Así pues, mi padre tampoco pensó nunca en dejarnos, creo, a pesar de los gritos y las discusiones constantes. En el mundo de mis padres, los señores tenían una legítima que se quedaba en casa con los niños y que les acompañaba a las recepciones: una mujer como mi madre, informada sin ser pedante, discreta sin llegar a sosa, bella aunque no llamativa, amena pero no avasalladora. Una brillante medianía, vamos. Una señora que tocase el piano aceptablemente, que hablase francés y que se hubiese educado en un convento.
Para mi madre, el matrimonio era el lugar del amor, de un amor hecho de dedicación, obediencia y respeto. Cualidades que irían, por supuesto, de la mujer al hombre y no al contrario. Pero la libertad de elegir o de rechazar el amor, los abandonos y los arrepentimientos, la esperanza y la desesperación, en suma, todos los detalles que conforman la pasión, no tenían nada que ver con el matrimonio. Ella contrajo matrimonio como quien contrae una gripe, y ni siquiera creo que el afecto influyera gran cosa en su elección. Quería a mi padre, al principio, pero de no haberle conocido a él se habría casado con cualquier otro parecido. Me parece que mi madre se decantó por la maternidad frente a la vida religiosa, las dos únicas opciones de las que era consciente.
Mientras transcurrió mi infancia, nada hacía prever que nuestra relación iba a acabar por deteriorarse de semejante manera. Yo quería mucho a mi mamá, hasta tal punto que cuando las niñas del colegio me preguntaban que a quién quería más, a mi padre o a mi madre, yo contestaba sin dudarlo: a mi madre. Siempre. Y las niñas que respondían «a los dos por igual» me resultaban muy sospechosas. No me fiaba de nadie que viviese en las medias tintas, que no tuviese decidido a qué bando pertenecía.
Sí, mi madre era mi sol y regía mi existencia. Pero el sol es menos estable de lo que parece; tiene estaciones y tormentas y ritmos de actividad, y las variaciones solares influyen directamente sobre sus planetas. El sol es agente de cambios terrestres: su brillo afecta a las temperaturas; sus rayos ultravioleta a los vientos y a la producción de ozono; sus tormentas de campos magnéticos y partículas subatómicas a las lluvias y la cantidad de nubes. De alguna manera, si el sol se enfada, si estalla en un bombardeo cósmico, la Tierra sufre el cambio de humor en su corteza.
Mi madre cambió, y yo con ella.
Atardecía, aunque con las cortinas echadas no era muy fácil darse cuenta desde el dormitorio de los padres de Mónica. Cortinas de Nina Campbell, colcha de seda de Pierre Frey, banqueta de hierro diseño Pedro Peña forrada a juego con la colcha. Un costurero de pino viejo hacía las veces de mesilla de noche, y Mónica fumaba un porro tendida a mi lado en la cama de matrimonio de Charo y Manuel, cuyo cabecero había formado parte, en su día, de un perchero antiguo. Charo lo había encontrado también en una de sus almonedas y le había salido por otro ojo de la cara. Pero, como de costumbre, ella opinaba que había merecido la pena.
Yo cerré los ojos y pensé en El Escorial. En verano solíamos ir allí. Pero aquel verano mi padre no tomaba vacaciones, y, aunque no habíamos hablado todavía de nuestros planes, parecía evidente que mi madre y yo no íbamos a soportarnos la una a la otra encerradas en la misma casa. Me imaginé a mí misma subiendo los escalones que conducían a la entrada del chalet, todos ellos forrados de piedrecitas blancas. El sol me acariciaba los hombros. Tenía diez años. De pequeñita había veraneado en una urbanización de chalets adosados que constituía el escenario de mis días felices. Durante los veranos niños y niñas de la urbanización militábamos en una misma pandilla y participábamos en apasionantes aventuras colectivas: robo de peras del huerto anexo a la urbanización (con agravante de premeditación y escalo), robo de bañadores colgados en los tendederos de los chalets (con premeditación pero sin escalo), sangrientas batallas a pedradas contra la pandilla de la urbanización de al lado y arriesgadas expediciones a territorios sin urbanizar nunca antes visitados por el hombre blanco. Aquellos veranos constituían uno de los escasos recuerdos felices de mi infancia.
—Tía, ¡esta chupa vale doscientos talegos!
La voz de Coco me devolvió a la realidad. Abrí los ojos y volví a tener dieciocho años. Coco se estaba probando una chaqueta de cuero de Loewe que acababa de sacar del enorme armario empotrado y estudiaba su efecto en una de las lunas.
—Ni sueñes que vas a salir con ella, que es del viejo —dijo Mónica—. Y no deberías fijarte tanto en las marcas. Es una horterada.
Coco, con la chaqueta todavía puesta, se sentó al lado de Mónica. Ella le pasó el porro.
—Ten mucho cuidado con la ceniza. Si mi vieja encuentra una quemadura en la colcha, me mata —dijo ella, de malhumor—. Hablando de viejas, ¿no va siendo hora de que vuelvas con la tuya? —Ahora se estaba dirigiendo a mí—. No puedes quedarte aquí eternamente. Sobre todo, no me apetece tener a tu vieja llamando a esta casa día sí, día no.
