charo.