—Tú no vas a llamar a nadie, nena, y tu amiga se va a quedar aquí. De hecho, nos va a venir muy bien que se quede —dijo Coco.
—Pero tú qué dices... —Mónica le miraba con la boca abierta, sin acabar de creerse que un mindundi como aquél, que al fin y al cabo estaba en su casa de prestado, fuera capaz de llevarle la contraria.
—Me parece que tu amiga es la persona ideal para hacernos de mensajera. Me encanta el aspecto que tiene. A su lado, la misma Virgen del Rocío tiene pinta de traficante.
Coco le devolvió el porro a Mónica, que le miraba entre sorprendida y enfadada.
—Si crees que vas a meter a la pobre Bea en tus trapicheos, vas dado —respondió ella.
Le dio una calada al porro y volvió a pasárselo a él.
—Joder, te estoy hablando de llevar un paquetito, y punto. No estoy diciendo que le vaya a obligar a atracar una farmacia. —Pegó una larga calada, le pasó el porro a ella y prosiguió—: Además, ella no se va a meter en ningún lío, ya verás. No es lo mismo que si fuera yo, que ya me tienen muy visto, y que no pinto nada en según qué barrios.
—Pues entonces lo llevo yo, o quedas para hacer la entrega en cualquier otra parte. —Mónica volvió a llevarse el porro a los labios y se lo pasó a Coco acto seguido.
—A ti te han visto conmigo, y uno de los puntos que tengo acordados es que la entrega se realiza a domicilio. Así que no hay más que hablar.
Coco apagó el porro en el cenicero de plata que había en la mesilla de noche, y, acto seguido, ya con las manos libres, se tumbó de lado contra Mónica y empezó a acariciarle los senos pequeños y redondos, un par de flanes coronados con sendas guindas. Apretó la entrepierna contra el muslo de Mónica, le rozó ligeramente el borde del labio superior con el dedo índice, y notó cómo la boca de ella se entreabría. Los tres supimos que había llegado el momento de dejar la discusión para más tarde. Yo me levanté de la cama y me dirigí a la puerta, consciente de que a partir de aquel momento empezaba a sobrar.
—No sé si os dais cuenta de que yo también tendría que opinar algo en una discusión que, al fin y al cabo, versa sobre mi persona —dije antes de marcharme, apoyándome en el quicio de la puerta.
—Anda, déjanos solos, por favor —dijo Mónica. Cerré de un portazo.
Avanzaba por el pasillo de la casa de Mónica. Al final encontré una puerta que no recordaba haber visto allí antes. Abrí la puerta y descubrí que daba a otro corredor, más largo y oscuro que el que conocía. Seguí adelante y descubrí una segunda puerta. La abrí y me encontré con una habitación de paredes blancas, vacía, oscura. En una de las paredes había varias ventanas cerradas por persianas dobles de madera blanca. Las fui abriendo una a una y la luz entró en la habitación, haciendo que las paredes resplandecieran. Me senté en el centro de la habitación y me sentí feliz. De pronto vi cómo la puerta de la habitación se cerraba sola, lentamente, como manejada por una mano invisible. No intenté levantarme para abrirla porque sabía que no podría. Que el cerrojo estaba echado por fuera. Que había quedado atrapada en la habitación desnuda.
Abrí los ojos e intenté recordar dónde estaba. Me costó algunos segundos caer en la cuenta de que me había quedado dormida en el sillón del salón. Cuando uno se despierta, lo primero que necesita es situarse en el espacio y en el tiempo, así que, instintivamente, busqué con la mirada el reloj de péndulo en forma de torre (comprado en un anticuario en la Puerta de Toledo: una ganga) y comprobé la hora: las nueve y diez. En cualquier momento, Coco, o Mónica, o ambos, aparecerían por la puerta que daba al pasillo, el mismo que aparecía en mi sueño. Me bastaba con concentrarme, fijar la mirada y esperar. Clavé los ojos en la puerta y no los desvié en ningún momento, ni siquiera para mirar el reloj, de forma que no sabía cuánto tiempo había pasado cuando finalmente la puerta se abrió y apareció Mónica, despeinada, legañosa y todavía medio adormilada.
Al abrir, Mónica se dio de narices con mi mirada. Puso cara de haberse llevado un susto de muerte a pesar de que, al cabo de tantos años, estuviera más que acostumbrada a lo que ella consideraba rarezas mías.
Avanzó hacia el sillón con pasos de autómata, se sentó a mi lado, agarró el mando a distancia y lo enchufó hacia el televisor pantalla de 46 pulgadas con retroproyector, estéreo, tecnología japonesa, lo mejor del mercado.
—Soma, necesito soma —murmuró Mónica para sí.
Mónica apretaba el botón «programa» del mando de manera mecánica, y fue repasando uno por uno los cuarenta y tantos canales que la antena parabólica permitía recibir. Una Barbie de culebrón que abrazaba apasionada al Ken de turno apoyada sobre la mesa de juntas de una oficina; un chaval pelirrojo con orejas de soplillo que intentaba adivinar el precio exacto de una nevera; una presentadora jurásica —tailleur de falso Chanel, acumulación de bisutería y liftings— que ofrecía un café en el estudio a una estarlete que se llevaba a los ojos la punta del pañuelo para secarse una supuesta lágrima; unos chiquillos negros, huesudos y barrigones, que acababan de llegar a un campo de refugiados; unas gigantas de curvas esculturales que desfilaban por una pasarela dirigiendo miradas de profundo desprecio al público que las aplaudía embobado; un locutor que se enfrentaba con la cámara desde su mesa de la redacción de informativos, con expresión de que el nudo de la corbata le estuviese ahogando; un coche rojo enorme que se deslizaba silencioso por una carretera desierta y llena de curvas; un megamonstruo japonés que lanzaba un proyectil de fuego contra otro megamonstruo japonés sobre las ruinas de una ciudad de dibujos animados; una manija llorosa que imploraba a su marido que volviera; una rubia despampanante que cantaba en playback; un alienígena vestido en skyjama que tripulaba los mandos de una nave espacial; un combate de boxeo; otro informativo; otro culebrón; otro reality show; otra telecomedia; otro anuncio de coches; la misma actriz que aparecía varias veces hablando inglés, francés o alemán; el mismo concurso que conocía versiones diferentes en diferentes países.
Al final, Mónica se decidió por la MTV. En la pantalla, niños británicos deprimidos que reclamaban a gritos un buen peluquero berreaban canciones de desamor y nostalgia mientras masturbaban con desgana sus guitarras. Mónica dejó descansar el mando sobre la mesa de Ricardo Chiara y me sonrió.
—El mundo es enorme —dijo—; mira todas las cosas que caben en él. Y sin embargo la Tierra, dentro del Universo, no significa nada. Un puntito microscópico absorbido por una inmensidad de miles de años luz. Comparada con la edad del Universo, la Tierra no tiene siquiera un nanosegundo de existencia, y no parece que vaya a durar otro
nanosegundo más...
Coco entraba en ese momento en el salón, con expresión plácida. Se sentó en el sillón al lado de nosotras dos.
—Hostia tú, Primal Scream —dijo, señalando a la macropantalla, e interrumpiendo el discurso de Mónica.
—¿Pero todavía existen?
—Joder, cómo mola esta tele —exclamó él, ignorando la pregunta de Mónica—. Parece que estemos en el cine. Tía, si esta casa fuera mía, en la puta vida salía a la calle.
—Pues no es tuya, ni mía tampoco, por cierto, que es de la Charo. Y cuando vuelva la Charo te vas a tener que largar por donde has venido, así que no te acostumbres —dijo Mónica.
Durante un rato nadie dijo nada más. La música se extendía por el salón e iba borrando nuestros pensamientos. Poco a poco yo había ido adquiriendo una postura tensa, sentada en el borde mismo del sillón, la espalda en un ángulo perfectamente recto con respecto a mis piernas y las manos reposando sobre las rodillas. Coco dirigió una mirada a Mónica como buscando su aprobación. Acto seguido sacó una caja de cigarrillos del bolsillo de sus vaqueros, encendió uno y se dispuso a romper el silencio.
—Bea, Mónica y yo necesitamos que nos hagas un favor.
—¿Qué tipo de favor? —pregunté, suspicaz.
—Nada del otro mundo. Queremos que lleves un paquete a un sitio; eso es todo —dijo Mónica.
—¿Y por qué no lo lleváis vosotros?
—Porque hay que llevarlo a La Moraleja. ¿Tú te imaginas a Coco en la Moraleja? —me respondió Mónica.
—No, pero a ti te imagino perfectamente —dije. Aquí intervino Coco con aire enfadado.
—¿Se puede saber por qué no me ves en La Moraleja?
—Mira, si no quieres ir, dices que no y punto —prosiguió Mónica, totalmente ajena a la interrupción de Coco, con lo cual daba a entender que era tan evidente que Coco desentonaba en La Moraleja que ni siquiera merecía la pena discutirlo—, pero quede claro que nos hace falta que vayas. Estamos sin un puto duro. Situación de emergencia.
—No sé... Paso de meterme en trapicheos raros —argüí, vacilante.
En el fondo no me parecía nada arriesgado llevar un paquete a ninguna parte. Barruntaba que iba a llevarle drogas a cualquier pijo de La Moraleja lo suficientemente forrado como para poderse permitir entregas a domicilio. Estaba segura de que no se trataba de un asunto muy serio. Que Coco trapicheaba, era evidente, como también era evidente que no era más que un camello de medio pelo. Además, iba a La Moraleja. En La Moraleja no hay policías; sólo guardias de seguridad entrenados para proteger propiedades, no para inmiscuirse en la vida privada de sus habitantes.
—Bea, corazón, me conoces desde hace diez años. ¿Tú crees que yo te diría que hicieses algo si fuese mínimamente peligroso? Te prometo que no corres el menor riesgo. Venga, Betty, por favor. —Mónica puso voz melosa—. Hazlo por mí.